Querámoslo
o no, la vida está plagada de problemas, de conflictos, de enfrentamientos. A
veces, es verdad, lo sensato es dejar pasar el tiempo. La tristeza que se
recoge en una tarde de otoño no necesita más que un sueño reparador para
comenzar una semana cargado de energía. Los nervios ante una resolución no
tienen más que el tiempo como medicina. Otras veces, en cambio, el conflicto se
va enquistando y se hace imprescindible tomar medidas.
Demasiadas
veces preferimos decir las cosas a la cara, con honestidad brutal –que suele
tener más de brutalidad que de honestidad–, pensando que nos van a escuchar, y,
directamente, se van a caer del guindo. La sanación por medio de la palabra, y
si hay unos llantitos, mejor. Eso es que escuece, como cuando se echa agua
oxigenada en una herida. Si no duele, no se cura.
El tipo
de respuesta va a depender de tantos factores que sería imposible repasarlos
todos. Hay estanterías reservadas en las grandes librerías para recetarios
sobre cómo cocinar conflictos. Muchos aparecen en los medios con sus métodos
peculiares para afrontar estos desafíos. En general, me temo, no solemos contar
con ayuda profesional, tampoco nos fiamos de los expertos, o, al menos,
interpretamos a nuestra manera lo que suponemos que nos han recomendado.
La
manera que tenemos de aprender los comportamientos sociales me temo que es
mucho más informal, más heredera de nuestros entornos familiares y de nuestros
iguales… hasta que llegó la televisión. Creo que no podemos hacernos la idea
aproximada de hasta qué punto se convierten en nuestros iguales los personajes
de la pequeña pantalla. Se hacen tan cotidianos que parece que los conocemos
personalmente, identificamos al actor con el personaje a pesar de que no somos
los espectadores ingenuos de los años 50. De la televisión aprendemos cómo
vestirnos, cómo hablarle a los otros, a no fumar o cómo gestionar las
relaciones en el trabajo o con los hijos.
A
veces, las decisiones de lo que aparece en pantalla son meramente producto de
las necesidades de escenificación del medio. Por ejemplo, la manera que en la
que se sientan a la mesa para que todos puedan aparecer a la vez en el mismo
plano, en lugar de sentarse en corro, que dejaría a algunos actores dando la
espalda a la cámara, condiciona la disposición del escenario. Lo curioso es
que, a veces, esas decisiones acaban por influir y ser imitadas por la
audiencia. En las series, especialmente las que duran 25 minutos, exigen una
resolución de los conflictos en poco tiempo, teniendo una estructura de
presentación, nudo y desenlace especialmente rígida. Hay muchas otras en esta
segunda era dorada de la televisión que permiten planteamientos más elaborados
y técnicas narrativas más complejas.
Creo
que podemos distinguir dos tipos de resoluciones de problemas, las que se basan
en un proceso lento de cambio, con pequeños avances y algunos retrocesos; y los
que pretenden un cambio radical en muy poco tiempo, que abogan más bien por una
catarsis. Los primeros tienen un desarrollo levemente espectacular, sólo se
aprecian los cambios cuando se echa la vista atrás y se es consciente, como
cuando se miran fotografías del pasado, que ya no somos los mismos, y que hemos
cambiado de color y de forma de pelo, de cintura y de viveza en los ojos. Desde
el punto de vista de la narración televisiva, son muy poco atractivos, son más
propios de cambios de equipo de guionistas a lo largo de varias temporadas. Son
también poco satisfactorios, porque no parece que se haya cambiado, ni que se
hayan solucionado los enfrentamientos, sino que más bien se han enquistado y
nos hemos acostumbrado a llevarlos con nosotros.
En
cambio, la catarsis es más provechosa a primera vista. Más lucida, más
emocionante. No sé si el imaginario del psicoanálisis habrá tenido que ver –ya José
Luis Pardo me avisó que tengo una imagen un poco paródica de los
psicoanalistas–, pero qué bonito es percibir las lágrimas y la toma de
conciencia en vivo. Notar cómo los sentimientos afloran y se desbordan, cómo
salen a la luz los conflictos latentes, las envidias reprimidas, los deseos
ocultos. Y después, una vez puesto sobre el tapete lo que era el núcleo de la
discusión, todo trascurre en paz y tranquilidad, ya no hay necesidad de volver
sobre el tema, no hay nuevos reproches, no hay ningún escollo que empañe la
tranquila sucesión de los días. Un prodigio de la naturaleza. Llantos, abrazos,
perdones, fin. ¿Qué más se puede pedir?
No sólo
es atractivo este modelo porque se puede desarrollar en una obra de teatro o en
un episodio de media hora, es que cualquiera podría aclarar su destino
simplemente provocando un trauma controlado en una reunión familiar, en un bar
con amigos, en la habitación de un adolescente. El despertar de la conciencia
de los actores, por sí mismo, pondría en marcha los mecanismos que tenderían a
la disposición a arreglar las cosas. Puede ser duro escuchar los reproches,
pero hay amor de por medio y un golpe en la mesa coloca las cosas en su sitio.
Arreglar los asuntos como se sintonizaban los televisores antiguos, con un porrazo
bien dado.
No dudo
que quizás haya ocasiones en la que decir descarnadamente las cosas a la cara
sea el paso necesario y suficiente para solucionar una disputa. En cambio, probablemente,
si la cuestión reside en hábitos y en actitudes, es poco esperanzador que se
mantenga el cambio con el tiempo. Las estrategias dedicadas a buscar la catarsis
no es que sean fáciles, pero sí tienen la ventaja de que son directas y
rápidas. Casi como una sentencia de un tribunal.
El
problema es que una sentencia, un montón de pañuelos mojados y unos abrazos no
suele acabar con años de comportamientos egocéntricos, con hábitos de clase o
con complejos internos. Quizás sirvan como recordatorio de que estamos ahí,
juntos, pendientes unos de otros, y que hacemos más daño del que queremos
reconocer, pero difícilmente podamos contentarnos con escenas de Quién teme a Virginia Woolf por muy
intensas que sean.
Los
cambios en las personas son mucho más lentos, requieren de concesiones y de
perdón, de a aceptar mutuos compromisos para que, a la larga, se reinstaure una
paz, que será frágil y momentánea, porque volverán a surgir otros motivos para enconarse.
Curarse y curar las relaciones es un arte demasiado complejo. Ojalá supiera yo
algo de ese tema.
Pues yo creo que por saber, nos das algunas claves.
ResponderEliminarMuy entretenido, ameno y aleccionador artículo. Me ha encantado.
Gracias, Rosa, tu amabilidad siempre por delante.
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