Raquel
Lanseros prologa este cuarto volumen de poesía del donostiarra
Manuel González. Insisto en su origen, pues, a pesar de su
residencia e infatigable labor en su tierra de acogida, Valladolid,
sigue radicando su poesía desde el paisaje de San Sebastián,
siempre San Sebastián: la
ciudad, su lluvia, la bahía, los cafés. La infancia es también la
tierra desde donde nos abre el mundo. Precisamente la adopción de
esta referencia aparece como una mayor madurez. Manuel González mira
hacia atrás con perspectiva, evalúa su presente e incluso se
aventura hacia el futuro.
Pudiera
parecer menos comprometido que en Cicatrices
en los tobillos, pero
sólo es una ilusión. Quizás abandone el tono de denuncia, pero hay
entre sus versos un mensaje comprometido muy potente: “Vista
cansada: / No me extraña. / A esa edad / había visto demasiado”
(Gafas).
La infancia del poeta sucedió en el País Vasco durante los años de
hierro, cuando había que
convivir con el miedo:
“llamar infancia al cuarto del fondo / donde se guardaban las
pistolas” (Miedo)
o “Cerraba muchos los ojos / lo hacía muy a menudo, / siempre que
podía / … / Ante los uniformes escondidos / detrás del humo de
los cigarros. / En las banderas de guerra / que ondeaban en casa”
(A oscuras).
Es
evidente que la experiencia personal del poeta es la que explica
–detalladamente– la peripecia vital y poética de la primera
parte, pero, aunque no hayamos vivido aquellos años en su piel, la
experiencia es asumible por el lector. Manuel González nos abre sus
rincones íntimos, físicos y espirituales, para que nos asomemos a
un yo poético transparente. En
la primera parte, la
infancia como incomprensible, que sólo ahora cobra sentido, sólo
ahora se entienden los miedos. “Crecía a escondidas / con los ojos
llenos de preguntas” (Niño),
“Los niños perdieron su voz de niño. / Babel no tenía idioma
para nosotros” (Pantalones
cortos), “Ponga el
destino la infancia en su sitio” (Oración).
Mira su
niñez desde la mirada del adulto, con
ecos evidentes de Gil de
Biedma, “Desde entonces / te juro amor que por las noches / la vida
me habla siempre de nosotros” (Ventana
al mundo). Ya
se han curado sus cicatrices en los tobillos: “Hay infancias con el
cielo siempre abierto / a los que no se asoma nadie” (Invierno),
había
que dejar pasar el tiempo y recurrir a la poesía como salvación.
Paz es la palabra que abunda en estas Etapas.
Y
muchas
banderas, aunque, como sabemos, la infancia es la verdadera infancia
del hombre. La búsqueda de la madurez, superar los miedos de la
infancia…: Busco
casa, Llegada.
“Seguir caminando en la vida / vestido de andar por casa”
(Zapatos viejos).
Sabemos
que hay biografía detrás de metáforas crípticas, mensajes ocultos
para alguien que los ha vivido o las entienda. El poeta utiliza lo
cotidiano, las referencias concretas a las
ocasiones, a objetos para
certificar la realidad biográfica de lo que cuenta, especie de
fogonazos, de flashes que sitúan sus
momentos. El tema del amor es transversal en todas estas Etapas
de la vida, así como la concepción de lo cotidiano como materia
prima de la poesía.
En
la segunda parte: “Ahora es distinto. / Ahora celebramos ahoras”
(Ahora es
distinto).
Como ya advertíamos en la vertiente más intimista de su poesía en
entregas anteriores, es
central el descubrimiento
del amor como una liberación: “Construyo mi casa sobre tus
hombros” (Desastre),
como redención, como “tabla de salvación” (Tabla
de salvación), y
como un conocimiento:
“Solo tú y yo entendemos el mundo / cuando nos cogemos de la mano”
(Solo tú y yo).
Muy oportuna la cita de Raquel Lanseros (“Igual que quien sujeta
una bandera / los amantes se toman de las manos”) que abre esta
segunda parte mucho más
sensual (Un
día de estos):
el juego del amor, de las
parejas incipientes, de la consolidación, como Consejo,
que
suena al Dylan de If
you gotta go, go now.
“La
vida sigue con tu permiso” (Ahora
es distinto). La
segunda parte también mira a la infancia, pero desde la madurez.
Llegan los momentos de las dudas, de las primeras ocasiones, del
amor. Con versos más
largos es el momento de
celebrar el amor, la vida
y la
poesía: Ella (Ella).
El tú tiene destinatario, una pareja actual, del pasado, el
insomnio… distintos interlocutores escuchan la voz del poeta.
La
tercera parte comienza con un verso de Luis García Montero sobre los
sueños que se corrompen. La conclusión y el futuro: “Mi herida se
cierra / Nunca estuvo hecha de puntos suspensivos” (Herida).
Después, la vida: Dos
cincuenta, Lluvia.
Lluvia, viento… tormentas, la cotidianidad de San Sebastián, su
paisaje, aun viviendo en Valladolid. Un
paisaje que puede ser asociado a la melancolía pero que en los
versos de Etapas
pueden significar la pureza de las calles limpias, el aire que viene
del mar con una invitación.
El
poeta sabe dosificar la respiración de cada poema, y la utilización
del verso corto, algunos
poemas largos, otros muy cortos, otros en prosa se
justifica por el mensaje que contienen las palabras, por el momento
que evoca. Aliento
entrecortado, frases cortas, breves, sintagmas. En
la primera parte predomina la dicción
entrecortada, ritmo pausado, heredero de Karmelo Iribarren. Versos
con oraciones simples, como piedras lanzadas en un estanque. El ritmo
de la respiración vuelve
a entrecortarse sobre todo
en la tercera parte. A veces llega
al aforismo, donde
juega con el
sentido del humor,
bastante ironía. Juega con el tono de sentirse derrotado, aunque
celebre el amor y la compañía que le salva. Antiguos amores,
recuerdos que hacen replantearse el presente, hacer balance a mitad
de la vida. El guerrero
poeta Manuel González ha cambiado de campo de batalla.
Cierra
un poema sobre escribir poemas. La poética aparece como modo de vida
y de conocimiento, pero no abundan
versos sobre la poesía, no
hay casi metapoesía,
salvo quizás, el último poema
que es como un continuará…
de esta
especie de pronto inventario, de balance vital que se abre a lo que
la vida nos quiera ofrecer.
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