Ni un día sin poesía supone enfrentarse a un proyecto ambicioso en su planteamiento y heterogéneo en sus resultados: escribir un poema cada día durante cien días, con la única premisa de que el texto naciera de la verdad interior del autor, sin importar tema, estilo o unidad entre ellos: “Sin ser escritura automática, debía surgir de mi verdad interior en el momento en que se producía el acto de escritura”. El libro se presenta con prólogo de Alejandro Jodorowsky, un gesto que parece querer situar la obra en la órbita de la revelación personal y la escritura como vía de autoconocimiento.
Algunos son casi cuentos o escenas muy en la tradición mística o zen. Lo primero que sorprende es la oscilación entre imágenes poderosas y hallazgos líricos (“En la oscuridad, un / ladrido divino abre / un surco entre / tú y el océano”, III; “El anhelo de no ser nadie / duerme debajo de / demasiados párpados”, VI) y versos que, al querer abarcarlo todo, se aproximan al desvarío o la acumulación gratuita. Moldes, consciente de la imposibilidad del poema perfecto, se sitúa a la sombra de sus predecesores (Rilke, Poe, Lorca, Cirlot, Celan) y reconoce que la perfección poética ya fue alcanzada por otros: “¿Por qué escribir tantos poemas? /…/ Porque no existe el poema / perfecto y ya fueron escritos / por otros tan grandes poemas… / Rilke, Poe, Lorca o Celan” (CXXVII). Este gesto de humildad, casi de rendición, imprime al libro un aire melancólico y confesional.
No obstante, esa misma falta de límites produce una tensión constante: lo que a veces parece revelación se convierte, en otras páginas, en un ensayo lírico inconcluso o en un apunte personal: “La distancia es / una miel dulce / de flores / y faroles” (I). La obra oscila entre la brillantez de lo fragmentario, casi aforístico (“El pasado nos persigue / porque no es pasado”, XVIII; “la duda insondable lo cauto, / no existe la muerte”, XXXIV) y la dispersión del diario íntimo disfrazado de poema. De ahí que el lector riguroso se vea obligado a alternar la admiración con el escepticismo.
En términos estilísticos, Moldes cultiva una imaginería que recuerda tanto a los místicos como a los poetas visionarios del siglo XX: “El Paraíso perdido se levanta / como un sonido difunto, / entra la tierra desnuda / y el cielo cósmico” (XLVI); “Calurosa soledad / no pregunta nada / sin muletas de madera” (XCI); “Cuando las tautologías / se imponen a toda / lírica” (XCIV); “El Tao todo lo observa / desde una gota de lluvia” (XCIX).
Los poemas fluyen como bocetos sucesivos, fogonazos que buscan capturar lo inefable más que pulir un diamante: “mujeres y dólmenes, / menhires y hachas / neolíticas, ¡volved!” (XXIX). En ocasiones logra una resonancia memorable: “Las gacelas entre las peonías / o los surcos del / naufragio de un beso, / todo confluye en / un río que es todos / los ríos, el eterno / retorno de unas aguas / sin fin ni principio” (X). Pero en otras la intención es de improvisación, como si el compromiso con la escritura diaria permitiera cierto desaliño: “Llegamos tarde, / no perdamos la inspiración” (XLII).
Es cierto que el proyecto reclama ser leído desde su condición de “poema diario”: lo efímero, lo inmediato, lo no revisado. La escritura como ejercicio espiritual más que como obra acabada. Sin embargo, el riesgo de esa apuesta es que el lector, en lugar de experimentar la autenticidad buscada, perciba irregularidad. El propio autor es consciente de ello y se reivindica, pues “entonces no es Arte, / sino impostura” (LX). Esa autocrítica, inserta en el cuerpo del libro, es una muestra de honestidad, pero también un recordatorio de los límites del experimento, en palabras del autor, “Eras una transparencia / inaccesible” (XXXVIII).
En cuanto a los temas, se suceden con un eclecticismo que roza lo caótico: la memoria personal (“Donde tus ojos son / como flores que se cierran /…/ soñé con cielos que se cierran”, CVI); el amor y el erotismo (“Tu piel húmeda exhala / un olor a vacío” LV; “Un cuerpo habita otro cuerpo, / un deseo arranca el alma / del cuerpo”, LXVI; “junto a tus pupilas / profundas, / que todo lo sabes y todo lo callan”, CXVI), la metafísica (“Lo eterno vive inmerso / en la flor del loto”; “el viento, el viento, el viento… / tan implacable como la vida o la muerte”, CXXV), la naturaleza (“El viento, fogoso, / vuela las flores de la camelia”, CIV), o la cultura popular (“anhelos imposibles, inmenso, / que cabrían en un puñado / de arena, en un whisky DYC / o un ron con Coca-Cola”, CXXXII). Esta amplitud temática es refrescante, pero no siempre logra integrarse en un corpus sólido. El resultado es un mosaico irregular, donde lo sublime convive con lo trivial, lo visionario con lo anecdótico, como en gran parte de la literatura oriental, con el espíritu del haiku o el tanka: “Un solo niño en la orilla / escarba y escarba… / en la arena” (CXXXI); “La lluvia que lo borra todo, / fracasos, anhelos, dolores, / devolviéndolos a todos / a la Fuente de la Vida” (CXLIX)… Y, también, y se agradece, no tomarse a uno mismo demasiado en serio: “Diego Moldes no solo / vio perfectamente a un / gran calamar translúcido, / sino que sintió / ser ese calamar, fue todos los calamares”.
Cabe destacar también la recurrencia de imágenes ligadas al agua, al viento y a la distancia: símbolos de lo inasible, de la separación y el retorno. El mar aparece como metáfora del amor (“Solo el amor es como el mar”, CXXXV) y la lluvia como fuerza de borrado y regeneración. Estas insistencias temáticas dan al libro cierta cohesión dentro de su dispersión.
El Post Scriptum, con poemas incluidos en Venuspasión (2014). Introduce un registro más pop, con poemas a mitos eróticos como Grace Kelly o Angelina Jolie (“Me diste un mundo que no existe. Sí, Me diste un-mundo-que-no-existe” o Marilyn (“El placer, el placer, el placer. / La renuncia es el perdón”). Esta sección rompe el tono anterior, acercándose más a la ironía que a la trascendencia. Se puede entender como la voluntad de mostrar que la poesía, para Moldes, no distingue entre lo sagrado y lo banal, todo cabe en el acto poético si nace de una verdad subjetiva. Remata el poemario con un exordio: “amamos la vida porque es la nuestra, Mauro, / todo lo bueno te sigue y te rodea / porque está en ti” (Mauropoema).
Ni un día sin poesía es un consciente y voluntariamente un libro desigual, irregular, pero no por ello carente de interés. Se trata menos de un volumen de poemas acabados que de un diario poético, una bitácora de visiones y estados anímicos. Como tal, exige del lector paciencia, capacidad de apreciar lo imperfecto y disposición a dejarse sorprender por el hallazgo ocasional. Moldes se entrega al acto de escribir como disciplina vital, y en esa entrega se encuentra su mayor mérito. La poesía no como resultado, sino como proceso. Y quizá ahí radique la enseñanza de este libro: aceptar que lo imperfecto también puede ser necesario, porque en lo imperfecto se manifiesta lo humano. Y en tiempos de impostura literaria, esa sinceridad, aunque irregular, tiene un valor innegable.
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