En el sentido religioso, sabemos que tanto la gracia como
los talentos son otorgados graciosamente
por Dios. De los talentos, así, en plural, ya hablamos en otro momento cuando
aseguramos que Dios era liberal escuela Hayek. Sabemos también gracias al gran
sociólogo Max Weber, que el espíritu religioso alimenta o reprime las ansias de
acumulación del capital. En su controvertido ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo, insistía en las
afinidades electivas entre la moral protestante, principalmente calvinista, de
austeridad, santificación por medio del trabajo y espíritu de triunfo
económico; y el desarrollo del capitalismo en los países del norte de Europa.
Mientras, el sur, católico, indolente, que consideraba el trabajo como un
castigo divino, era incapaz de una acumulación de capital que permitiera el
desarrollo del sistema de economía de mercado.
Estemos de acuerdo o no con sus planteamientos y con sus
ejemplos, están claras las conexiones religiosas que presenta la así llamada
“cultura del esfuerzo”. Más aún, los paralelismos entre religión y mentalidad
economicista son más férreos.
El problema de la gracia mantuvo ocupada a la inteligentzia eclesiástica durante mucho
tiempo porque se debía conjugar la noción de responsabilidad individual con la
omnipotencia de Dios. La responsabilidad individual, la libertad, el libero arbitrio, era una condición
indispensable para la noción de pecado o salvación. Nadie puede ser condenado
si no ha tenido la capacidad de elegir. Si al ser humano se le niega esa
capacidad, no tiene ningún sentido castigar algo de lo que no es responsables.
Sin embargo, si muchos son los llamados y pocos los elegidos, tenemos que
considerar que la gracia es un don divino. Tenemos fe y nos salvamos si Dios
nos la ha otorgado. Podemos pedir al santísimo tener fe, pero no podemos
desarrollarla nosotros mismos motu
proprio. Pero, si Dios nos regala la gracia y la fe, ¿cuál es nuestro
mérito? Y si no las tenemos, ¿no deberíamos culpar a Dios de nuestros desmanes
puesto que nos ha negado la capacidad de obrar correctamente? Si pecamos no
estamos con la gracia de Dios, pero es Dios quien nos niega la fe y la
fortaleza, ¿cómo puede castigarme si a él corresponde el mérito?
Si el pecado original fue el gran invento para ponernos a
todos en el mismo punto de partida, necesitados de redención, antes incluso de
tener conciencia, la gracia interfiere en la voluntad humana dirigiendo hacia
el cielo o hacia el infierno como una disposición de fábrica, por defecto
–nunca mejor dicho–.
¿Qué tiene esto que ver con la ética del esfuerzo? La
retahíla neo-con insiste en que cada
cual alcanza en la sociedad el puesto que merece según su esfuerzo y su
talento. Y nos regala muchísimo material ideológico para insistir en esa
variabilidad de sensibilidades, esa flexibilidad de aptitudes –necesaria, por
otra parte para estos tiempos inciertos de precarización laboral–. Pongamos un
ejemplo del consumo de masas. La serie de películas de Disney, High School Musical. En ellas asistimos
al triunfo de unos muchachos y muchachas que gracias a su dedicación y esfuerzo
consiguen escapar de un encasillamiento heredado. Troy es el capitán del equipo
de baloncesto, pero tiene otra vocación, el canto. Chad es su lugarteniente en
la cancha, pero ansía dedicarse a la cocina. Gabriela es un as en ciencias,
pero también desea con toda su alma dedicarse a la música. ¿Qué aprendemos de
la película? Que cualquiera, con su tesón y esfuerzo puede llegar a donde
quiera en la vida. Error.
En realidad el argumento distingue claramente dos tipos de
muchachos, los líderes y los seguidores. Los líderes tienen condiciones innatas
para el deporte, las ciencias, la música o la repostería. Ellos tienen talento.
Parece como si el esfuerzo diera la clave para alcanzar las metas, pero en
realidad las metas sólo las consiguen quienes innatamente tienen esas
cualidades.
De una manera metafórica, el esfuerzo sería paralelo a la
responsabilidad individual en el pecado y la salvación (el libero arbitrio), y el talento sería la gracia otorgada por los
genes. Nos intentan convencer de que somos responsables de nuestro éxito para
cargarnos con el fardo de nuestro pecado. Tienes oportunidades en la sociedad
de mercado, si no alcanzas el éxito es por tu falta de esfuerzo. Y a la vez,
cambia el discurso para justificar que haya una élite –una casta– que acapara
todos los puestos esenciales en las distintas ramas de la sociedad. Es que
tienen talento. En realidad ambos discursos son incompatibles. No se puede
decir que se premia el esfuerzo cuando el éxito se alcanza con el talento. Y se
condena al infierno diciendo que la gracia es divina.
Además, como en el pecado original, todos estamos en
situación de deficiencia. Es lo que se denomina la necesidad de la miseria. Los
teóricos del siglo XVIII y XIX aseguraban con pasmosa indecencia que era
imprescindible mantener los sueldos lo más bajos posible para obligar a esa
chusma indolente a trabajar sin descanso –con las humillantes condiciones que
Dickens nos dibujó en tantas ocasiones–. Todos somos seres inferiores en
espíritu, débiles de voluntad y sin objetivos en la vida, es nuestro pecado
–económico– original. Si esto es así, no cabe más que obligarnos a esforzarnos
por nuestro bien mediante un sistema económico que nos mantenga en la miseria
material y nos impida cualquier tipo de ocio que sólo dedicaríamos a la
contemplación de nubes.
El esfuerzo que hagamos nunca nos permitirá alcanzar una
posición estable, que por otra parte, seguro que derrocharíamos. Ese cielo en
la tierra está reservado a los que, con su talento, han sabido emprender
proyectos empresariales triunfadores, gracias, eso sí, a un capital cultural,
social y, sobre todo, económico de partida que la gracia del buen Dios ha
tenido a bien otorgarles. Una nueva gracia
de dios, que todo lo sabe y que discierne con claridad a quién bendecir con las
oportunidades para desarrollar su talento. Menuda gracia.
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