Con motivo
del aniversario de la proclamación de la II República he estado haciendo unas
reflexiones sobre una especie de canon que se está estableciendo acerca de cómo
hay que enseñar este periodo de la historia. Sin embargo, antes de empezar
habría que hacer un planteamiento de base, para evitar discusiones estériles y
debates manipulados ya desde su planteamiento. El sistema republicano de
gobierno simplemente cuestiona cómo debe hacerse la designación del jefe de
Estado. A diferencia de los sistemas monárquicos, la república se toma en serio
la igualdad de todos ante la ley y no considera que un supuesto linaje de
sangre pueda otorgar a una persona unas características especiales
particularmente adecuadas para ostentar la representación de un Estado. Si
somos capaces de elegir quién va a hacer las leyes en nuestro lugar, también lo
somos para designar a quién represente al Estado. La continuidad de la patria,
el símbolo excelso de la nación no tiene por qué encarnarse mágicamente en un
líder carismático que durante toda su vida, antes incluso de llegar a jurar el
cargo, lleve en sus genes las dotes de carisma, tradición y efectividad que se
le presuponen a un rey. A Francia, Estados Unidos o Alemania les va bastante
bien.
Por otra
parte hay que considerar que la república es también un modo de pensar
políticamente. Una manera de enfrentar los problemas públicos en la que todo es
discutible y discutido, en la que todas las decisiones se toman por el pueblo y
para el pueblo. Quizás no acabe con todos los problemas, pero está claro que
sin república quedará algún problema por resolver, cómo el jefe de estado se
perpetúa, sin que la ciudadanía pueda decidir al respecto.
Sin embargo,
existe tendencia a identificar “república” con II República Española, asumiendo
además, que todo régimen republicano terminaría con una guerra civil. Guerra
Civil, por supuesto, que no comenzaron los republicanos, aunque terminaran
acusados de rebelión militar. De esta forma se deja caer la idea subliminal que
el “carácter” español es incompatible con un régimen republicano. Estamos hechos
de fábrica para la monarquía.
Algunos de
los tópicos que se han instaurado sobre el régimen del 31 tienen que ver con su
legitimidad. Si bien la proclamación de la República fue espontánea tras unas
elecciones municipales, la elección a Cortes Constituyentes respalda
definitivamente, no sólo su legalidad, sino su legitimidad. Si no aceptáramos
esta fuente de legitimidad, prácticamente ningún gobierno sería legítimo. También
es un lugar común criticar la ley electoral porque permitía la creación de
mayorías artificiales. Nuestro régimen actual electoral no es, desde luego un
modelo de representatividad proporcional.
Se ha dicho
que esta fue una república de profesores y maestros, un régimen de
intelectuales. Y es cierto. La inmensa mayoría de los catedráticos, científicos
y hombres de letras del país saludó al nuevo régimen y muchos se incorporaron a
la política activa. En las Cortes Constituyentes salieron elegidos Ortega,
Marañón, Sánchez Albornoz, Azaña, Madariaga, Fernando de los Ríos, Unamuno. No
todos estuvieron de acuerdo con las medidas del gobierno (Ortega, Unamuno) pero
otros las apoyaron (Valle-Inclán o Machado). ¿Cómo hay que interpretar esto?
Muchos son los autores que utilizan esta característica como descalificación.
Como si los intelectuales fueran siempre ratones de biblioteca sin relación
ninguna con los problemas concretos de las personas comunes. ¿Qué podríamos
decir de un sistema de partidos de masas como el actual? La República, en
cambio, se entendió como una modernización y equiparación de España con el
resto de Europa.
Uno de los
tópicos más destructivos para la república fue la confusión entre su laicismo y
el anticlericalismo. La identificación de los sucesos anticlericales como la
quema de conventos durante la República con el laicismo del gobierno de la
República fue un arma muy efectiva. El gobierno trató de evitar y castigar la
quema de conventos, sin embargo, su fuerte determinación de separación efectiva
de Iglesia y Estado, y sus medidas contra los privilegios seculares de la
Iglesia les hizo, y todavía hace aparecer, como cómplices de esos desmanes.
A la II
República se la califica a menudo como un régimen convulso, como si el malestar
de las clases más desfavorecidas fuera causado por el cambio de gobierno, no
por las desigualdades económicas brutales que se mantenían desde mucho tiempo
atrás. Ante la implantación de la República, los grandes poderes económicos (terratenientes,
industriales, financieros), siempre tan defensores de España, retiraron sus
fondos de la Bolsa, redujeron los préstamos y créditos, hundiendo el sistema
financiero. En casi ningún libro de texto se habla de las presiones y
violencias por parte de patronos, terratenientes, las clases dirigentes y la
iglesia.
También a
menudo se habla de que las reformas desilusionaron a amplios sectores populares
mientras que provocaban a las derechas. Falta de habilidad política, demasiado
tibios para unos, extremistas para otros. Por lo que observamos, no todo el
movimiento obrero rechazó la política del gobierno. No fue, desde luego, un
capricho de niños consentidos el que los sindicatos se movilizaran para
aligerar las reformas. Hay que tener en cuenta las condiciones terribles en las
que se encontraban los jornaleros y los obreros de las distintas industrias. ¿Era
el momento de realizarlas teniendo en cuenta la crisis mundial de 1929? En
realidad, la pregunta debería ser, ¿cómo se pudo esperar tanto para
emprenderlas? Tenemos el testimonio de Buñuel en su documental sobre las Hurdes, tierra sin pan. ¿Cómo esperar?
Una lección que sufrimos hoy en día.
Un importante
sector de la historiografía, representado por ejemplo por Stanley Payne,
consideran que nadie luchó por mantener la república, ni la derecha -lo que es
evidente por sus planteamientos y por haber protagonizado un golpe de estado-,
ni por las izquierdas -poniendo de ejemplo la Revolución de Octubre-, ni el
exterior. Desde posiciones que se autodenominan liberales -léase Libertad Digital y similares-, se acusa
a la izquierda de haber acabado con la república en la Revolución de Octubre.
Esto supone, en primer lugar, un serio disgusto para los que aclamaban a Franco
como cruzado y liberador de España de la república atea, masona y comunista.
En
primer lugar, aunque no fue una república de todos y en prácticamente todo el
espectro político encontramos resistencias, hay que tener en cuenta que la
República no se hundió por su problemática interna, sino que la echan abajo los
militares tras una guerra civil. La II República
tuvo sus apoyos en partidos de izquierda y también algunos de derechas. Vivió
unos momentos muy duros, con unas desigualdades insoportables para la mayoría
de la población y contó con unos gobernantes que asumieron con coraje la tarea
de cambiarlos. Durante la II República se cometieron muchos errores. Y de eso
precisamente trata el régimen republicano. En la posibilidad de enmendarlos, de
corregir y ampliar. Y si un gobernante resulta incapaz de resolver la
situación, entonces existen los cauces legales para cambiarlo y así el pueblo
puede expresar su voluntad soberana. La dictadura y la monarquía tienen en
común precisamente lo contrario, ofrecen un mandatario elegido por dios mismo,
encarnación de la patria y del pueblo al que gobierna considerándolo por
siempre un menor de edad que no comprende lo que quiere. La descalificación de
la República, de cualquier república, pasa por mostrar su fracaso. Y el fracaso de la república de
1931 se debió principalmente a la voluntad de unos que, creyéndose salvadores
de la patria, decidieron saltarse la legalidad, dar un golpe de estado y
comenzar una larga y sangrienta guerra que acabó con un régimen dictatorial del
que nació accidentadamente la monarquía que tenemos. No cualquier república,
dice el lema, pero ninguna monarquía.
Para terminar
me gustaría recordar cómo acababa un manual para profesores datado en la II
República:
“La República
representa un régimen político de libertad y de dignidad. En España está
aceptado por la inmensa mayoría de los ciudadanos que sabrán enaltecerla con
las virtudes y la unión de todos y defenderla con sus votos y, si es preciso,
con su sangre.”
Salud y
República.
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