Los atentados de Barcelona han descolocado bastante las ideas que empezaban a estar asentadas sobre el yihadismo. Para empezar, deberíamos dejar de decir que atentan contra nuestro modo de vida y nuestros valores de democracia y libertad. No sólo porque la inmensa mayoría de los atentados del islamismo más violento se dan en países musulmanes, sino porque estos jóvenes estaban totalmente integrados en nuestro modo de vida. Los que los conocían los describen como jóvenes pijos, es decir, ropa de marca, cuidado del cuerpo, afición por el fútbol y los automóviles caros.
Esta circunstancia también pone de vuelta abajo la asentada idea de que son jóvenes que se han radicalizado por la falta de horizontes, por su situación de incomprensión, porque no están integrados en la sociedad. En este caso nada más lejos de la realidad. No provienen de bolsas de marginación. Tampoco son inmigrantes, legales, ilegales ni refugiados. Pueden llevar varios años con nosotros, haber nacido en Europa o no. No hay un perfil claro.
El debate a cuenta del islam como religión violenta queda también fuera de juego. De todos los siglos en los que están conviviendo las religiones cristiana y musulmana, no siempre han sido violentos los encuentros. El Beirut previo a la guerra, Tetuán de posguerra y así muchos ejemplos de convivencia más o menos pacífica. Ni siquiera el desmembramiento del Imperio Otomano ha conducido siempre a la violencia: es innegable que es un fenómeno que se está produciendo con el cambio de siglo. Coincidiendo con la idea del choque de civilizaciones, con la radical individualización de la sociedad y con la vuelta de las religiones a la esfera pública.
Pero es que, además, estos chicos no conocían el Corán, y esto le pasa a gran parte de los yihadistas. Reivindican una religión que desconocen, invocan una historia de la que ignoran la mayor parte. No es extraño, católicos que desconocen los evangelios, marxistas que nunca han leído a Marx.
Ni siquiera podemos asegurar la conexión con el Daesh, ellos se han movido con una relativa independencia, buscando financiación y sus métodos propios. Y aunque éste pueda estar vinculado a las familias de las teocráticas de Arabia Saudí, Qatar o cualquier otra conexión con los petrodólores, no parece que hayan colaborado en su reclutación, entrenamiento o poniendo dinero. Se limitan a reivindicar los atentados desde cualquier comunicado que luego los medios occidentales se apresuran a confirmar. Prueba de esta falta de colaboración está en que no han sido, afortunadamente, duchos en el manejo de explosivos.
También se repite a menudo el papel de internet y las redes sociales, pero no encontramos en este atentado nada de eso. La transformación se ha realizado, según parece, por la influencia directa y personal de un imán especialmente extremo. Mucho me temo que las comunidades de sinneontes, esos que respiran el mismo aire que fabrican, pueden viciarse en gases altamente tóxicos.
Ya sabíamos que estos nuevos terroristas están inmersos en las nuevas tecnologías, pero hay que resaltar que también se hacen selfies, que asumen, como el resto de la sociedad, el nuevo narcisismo. Así que quizás deberíamos buscar otros espejos en los que mirar este fenómeno. Terroristas nacionalistas que carecían de religión, hooligans bárbaros que utilizan la violencia para divertirse… todos estos modelos pueden entremezclarse con el terrorismo yihadista. No debemos despejar de la ecuación el propio narcisismo que puede llevarlos del anonimato a la celebridad posmorten. Por un supuesto ideal que apenas comprenden.
La atomización de la vida comunitaria no sólo afecta a los descreídos occidentales, es un mecanismo que se alía con el miedo que el terrorismo provoca –junto con la amenaza del paro, de la pobreza, del cambio climático, de la guerra nuclear– como se ha descrito en la sociedad del riesgo. Bien lo expresa Víctor Pueyo:
El “integrista” islámico no es íntegramente islamista; su particular islamismo sólo puede sobrevivir, como si dijéramos, mezclado con el elemento que lo niega, empotrado en una subjetividad neoliberal que impera globalmente y que hace de su necesidad goce. ¿Cómo explicar, si no, el selfie?
Aunque siempre es saludable volver al sabio análisis de Hanna Arendt sobre la banalidad del mal. Fue consciente y puso por primera vez en el tapete que para el gran mal no hacen falta grandes malvados. Podemos, sin duda, encontrar grandes monstruos a lo largo de la historia, pero, demasiado a menudo, son personajillos sin personalidad, no son psicópatas sanguinarios, el infierno puede venir de la mano de hombres grises que desempeñan su anodina misión, como Eichmann, quejoso de que no se cumplieran los planos como él había diseñado para los campos de concentración y sin absoluta conciencia de haber contribuido a una de las mayores catástrofes de la humanidad.
También hay vanidad en el mal, un perverso orgullo que lleva a suspirar por ser los chicos malos, una terrible vanidad en ser protagonistas del sufrimiento a unos inocentes que paseaban por la calle ajenos a la propia maldad del mundo.
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