En el universo
de las emociones cada hombre es un mundo y, en ocasiones, una isla. Cada cual
tiene sus propios sueños y resulta paradójico el poco interés que nos despierta
el sueño de los demás frente al entusiasmo que ponemos cuando decidimos
compartir los nuestros. Las palabras torpemente intentan recrear lo onírico y
si de por sí son aquellas insuficientes en el mundo convencional, para la
complejidad y falta de lógica de los sueños se ven absolutamente desbordadas.
El caso es que cuando nos decidimos a narrarlos normalmente es porque nos han
supuesto una emoción muy intensa que no se corresponde en absoluto con los
mensajes que apenas balbuceamos a nuestro interlocutor. Sólo comprobamos con
desilusión su desgana. No es completamente culpa de nuestra falta de habilidad
como narradores, ni es totalmente la incapacidad del lenguaje para hacerse
cargo del reflejo de lo que trascurre en nuestro interior, se trata,
sencillamente de que el sueño toca unas fibras a las que sólo tenemos acceso
nosotros. Nos resultan tan perturbadores porque entroncan con los más remotos
deseos y frustraciones, con nuestra psique más básica. Y a ese núcleo central
de nuestra personalidad difícilmente tienen acceso los demás. Tampoco es culpa
suya.
La nostalgia, en cambio, es una
especie de ensoñación en cierta manera colectiva. La fascinación que ejerce el
pasado tiene mucho de arcaico, de arquetipo de la formación del núcleo más
interno de nuestra persona. El pasado, nuestra niñez, se tiñe de sepia para dotar
a los recuerdos de una sentimentalidad agradable, unas emociones intensas y
cálidas, pero, cuando se trata de la nostalgia, esas emociones son inofensivas.
La nostalgia nunca versa sobre los traumas sino abarca juegos, paisajes descoloridos
como las fotografías en una caja de lata. Un dolor amable al que recurrimos para
buscarnos a nosotros mismos. La nostalgia está hecha del material con el que están
fabricados los sueños. Canciones que hemos tarareado en nuestra adolescencia
con cierta vergüenza se convierten en memorables hitos de nuestros ritos de
paso. Juguetes, portadas de libros, anuncios… nos retrotraen a un estado de
ánimo en el que perdonamos los deslices y las crueldades que cometimos como
simples chiquilladas, los afectos, en cambio, nos dan mucho pudor, como saber
que idealizábamos a actores o cantantes. Nos arrepentimos más de nuestro fervor
por Mazinger Z que de haber quemado con un mechero a una mosca en la ventana.
Hay una nostalgia colectiva que se conjura en
las reuniones de antiguos alumnos, en las cenas familiares o en los pregones de
las fiestas populares. Son el momento de rememorar los paisajes de un mundo que
compartimos y que ya no existe. No tiene sentido buscar lo que nos enfrenta en
el hoy diario, preferimos echar la vista atrás y preguntar por una tienda que
hace lustros que cerró, por el precio irrisorio de las chucherías, o por las
excentricidades del profesor de ciencias. Una manera de construir, también, la
identidad del grupo, de montar un puzle con incompletas piezas sueltas.
La memoria colectiva parte de unos objetos
que se convierten en símbolos, como son los monumentos, ya sean los oficiales o
los accidentales. Monumentos para la memoria son los horribles monolitos y las
cancelas del bar donde había que esperar una hora para llegar a la barra
durante las fiestas. Esta nostalgia colectiva tiene sus propias normas de
construcción, obedece a unos rígidos cánones para el recuerdo. No sólo porque
tiene que contar con el mínimo común denominador para ser recordado por todos,
también porque se construye una tradición y las tradiciones cuentan siempre con
guardianes celosos que velan por la ortodoxia.
Momentos de celebración colectiva, los juegos
florales, los pregones, las exaltaciones, la publicación de memorias ofrecen el
reflejo más canónico de la creación y conservación de la nostalgia colectiva
como el sueño de una identidad para un pueblo. En estas magnas ocasiones se
congregan los fieles amantes de la localidad, en estas celebraciones se escoge
a un personaje que debe conmover a estos fieles a partir de un pregón,
alternando originalidad y continuismo. Tienen que mantener el equilibrio entre la
fidelidad unos estándares de retórica y encontrar una manera original con la
que emocionar a los congregados.
Y no sólo es cuestión de hacerlo con las
palabras de la tribu, tienen que aparecer, casi obligatoriamente, los “monumentos”
de la memoria colectiva, aquellos aspectos de los que el pueblo se enorgullece,
se mantengan o se hayan perdido. Si están en peligro, mejor, porque así se
emociona el público y se mueve a conservarlos: ciertos vocablos, retazos del
tejido urbano, antiguas profesiones, juegos infantiles…
Hablo por mi pueblo, Rota, muy especial en
muchos sentidos. Nos gusta pensar que somos conocidos por nuestras calabazas,
pero mucho me temo que estamos en el mapa por albergar una base naval fruto del
tratado con los Estados Unidos en 1953. La relación entre las dos comunidades
no ha sido de total identificación, en cierta manera nos hemos comportado a
espaldas una de la otra. Eso no quiere decir que no tengamos una memoria sobre
la Base naval y sobre los americanos, vocablos como “chopatrol” o “pica”
designaban en nuestra niñez a la patrulla costera (“shore patrol”) o al furgón
de la policía militar que recogía (“pick up”) a los borrachos y pendencieros.
No es arriesgado pensar que marcaron nuestra
identidad los productos que llegaban de los americanos, como aquellos
bolígrafos negros con una faja de aluminio del US Government de la misma forma que los dulces de Cositas Buenas, el vendedor ambulante
que nos deleitaba con las sultanas y los borrachos. Estos recuerdos de los
americanos no suelen aparecer en los pregones, como si la memoria los hubiera
borrado, no merecen estar junto a los amaneceres con la imagen del Nazareno en
el antiguo muelle, o las correrías para alcanzar los higos en las parcelas de
un vecino cascarrabias.
Parece que no cabe duda de que hay una idealización
de la nostalgia, unos patrones específicos que tienen que activarse y otros que
suprimirse para dar coherencia a esa identidad colectiva que nos afecta a los
habitantes del pueblo. Es curioso comprobar cómo todos los pueblos acaban
pareciéndose en sus tradiciones y en sus semblanzas, sólo hay que cambiar los
nombres y los apodos y son intercambiables los pregones. Hay, podría decirse,
una política común, una estrategia establecida para hacer resonar los corazones
y hacer saltar las lágrimas de emoción de la nostalgia. La nostalgia oficial se
convierte en un cliché de emociones aprendidas.
Pero, como decíamos al principio, los sueños
propios pueden ser muy intensos en emociones para el soñador mientras que, para
el oyente, normalmente, son tremendamente prosaicos. Así las tradiciones
propias y las ajenas, así la nostalgia.
No te lo vas a creer, pero dando la vuelta al parque, en una mañana luminosa de otoño, algunos arboles ya tocados con la navaja de octubre, hemos hablado sobre lo que tú escribes tan acertadamente y con tanta hondura. Me alegro que de alguna manera te haya "inspirado" un texto de HB. Luego, con calma, voy a ver si pongo en claro la conversacion que hemos mantenido mi Amo de llavez y yo y que tú, en la lejania y por escrito, has formado parte. Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias por incluirme en vuestra conversación, sin duda mucho más interesante. Intentaré sentir el otoño en ese parque de la ciudad que tanto me fascina
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