domingo, 6 de noviembre de 2016

Feliz de ser un muggle



Con la ilusión de ir haciendo amigos y poseído por el espíritu de los filósofos más in, he decidido darle una nueva oportunidad a Harry Potter. Recuerdo que fui a verla al cine cuando se estrenó y que me pareció una cinta aburrida y muy confusa. No me terminaba de quedar claro ni el argumento (me perdí en el macguffin) ni la personalidad de los protagonistas. Nunca entendí en qué consistía el aura del chico con las gafas. Por un lado parecía un tímido empollón, sin sangre en las venas, más propio de recibir collejas que de liderar a un conjunto de magos. Por otro lado aparece como avezado aventurero al que no le pueden ninguna de las amenazas, valiente y decidido. Su espíritu no concuerda con su rostro. Y no es porque la serie de películas traicionara el universo de J. K. Rowling, que en las cubiertas de los libros de la saga el aspecto de Harry es el mismo.
                Que no me gusten películas pensadas para adolescentes y frikis no debería preocuparme, el tiempo pasa y estoy orgulloso de ello, pero, aun así, decidí aprovechar su pase por televisión para analizar mi claro aburrimiento hacia el chico de la marca en la frente. Lo hice con el afán investigador de comprender el éxito tan generalizado de estos personajes. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.
                Creo haber comprendido que Harry Potter es una buena metáfora de estos tiempos post-capitalistas. Por muchas razones, empezando, como no podía ser de otra forma, por la seducción que produce el chico en los demás. Siguiendo los dictados de la teología del talento de la sociedad abierta, cada cual asciende en las posiciones sociales dependiendo de su esfuerzo combinado con aquellas cualidades innatas que lo hacen merecedor de su recompensa terrena. Harry Potter es el mejor mago, pero lo que me descolocaba desde el principio es que lo es sin necesidad de demostrarlo. Es el gran Harry Potter, dicen todos cuando lo conocen, y así, le rinden pleitesía, adoración y le facilitan –algunas veces de manera poco justa– su paso por Hogwarts. Como en el feroz mundo capitalista, los que tienen su cuna en las clases más altas reciben las atenciones como dignos sucesores de un talento que se les supone, merecedores de una recompensa social –y material– que todavía no han tenido ni tiempo de demostrar.
                El clasismo a la vieja usanza británica que destilan los personajes es digno del Dickens más evidente, del que copian, además, el ambiente capitalista en estado puro. A la llegada al colegio, su amigo Ron Weasley tiene que sufrir las burlas de Draco Malfoy que trata de ridiculizar sus orígenes más humildes. Los tíos de Harry, los Dursley, son muy crueles y egoístas con Harry y todo su interés es procurar que no sepa su identidad ni triunfe. Así son los pobres, envidiosos de los que tienen el poder y cuyo único afán es perjudicarlos porque sí. Aunque la Edad Media podría haber sido el topos por antonomasia para el mundo mágico, como vemos en los vestidos y atuendos de los personajes –y como soñó Tolkien–, no es de extrañar que la ambientación decimonónica cuadre a la perfección en el universo de J.K. Rowling. Realmente, la mezcla de ambos es lo más adecuado para servir de metáfora para el capitalismo. De uno se toma el paradigma estético del paisaje, del otro, el medieval, el uso de privilegios aristocráticos.
                La escuela puede dar la impresión de que se trata de algo democrático, que todos reciben la misma formación y que destacan aquellos cuyos talentos son sobresalientes, pero, inmediatamente vemos que la manera que tienen de motivar es la competición entre distintos equipos según la casa donde hayan sido adjudicados. Parece que los profesores son jueces justos, que no tienen preferidos, pero rápidamente vamos tomando partido contra los que apadrinan a Draco y simpatía por los que sienten debilidad por Harry y sus amigos. Al final, la pantomima se desvela. El director de Hogwarts, Dumbledore, acaba creando reglas y recompensas a su medida para que gane la casa de Potter. Así, las autoridades favorecen a los que están predestinados a ganar.
                Lord Voldemort, el Señor Oscuro, también tiene oscuros orígenes, nació en un orfanato. Su poder, sin embargo no es recompensado, su talento está puesto al servicio del mal, por lo que se convierte en el enemigo de los magos buenos. Su aspiración a eliminar a los de sangre sucia lo emparenta con aquellos proletarios que, alcanzando una clase social superior, reniega de sus iguales.
                El mundo de la magia también se asemeja a este capitalismo post-industrial en el que el trabajo manual no es la base de la riqueza. Los chicos estudian magia como los modernos universitarios se gradúan en Economía y Dirección de Empresas o en Informática. En ninguno de los casos trabajan en el sentido ricardiano de la palabra, no son artesanos de los que crean cosas con sus manos. Son los modernos hacedores de milagros que con un movimiento mágico hacen rentables las empresas, consiguen una app millonaria o reestrructuran la dirección de cualquier organismo. Pero, para que se produzca la magia tenemos a miles de servidores de aspecto poco humano que hacen el trabajo sucio, los que llevan el correo, sirven las mesas, construyen… La deslocalización del primer mundo aparece disfrazada en la saga de seres imaginarios monstruosos como si hubieran sufrido la contaminación de las empresas que fabrican para nuestros grandes almacenes.
                Las referencias a un mundo mágico contradicen aquella profecía de Weber sobre el desencantamiento del mundo y describen el propio del cambio de siglo en el que se rearman las religiones, florecen los fundamentalismos y vuelven a ponerse de moda las creencias tradicionales y las brujerías. Es el zeitgeist.
                Quizás no haya entendido completamente la fascinación que ejerce el chico de las gafas redondas y sus amigos, pero después de una sesión parece que todo empieza a encajar. Y si no, que venga Zizek y lo diga.

2 comentarios:

  1. Como tu bien dices, yo tampoco soy admiradora de la saga de Harry Potter, nunca he entendido a ese niño y todo el mundo "mágico" que le rodea. Prefiero, tal vez, la realidad, aunque resulte más cruda. Eso sí, me había planteado la temática de la historia en el sentido en el que lo has hecho tú, y bueno, pues tiene su sentido, ciertamente. Y aunque así lo sea, a mí el chico ese no me gusta.

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  2. Algunas veces, la verdad, es que la realidad es tan fantasiosa como películas de este tipo. Cosas más raras se han visto. Gracias por tu visita y por tu comentario

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