Estamos
asistiendo a una crisis importante con los refugiados. Una crisis
principalmente para todos los que desde Siria o Afganistán se ven expulsados
por una guerra que dura ya demasiado. No son emigrantes, nos dicen, son
refugiados. Como si huir de una miseria total desde Mali, país azotado por la
violencia como el que más, fuera una categoría distinta a la de escapar de la
guerra civil en Siria.
Nos
recalcan que muchos son como nosotros, de una clase media, con sus trabajos, su
vida cotidiana similar a la que podemos tener aquí, pero que la desgracia de la
guerra los hace recoger lo poco que pueden cargar y aventurarse a cruzar medio
continente para buscar seguridad. Y no falta quienes les acusan de codicia, de
quererse aprovechar de la opulenta vieja Europa y sus ayudas. Hay que ser
rastrero.
En el
fondo, aunque no en la forma, es por lo que se han decantado la mayoría de los
gobiernos europeos, comenzando por el nuestro. Para azuzar más el miedo siempre
viene bien sacar a relucir la posibilidad del terrorismo, amenaza difusa donde
las haya, la miseria económica, incluso la poca estética de estas pobres gentes
que huyen, que afean las estaciones de tren. El caso de Hungría, por lo que nos
cuentan, es especialmente duro.
A
Grecia, que nació para martillo, del mar le caen más clavos, Turquía y el
Líbano están más que saturados. No hubo problemas mientras que se apiñaban
millones de refugiados en esos interminables campos del desierto. Ahora es
cuando nos molestan en la conciencia.
Si te
gustan los refugiados, métetelos en tu casa, gritaban algunos. Y eso han hecho.
La ciudadanía ha estado por delante de las autoridades mostrando la
solidaridad, ayudando a pasar fronteras, llevando comida, ropa, ofreciendo sus
coches y sus casas. Esta lección queda muy por encima de rastreros como la
famosa reportera húngara que pateaba y zancadilleaba refugiados.
Todavía
se me encoje el corazón con la fotografía, probablemente preparada, del pequeño
Aylan Kurdi. Mucha emoción en ese niño que parece dormido. Y como a mí, a
muchísimos más les ha conmocionado la tragedia, aunque supiéramos que miles de
niños estaban y siguen sufriendo en la guerra, ahogándose en pateras, muriendo
de fiebre en campos de refugiados. Pero todo tiene un límite. Muestras de
solidaridad a gran escala surgieron en toda Europa.
Y en
ese momento las autoridades políticas cambian el discurso. Ahora toca el
Welcome Refugees! De ayuntamientos a las más altas autoridades europeas la
xenofobia torna solidaridad. Que Mariano Rajoy cambie y donde dije digo digo
Diego es extraño, porque casi nunca dice nada, pero ahora acata
responsablemente, sensatamente, las órdenes de los señoritos de la Unión
Europea.
Siguen
las voces que intentan camuflar sus miedos con discursos pretendidamente
solidarios, que si hay recortes, que si hay pobreza en España, que si eso de
acoger refugiados es postureo progre... que no se trata de abrir fronteras por
abrir, que primero nosotros y luego ya veremos. Si tanto les importaban los
recortes, ¿por qué no estaban en las calles protestando? ¿Por qué no han votado
en contra de quienes realizan los recortes? Si no quieres guerras, no les
vendamos armas, no nos encarguemos de crear y alimentar los conflictos, porque
en Siria se aprovechó la Primavera Árabe, la necesidad de Rusia de contar con
aliados en el Próximo Oriente con la necesidad de Estados Unidos de tener un
enemigo tangible, en este caso el Estado Islámico, y una guerra que mantenga en
marcha la industria armamentística…
Por lo
visto hay que tener un certificado de residencia, unos genes en rojo y gualda
para poder recibir las migajas de ayudas solidarias. Menos mal que los
españoles nunca hemos tenido que emigrar, ni por causas económicas ni huyendo
de una guerra civil…
Y los
países árabes, ¿por qué no los acogen? Esta derivación es fantástica porque así
pueden resonar los prejuicios contra la religión. La islámica, por supuesto,
porque nosotros, los católicos somos mejores, más tolerantes y caritativos.
Sinceramente, no tengo ningún aprecio a estos países gobernados por dictaduras
teocráticas, a las que tenemos que adular para mendigar su petróleo. Lo que más
me indigna de estos discursos es que vienen en su mayoría de sectores
conservadores, de los que se quejan de que desaparezca la religión de los
colegios, de quienes debían vender todo lo que tienen y dárselo a los pobres,
coger su cruz y seguir al nazareno. Esos que hablan de caridad cristiana y no
tienen la más mínima decencia humanitaria. ¿Qué pasaría tras una inundación o
un terremoto, dejaríamos de conceder ayudas de emergencia porque hay que pagar el
rescate a los bancos o los subsidios a los parados de larga duración?
Me
asusta pensar que los políticos no digan lo que dicen porque lo piensen
realmente, sino porque aspiren a ser aclamados por la multitud. Y así parece.
Al principio, enarbolando la bandera de la xenofobia, luego la de la
solidaridad. Manejando su política a golpe de encuesta.
No
obstante es interesante que esto suceda, porque demuestra que los políticos nos
necesitan, tienen que contentarnos, más allá de difundir mensajes canallas y
miserables que nos enfrenten a unos contra otros. No creo que nadie, por mucho
gabinete de prensa y muchas televisiones nacionales y autonómicas, pueda
hacernos cambiar de idea sobre algo, pero sí que pueden despertar nuestros más
bajos instintos o pueden apelar a nuestro corazón solidario y humanitario. No
les dejemos que puedan subsistir alimentándose de nuestros miedos, de nuestros
rencores y nuestro odio.
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