Son fechas de ferias y fiestas. Hemos pasado por la Semana
Santa y el clima, una vez que pasen estas tormentas primaverales, provocará salir
a la calle y a dar paseos por la naturaleza. El fin del invierno ha dejado paso
a estas temperaturas que incitan a dejar piel descubierta. La vida bulle y los
espíritus se muestran inquietos. Pero más allá de todos estos condicionamientos
climáticos está la fiesta, la tradición y la costumbre.
De sobra es sabido que no soy muy aficionado a los deportes
de riesgo, como el puenting, el running o los cacharritos de la
feria. Incluso soy fieramente combatiente contra los deportes, esos que hacen
que las multitudes lleguen al éxtasis cuando su equipo pasa de fase en un
campeonato o aquellos otros que fascinan sólo a una minoría de fieles que se
congregan religiosamente en cada evento deportivo. Las multitudes tampoco me
hacen chiste, las miro con curiosidad académica, como si viniera de un planeta
de marcianos solitarios que abren los ojos incrédulos ante las calles
abarrotadas como ríos pausados con pancartas o con cirios.
En principio, es habitual decepcionarse cuando has puesto
demasiadas expectativas en una celebración. Llevas meses pensando en la fiesta
del final de curso, en el crucero para el que llevas ahorrando varios años, en
el festival de verano o en la boda de tu mejor amigo. Pero, cuando llega el
momento, las cosas no salen como habías previsto. El vestido no es tan deslumbrante,
las conversaciones se vuelven sosas, no hay oportunidades de ligar, bebes más
de la cuenta y lo único que consigues es la boca pastosa y el consabido dolor
de cabeza. Una ruina total. Las fiestas de fin de año arrasan en el palmarés de
frustración post traumática. Entre otras cosas, porque hay una al año, hay una
oportunidad anual de sobrepasarte en las expectativas.
Las vacaciones poseen, además, el aliciente de que se
comparten en familia y duran mucho tiempo. ¡Si ya las celebraciones familiares
son complicadas! Podemos decir que hay un género cinematográfico. Hay películas
del oeste, de catástrofes, comedias románticas, de zombies y de cenas
familiares. De género trágico o comedia, con finales sangrientos o con
reconciliaciones milagrosas, el caso es que intentar pasarlo bien con la
familia por obligación es un deporte de riesgo. Uno espera reírse con los
cuñados y saltan a la luz los piques y las deudas que se arrastran desde que
Noé desembarcó con su arca.
Poner expectativas y la familia es mala combinación que sólo
puede acabar fatal. No significa que todas las reuniones familiares sean
siempre un desastre, hay veces que se entretiene uno, incluso que puede haber
alborozo con la compañía de los tuyos. Pero, normalmente sucede por casualidad.
Sin buscarlo. Predisponer al entusiasmo es casi siempre sinónimo de falta de
júbilo.
La feria o la playa son momentos preparados para el goce,
desenfrenado uno, pausado y relajado otro. Pero requieren, casi como condición sine
qua non, pasar muchísimo tiempo a la espera, como el cazador o el surfero
que está al acecho del momento perfecto. Siete horas de recinto ferial, de
caseta en caseta, para que, en un instante mágico, alrededor de un plato de
pimientos fritos, encuentre uno la felicidad. Unos bailecitos, un montaíto
de filete y un rebujito bastan para alcanzar el paraíso caduco de la
alegría. Si no fuera por estos ratitos...
Uno de las puñeterías, si me permiten la expresión, de estos
puntos espacio-temporales es la tendencia paradójica que une el final con lo
mejor. Si tenemos que terminar el jolgorio a una hora determinada, ese será el
mejor momento de la fiesta. Aunque llevemos en una playa paradisíaca desde las
nueve y media de la mañana, lo mejor está a las diez menos cinco de la noche,
cuando tenemos, sin falta, que recoger los bártulos porque no vemos un
pimiento. Ahora es cuando se está bien aquí. La cenicienta y los adolescentes
con toque de queda saben a lo que me refiero.
Y, por supuesto, la paradoja también funciona al revés. Igual
que siempre llueve cuando planeas una excursión, hay un tiempo espléndido
cuando te pones enfermo o tienes deberes a los que no puedes faltar. El fin de
semana que te quedas en casa, saboreando el pijama con la goma gastada y la
camiseta ancha, ese es el que tus amigos te sitúan en el top ten de la
juerga. Ese fin de semana conocen a alguien famoso, a un nuevo amigo increíble
que sólo está esa noche, sucede lo inesperado y te regalan chupitos de
bebida. Justo cuando decides abandonar la estúpida costumbre de salir los fines
de semana por obligación. La vida es paradójica, y no me vale el consuelo del
sesgo cognitivo del que hablan los psicólogos. No es que sólo me acuerde de los
malos momentos propios y de los buenos de los demás. Es que sucede así.
Sé que no soy el único al que le molesta la idea de que la
diversión tiene que venir en unos días señalados. Somos legión los que nos
sentimos coartados en esa obligación de gastar dinero, energías e ilusión en
fechas señaladas. Esparcimiento y jolgorio por decreto. Además, pasarlo bien es
carísimo. Hay que compensar la falta de oportunidades con dosis cada vez
mayores de alcohol u otras sustancias que suponen un peligro para el equilibrio
mental y físico.
Imagino que será el snob que llevo dentro, pero es que
muchas de las celebraciones se me antojan de un catetismo rancio, que supongo
que sólo me pasa a mí porque las veo de fuera. Pero es que todas estas fiestas
tan organizadas, con tanta tradición a cuestas, se suelen acompañar de una
música infame, repetitiva, cansina. Y si no tienen música propia, entonces es
la catástrofe, llega el reggaetón. Y lo peor de las catástrofes: que se
solapen ambas músicas.
No sé, estoy empezando a creer que no me gusta la diversión.
Pero no quiero que se malinterprete, no me molesta que los demás disfruten. No
soy un puritano que goza con el sufrimiento ajeno. Al contrario, me parece
genial que los demás sean capaces de pasarlo bien en cada minúscula
oportunidad, solos o en compañía. Quizás con el tiempo me acabe convirtiendo en
el típico viejo cascarrabias al que le hierve la sangre cuando ve a alguien que
está riéndose o disfrutando de la vida. En realidad, para eso ya tengo mi
oficio, el de profesor, en el que se me exige ejercer el control y se aconseja
dosificar el sufrimiento como método de trabajo, que nadie puede pasarlo
medianamente bien y no pueda hacer otra cosa que aburrirse.
Muy gracioso y muy real, ya lo creo.
ResponderEliminarGracias, Daniel.
ResponderEliminarComplicado hacer lo que realmente se desea cuando no se vive solo. La independencia conlleva libertad para ir a contracorriente y hacer o no hacer lo que realmente te apetece. De todas formas, hay gente que disfruta con tales fiestas, costumbres y tradiciones. A mi me gusta saber que hay gente como yo. Suscribo cada una de tus palabras y me reconfortan. Y una cosa que también es verdad: el día que ni sales, te has perdido lo más grande.....
ResponderEliminarParece mentira, pero es muy triste que para ser libres haya que estar solo. Yo me alegro de que tanta gente disfrute, sea con las fiestas tradicionales o con las inventadas, por eso defiendo el Halloween en España, aunque no me guste. En este mundo tan jodío, todo jolgorio es bienvenido. Gracias por tus palabras, María Ascen
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