Ahora que parece que disminuye el peligro de la sexta ola, la del ómicron, pasan a la reserva las medidas más duras, aquellas que tienen que ver con las restricciones a los ciudadanos. Hubiera sido bonito que las medidas más enérgicas hubieran sido contratar más personal médico, para atención primaria, para rastreo, para las UCIs, o incluso para gestionar la burocracia de las bajas laborales. Esperemos que también baje el nivel de agresividad entre los ciudadanos.
Los debates, que para eso son rentables los medios, ponen sobre la mesa posturas enfrentadas, cada uno con sus razones y, demasiado habitualmente, en una especie de diálogo de besugos. Cada cual se explica y parece que la postura contraria es totalmente irracional, sin motivo justificado. A un paso de decir que se toman para fastidiar, por el solo hecho de demostrar superioridad en el poder. Es cierto que las medidas se toman en un momento determinado, y, como dice una poeta amiga, con los conocimientos que se tienen. Es la mejor que se podía establecer, aunque luego nos demos cuenta de que eran inútiles, insuficientes, o que la situación ha cambiado tanto que hay que retomarlas y reformularlas.
Por ejemplo, los confinamientos de alumnado en los colegios e institutos. Según parece, si un alumno ha dado positivo en covid, sus contactos estrechos, por ejemplo, su compañera de al lado o el de detrás, no tienen el mismo trato. Si la compañera está vacunada, no hace cuarentena, y el de atrás, si no se ha inyectado la vacuna, entonces sí. ¿Por qué? Gestión de riesgos. La enfermedad en los sujetos vacunados es menos grave y por eso podemos permitirnos arriesgarnos a que continúen yendo a clase. Más que nada porque la educación presencial es preferible, amén de toda la complicación que supone para las familias atender a un infante y tener que ir al puesto de trabajo. Quizás lo ideal fuera confinar preventivamente a todos los que comparten aula, pero el desastre podría aumentar exponencialmente, así que asumimos el riesgo menor.
Igual pasa con las cafeterías y el ocio nocturno cuando exigen el llamado pasaporte covid. Hace un par de semanas, entre mis contactos de las redes sociales, se planteó, además de manera muy agria. Se está hablando de apartheid y, por supuesto, no tardan los nazis en aparecer en escena.
El razonamiento, tal como lo veo, es similar. Lo ideal sería cerrar la restauración, porque es un núcleo de posibles contagios. Mucha cercanía y sin mascarilla, hablando, comiendo y bebiendo. Para evitar la ruina de los establecimientos y el colapso económico, se habilitan las terrazas, y para aumentar el aforo, se permite a cierto número de personas que puedan consumir en el interior. ¿Cómo minimizamos el riesgo? Pues dejando entrar sólo a quienes tengan el certificado de vacunación. Es preferible que entren unos pocos a tener cerrada la cafetería.
Un dueño de una de estas cafeterías, ante el conflicto que le supone lidiar con el mal humor y las protestas de sus clientes, decide colgar el cartel de cerrar el interior a todos, vacunados y no vacunados. Quien lo colgaba en la red lo hacía orgulloso de que se hubiera vuelto a la sensatez. La sensatez de perder a todos los clientes dentro del local. Enhorabuena.
Uno de los problemas jurídicos que se plantea, según estos clientes incomodados, es la falta de legitimidad para limitar el acceso, pues atentaría contra la no discriminación que ampara la Constitución y los Derechos Humanos. Me temo que es un uso torticero de esa igualdad. Hay muchísimos ejemplos en los que se limita el acceso a ciertos servicios por causas diversas. Veamos, la edad para derechos políticos, beber alcohol o conducir. Y nos parece lógico. Igual que nos parece sensato que las embarazadas no pasen a una sala de espera donde puede llegar la radiación.
Los niños no pueden sentarse en el asiento delantero hasta cumplir cierta edad, pero resulta que deben medir más de 1’5 metros. Hay atracciones en las que no se puede subir si no se alcanza una altura mínima o se sobrepasa un peso máximo. Como los ascensores. No podemos llegar a ciertos países sin estar vacunados contra ciertas enfermedades.
También se pone el grito en el cielo cuestionando la autoridad para comprobar la identidad del portador del certificado. Como si no nos pidieran identificación para entrar en el avión, en un tren o en un autobús. Más identificación si uno hace uso de descuentos por familia numerosa o de condición joven o tarjeta dorada…
Pues si dejamos de lado el uso electoral de las críticas a las medidas, podemos encontrar cierta lógica, por mucho que nos fastidie la mascarilla, el acordarse de llevar identificación y certificado.
Por supuesto, esto solo puede valer para quienes son conscientes de que la pandemia existe y el riesgo se tiene, aquellos que, por alguna razón se niegan a vacunarse por una causa más sensata que pensar que Soros, Gates o el grafeno pretenden dominarnos. Lo más probable, me temo, es que solo afecte a los ya convencidos.
Como todo.
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