Muchos
se han preguntado si el hombre tiene una naturaleza malvada o si somos buenos y
la sociedad nos corrompe. También tenemos afición a comprobar si tales genes
son los que provocan el cáncer, el gusto por el salmón o las malas notas. Por
otro lado están quienes otorgan a la educación poder omnímodo sobre la mente
humana. Decía Ortega que el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. La
pinta que tiene este debate es de ser irresoluble.
Preguntarnos
qué influye más en el desarrollo de la personalidad de cualquiera, si los genes
o el ambiente tienen el mismo sentido que discutir qué influye más en el área
de un rectángulo, su base o su altura. Las dos magnitudes son necesarias y
normalmente ninguna de las dos es definitoria. Se dan casos de rectángulos muy
oblongos que necesitan poca altura mientras que encontramos otros estrechos en
la base y muy altos.
Está
claro que los genes son determinantes a la hora de nacer como humanos y no como
caballos pero, aparte de algunas malformaciones muy destacadas, parece que
existe una amplia variedad de respuestas aprendidas que abundan en las
tendencias genéticas, las contrarrestan o incluso anulan. De todas formas no lo
tengo nada claro. Si alguien, pongamos por caso, no está dotado por la
naturaleza para el cálculo matemático que enseñan en los colegios y en cambio
demuestra un pundonor extraordinario encerrado en su cuarto machacando los
ejercicios y los problemas, ¿es que la voluntad se ha impuesto a la genética?
¿No podremos pensar también que está dotado genéticamente para tener voluntad?
Hay
gente que no puede parar de hacer ejercicio, correr, gimnasio, aeróbic. No
paran así los amarren a una silla. Algunos de ellos nos miran por encima del
hombro a los sedentarios, en especial si nuestras líneas tienden más hacia el
barril que hacia la tableta. Pasan por individuos voluntariosos, la mente sobre
el cuerpo. ¿Y si sólo fueran meros esclavos de unos genes inquietos? O quizás
sea yo capaz de quedarme una tarde entera sujetando un libro porque la
naturaleza me ha dotado de esa ambivalente particularidad.
No sé
si se habrán dado cuenta de que cada vez que se habla de la naturaleza humana
es para dar cuenta de una falta, de algo horrible que hacemos los seres
humanos. Y es porque sí, porque así somos, porque biológicamente somos así,
porque la evolución premiaba a los egoístas y tal. Nos resistimos a ver en la
genética algo positivo para los humanos.
Un
ejemplo muy claro es el que nos emparenta con los grandes simios. Al parecer
los chimpancés son bastante agresivos e individualistas. Compartir con ellos
gran parte de nuestro genoma explicaría nuestra tendencia a la belicosidad. En
cambio, si descendiéramos de la misma rama que los bonobos tendríamos una
sociedad amable, de juegos y sexo sin complicaciones, altruista y comunitaria.
La
tendencia es culpar a la naturaleza de
nuestros fallos, como algo irremediable con lo que tenemos que cargar. Es una
visión que identifica la naturaleza humana con el pecado original. Una marca
indeleble que arrastramos y que nos convierte en seres imperfectos, que tenemos
que luchar contra nuestra propia naturaleza.
Hay una
excepción en esta valoración de la naturaleza humana como pecado, es la del
buen salvaje, la de Rousseau. El hombre es bueno por naturaleza y la sociedad
lo corrompe. En este caso es la doble naturaleza, el carácter intrínsecamente
social del ser humano el responsable de nuestros defectos. Recuerdo un ejemplo
de las Confesiones del ginebrino. Por
lo visto se encaprichó de una cinta de tela, artículo de lujo por aquellos
entonces. Al notar su falta, la dueña inquirió y Juan Jacobo acusó a una
criada, que fue despedida por el hurto. Para descargar su conciencia tiene el
descaro de disculparse aduciendo que estaba enamorado de dicha joven y que por
eso le salió su nombre por la boca. Juan Jacobo no es malo, la sociedad lo ha
hecho malo.
Los partidarios
de la influencia decisiva de los genes tienen mala fama, se les relaciona con
tendencias racistas, nazis o, como mucho, de reduccionismo biologicista. No
obstante están cobrando una nueva respetabilidad como críticos de la teoría de
la tábula rasa. Esta metáfora popularizada por John Locke considera al ser
humano como arcilla sin modelar a la que la educación da forma. De este punto
de partida llegan los conductistas como Skinner, y supuestamente los totalitarios
comunistas de Mao, Stalin y Pol Pot que considerando a la persona como
continuamente mejorable sometían a sus poblaciones a intensas e infructuosas
torturas de lavado de cerebro.
El
mediático Steven Pinker abandera esta lucha. En su más que discutible best seller, La tábula rasa abogaba por el determinismo genético. Los seres
humanos somos egoístas, aunque no necesariamente malvados y, lo más importante,
diferentes unos a otros, lo que justificaría la diferencia de las fortunas no
como resultado de una educación que no puede sacar de donde no hay, sino por
efecto de las diferencias genéticas. En su discurso hay supuestamente buena
voluntad, no se trata de dejar a su suerte a los más desfavorecidos, sino en
encarar realmente la causa de las desigualdades y no malgastar los recursos en
programas y ayudas que no consiguen resultados. Este planteamiento requeriría
al menos un par de paginitas más para discutirse en profundidad. En su
siguiente libro, Los ángeles que llevamos
dentro (The Better Angels of Our Nature) sostiene que es el Estado
de corte hobbesiano el responsable de un supuesto declive de la violencia en
los últimos tiempos. Junto a él, el comercio, el cosmopolitismo y una
feminización de las sociedades occidentales.
Lo que
de bueno tenemos es por nuestra voluntad y nuestro intelecto. Lo malo, echando
balones fuera, es por nuestros genes. Frente a esta tajante postura quiero
recordar a mi maestro Luis Castro Nogueira, quien ardientemente sostenía que los
seres humanos evolutivamente hemos desarrollado un modo de aprendizaje –assessor–
por el que nos valemos de la aceptación o no de nuestros congéneres. Lo que nos
hace humanos, naturalmente humanos, es la predisposición genética hacia la
empatía, a considerar la mirada del otro como un refuerzo, a vernos reflejados
en el sufrimiento y en la alegría. La cultura puede crear microclimas de
felicidad, pero es la genética la que hace posible que esa atmósfera nos
influya. Existe una naturaleza humana, la que permite que tengamos cultura
humana.
No
existe un pecado original al que culpar de nuestros egoísmos, tampoco podemos
sentirnos tan altaneros al admirar nuestros triunfos. Todos, como especie, hemos
sido capaces de lo mejor y lo peor. Nuestros genes y nuestra cultura nos
inclinan hacia el cielo o hacia el suelo. Como tan bellamente lo transcribió de
Dios mismo el humanista Pico della Mirandola
-Oh Adán […], no
te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú,
como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la
obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las
bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son
divinas.
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