Lidiar con asuntos del secreto es francamente peliagudo en
unos tiempos donde conviven dos regímenes imperativos sobre el guardar o
divulgar. Por un lado, aparece como sacrosanto nuestro interior, al que nadie
debería tener derecho de acceso si no es previa autorización y con cautela, y
por eso nos escandaliza la facilidad con la que las aplicaciones informáticas
acceden a nuestros datos y la insensatez de muchos adolescentes –y no tanto–
colgando momentos íntimos en las redes.
Pero, por
otro, se impone el imperativo categórico de no guardarse nada, de contarlo
todo, a los amigos, a la pareja, al terapeuta… Hablar sin vergüenza de todo,
como el que descarga un peso insoportable. Contar las cosas es la liberación.
Es un mandamiento básico en cualquier tratamiento para un trauma. ¿Cómo
conjugar esta aporía? En una democracia, por supuesto, no debería haber nada
condenado al secreto y de igual manera nada debía tener la obligación de ser
dicho. Todo puede explicitarse, pero no existe la obligación de hacerlo. Todo
puede callarse, pero nadie obliga al silencio. Todo quizás no, porque están los
secretos que atañen a la seguridad nacional, las fórmulas magistrales de
algunos productos, el secreto de las claves de las comunicaciones o de las cuentas
bancarias, los amores inconfesables, reductos de nuestro interior a que a nadie
atañen.
Hace
algún tiempo escuché a Almudena Grandes reflexionar sobre el silencio que tres
generaciones han guardado sobre la Guerra Civil y la represión franquista. Los
represaliados y sus familiares lo mantenían en secreto por temor a las
consecuencias: se había convertido en un estigma haber sido un rojo. Los verdugos tampoco hacían gala
de sus crímenes y, poco a poco, fue desapareciendo de las conversaciones. La
segunda generación no escuchó a sus mayores hablar por cualquiera de los dos
motivos, así que también callaron. Han sido los nietos o los biznietos de los
represaliados los que han movido esto que se ha dado en llamar Memoria
Histórica, unos cuantos entre la amnesia consentida por la masa.
No
necesito entrar aquí en justificar la necesidad de reparación de estas páginas
no aclaradas de la historia. Más aún cuando defiendo que no se puede obligar al
silencio de nadie. Charlando esta semana con dos miembros de un grupo sobre
Memoria Histórica, me contaban cómo habían realizado las investigaciones. Sobre
todo, historia oral, entrevistas, charlas, que siempre intentaban documentar en
archivos, documentos, fotografías. La gente comenzó a estar dispuesta a hablar
con el auge que empezó a tener la Memoria Histórica, pero, me comentan, se
cerraron en banda en el momento que los del Partido Popular se pusieron a
criticar.
Cada
cual es libre de decir o callar, de expresar sus opiniones sobre los más
diversos temas, pero las palabras tienen consecuencias. La oleada de
revisionismo sobre el franquismo y la represión abunda en la idea de que no hay
que remover el pasado. Unos, como Reverte, planteando una falsa equidistancia:
fue una contienda fratricida porque los españoles somos así, obviando los
condicionamientos sociales de uno y otro bando. Otros, como Payne con el refrán
de que entre todos la mataron y ella sola se murió, ni unos ni otros, ni dentro
ni fuera hicieron nada por mantener la República. Intelectuales que acusan a la
izquierda de mirar sólo al pasado mientras que otros, directamente falsean los
datos: que si en Guernika no murieron tres mil personas, tan sólo cuatrocientas
noventa y tantas, porque estaba el día muy malo y no había mucha gente en el
mercado… Políticos acusando con desfachatez de buscar subvenciones cuando en
estas investigaciones, normalmente, los familiares tienen que poner dinero. Y
suma y sigue.
Se ha
escrito y reescrito la historia de la desamortización o la industrialización en
España, no hay que asombrarse que se ponga en entredicho la inmaculada Transición. Cada cual, con
argumentos y documentación puede expresar su punto de vista, con la
responsabilidad de no condenar al silencio. La cuestión es que, como en
cualquier debate historiográfico, hay que seguir investigando a escala local
para luego generalizar los resultados. Y para ello es necesario hablar con
libertad, no resucitar los fantasmas de un pasado franquista cuando lo sensato
era no entender de política. La prepotencia de muchos impide que los familiares
puedan, sin presiones, continuar su búsqueda, como si el deseo de encontrar los
cuerpos de los represaliados fuera una manera de comenzar de nuevo una guerra
civil. Subyace la idea de que, en cierto modo, merecían esa muerte, y que revivir
su recuerdo conllevara inmediatamente al conflicto. El dictador sigue en su
mausoleo, con todos los honores, mientras que hombres y mujeres comunes siguen
en fosas, en cunetas, perdidos. Unos hablaron y su voz se escucha en el Valle,
a otros se les recomienda no hablar, mantener el secreto vergonzoso de sus
familiares.
¿Qué
ganan los que critican a los que trabajan en la Memoria Histórica? Si fueran
descendientes de los verdugos entiendo que no quieran ser conscientes de las
vergüenzas de sus familiares, pero normalmente no es el caso. Verdad, justicia
y reparación para las víctimas no lleva a ninguna guerra, a no ser que te
empeñes en defender a los golpistas.
Una
fractura similar podemos observarla en el País Vasco, cuando significarse como
no nacionalista estaba proscrito. La lucha por la palabra incluía no sólo hacer
uso de ella, sino ocultar, hacer oculta cualquier otra, mostrando un consenso
falso. Tuvieron que morir inocentes y rebelarse los inocentes para que se
escuchara su discurso, para que no se mantuviera en el secreto su disidencia de
esa violenta imposición de nacionalismo colérico. La situación, con ETA, e
incluso sin ella, requiere de un valor importante porque las heridas y las
amenazas están muy recientes. Más lejanas quedan las víctimas de la represión
franquista, que no piden sino reparación. Menos hay en juego salvo un
encubrimiento fariseo del franquismo.
Decía el maestro Juan de Mairena
que el diablo no tiene razón, pero tiene razones, y en una república
democrática hay que escucharlas todas. No es cuestión de pedir permiso para
hablar, es poder hablar sin permiso. Y no todos tenemos las mismas
oportunidades de hablar, ni el mismo poder para defendernos. Es de
responsabilidad democrática permitir a las víctimas enterrar a sus muertos.
En la tragedia griega, Antígona
quiso enterrar a los suyos pese a la prohibición de Creonte. El grito de
Antígona es la voz de los que sienten a los suyos y desafían la norma que el
poder ha impuesto arbitrariamente. Fue condenada a muerte y, para evitarlo, se
suicidó. Aprendamos la lección de los clásicos. No vayamos a condenar nosotros ni
a permitir que el suicidio de la voz acabe en el silencio.
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