Casi
como cualquier actividad humana, la movilización política puede basarse en dos
tipos de motivaciones. Por un lado está la reacción, como los famosos motines
del Antiguo Régimen, o el representado de manera canónica por Eisenstein en El acorazado Potenkim o en la revuelta
de los esclavos de Espartaco de
Kubrick. Es el grito, muchas veces incontrolado y sin objetivo claro, de los
que están oprimidos. La otra motivación es la de las aspiraciones, los valores
y objetivos, la utopía.
Precisamente
hoy celebramos el aniversario del movimiento 15M. Las asambleas coincidieron
con la aparición del famoso manifiesto ¡Indignaos!,
de Stéphane Hessel. La indignación fue tomada como revulsivo, como
motivación principal para la acción política. El sentimiento de indignación
también era importante como sentimiento moral para Adam Smith, permitía la
identificación con la víctima y era un control para la acumulación desaforada
de riquezas
En el
volumen de García Ruiz, la motivación política no aparece como respuesta a una
injusticia, sino como una serie de valores a los que aspirar. Su propuesta
consiste, según el subtítulo, de proponer una “emancipación ilustrada”, y
parte, por supuesto, del famoso opúsculo de Kant, ¿Qué es la Ilustración? La liberación del hombre de su culpable
incapacidad para servirse de su inteligencia sin la guía de otro. El gran
acierto de Alicia García Ruiz es superar una cuestionable visión que entiende
la Ilustración como el despotismo de la Razón.
La
famosa crisis de los valores está, evidentemente, desenfocada. Quizás no haya
existido un periodo de tiempo en el que los valores políticos estuvieran tan
claros como después de la Revolución Francesa. La libertad, la igualdad y la
fraternidad. La historia de las ideas políticas tras estas revoluciones
liberales es, en cierta forma, la historia de las redefiniciones sucesivas de
estos tres conceptos.
La
libertad es analizada a través de las aportaciones de Hannah Arendt. La
intención primigenia de los revolucionarios americanos consistía en la
posibilidad de que cada hombre pudiera actuar sin los impedimentos y las constricciones
del poder. Es la llamada libertad negativa, que la define como un espacio de
acción fuera del control del Estado. García Ruiz intenta aprovechar la
aportación teórica de Gramci y Lefort para desarrollar el pensamiento de Arendt.
Lo realmente movilizador es la ilusión por lo nuevo, la denominada “ideología
revolucionarista” que concebía la libertad como una conquista colectiva, no una
liberación individual respecto a las opresivas formas políticas del Antiguo
Régimen. Se trataba de fundar un sistema político a partir de la voluntad
colectiva, una libertad en común. El problema es que no se han articulado
espacios comunes y se ha recluido al individuo en la esfera privada. Es decir,
se considera a las personas como propiedades. El aspecto de lo común es
fundamental, “no es lo mismo amar la libertad que odiar al amo”, decía
lúcidamente Arendt. Como hemos sostenido alguna vez, necesitamos a los demás
para poder-hacer: los demás pueden ser los enemigos de nuestra libertad y, a la
vez, los instrumentos para lograrla.
Foucault
dio buena cuenta del poder creador y no meramente represor del Estado. Sus
enseñanzas han sido bien aprovechadas en el plano microsocial, pero también son
aplicables a escala macro. No sólo se trata de estabilizar la libertad
conquistada, no es sólo la liberación respecto del poder opresivo, se trata de
instituir nuevos poderes del pueblo, crear más poder. La Constitución no debe
tener el sentido negativo, sino ser la fundación y distribución del poder, como
decía Jefferson, poder controla a poder. La experiencia comunitaria tiene, o
debería preservar, el derecho de interpelación de la comunidad hacia las
instituciones, las demandas dirigidas a los delegados en las asambleas
legislativas. Sin embargo, la consolidación de las estructuras de poder lleva a
la propia y mera conservación de las mismas que se consigue gracias a la gran
mentira política, la también llamada falsa conciencia o autoengaño
La disidencia
de las minorías se convierte, entonces, en uno de las piezas claves para la
salud del sistema por cuanto escapa a esa gran mentira global. El problema
consiguiente es organizar y legitimar la desobediencia civil como acto supremo
de libertad y soberanía individual. Es muy difícil encajar en las leyes la
desobediencia civil y la objeción de conciencia, puesto que se supone que la
propia ley se basa en la aspiración común de los ciudadanos pero es necesario
el disentimiento. Como decía el gran Juan de Mairena, el diablo no tiene razón,
pero tiene razones, y hay que escucharlas todas en una república democrática.
El
segundo valor clave es la igualdad, bastión esencial de la llamada izquierda
política. Pero, como decía Lenin, ¿para qué queremos libertad si antes no nos
hemos asegurado la igualdad de los ciudadanos? Ambos conceptos, realmente están
tan ligados que Balibar prefiere el término egaliberté.
En el origen de las revoluciones burguesas estaba la propiedad, no sólo como
derecho inalienable, sino también como justificación, como condición básica,
para la participación política. La expresión común “hablar con propiedad”
tendría ahora otro sentido, porque el que no tiene propiedades no puede hablar,
sólo puede interpelar el propietario, el que ya tiene el poder. Las prácticas
de igualdad se basan en la visibilización de casos concretos de desigualdades
para, precisamente, acabar con ellas. Es la visión “en positivo” que Rancière
aplica a la igualdad: No es que queramos ser iguales, sino “somos iguales y
vamos a actualizar este enunciado”.
Sin
embargo, Balibar sostiene que en la Declaración
del hombre y del ciudadano, ambos términos son considerados equiparables. Intenta
demostrar que precisamente la separación de ambos, hombre y ciudadano, es lo
que acarreó efectos de dominación, precisamente lo que ha sucedido tras la
Revolución Francesa. Hay que plantear, a partir de la Declaración, la politización
de la libertad e igualdad, los marcos de una reivindicación constante de derechos,
por muy frágil que sea el sistema.
El
término fraternidad, por último, es el menos reivindicado por los partidos
políticos. Es más, su ámbito ha sido sustituido por la solidaridad. Sin embargo,
en esencia son distintos enfoques. La solidaridad consiste en crear un vínculo
duradero, in solidum, mientras que la fraternidad parte de la consideración de
que todos compartimos el afecto por ser hermanos. Rawls también concede a la
fraternidad una concepción política,más allá de su dimensión emotiva. Este
concepto entronca con las llamadas éticas del cuidado, una especie de corrección
del azar que coloca a unos y a otros en desventaja natural. A pesar de las
teorías pretendidamente bio-psico-evolucionistas de Steven Pinker, el ser
corregible no es un defecto, sino una virtud, en principio porque todos somos
vulnerables, como individuos y como grupo, que es a lo que se refiere el
término sostenibilidad. La etimología
del individuo absoluto en el sentido de “carente de relación” es una
construcción social sobre la que gira nuestra civilización. Hay que proponer
otro imaginario, mucho más basado en la realidad de interrelación comunal. Como
podría decir Sloterdijk en un sentido algo distinto, nunca somos uno, somos varios,
incluyendo cada daimon que está a
nuestro alrededor.
Mirando
la sociedad casi desde el margen, el pensamiento feminista ha logrado detectar
las exclusiones en nuestra tradición intelectual. Así se amplían el continente
de derechos, incluyendo mujeres, pobres, marginados, enfermos, incluso aquellos
que carecen de racionalidad, dotándoles de una dignidad. Como dice Brugère, “hacer
recíproco un mundo asimétrico”, no sólo desde el voluntarismo de la caridad
individual, también implicando políticas públicas. El capitalismo está
expropiando, dice García Ruiz, esa riqueza colectiva por sustituir las
políticas del bienestar social con el voluntariado.
Lo que
sí debe quedar claro es que los tres conceptos, libertad, igualdad y
fraternidad no son principios abstractos, sino que, se deben entender como
prácticas. No se reclama la libertad, se actúa libremente, como el movimiento,
que se demuestra andando. Un volumen este que aboga por una emancipación en la
que el “pueblo” concepto constantemente reinterpretado, sea capaz de tomar la
iniciativa en un debate político nunca totalmente clausurado.
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