miércoles, 2 de mayo de 2018

El hombre tranquilo. Reseña de José Manuel Benítez Ariza: “Arabesco”. Pre Textos. La Cruz del Sur. 2018


Coincidiendo con la reedición en un solo volumen de las novelas de su Trilogía de la Transición, Benítez Ariza nos trae un nuevo y esperado volumen de poesía tras las últimas entregas de ensayo (Cosas que no creeríais y Un sueño dentro de un sueño, Universidad de Valencia, 2014) y una recopilación de aforismos (Efémera, Takara, 2017). Lo echábamos de menos tras aquel lejano Panorama y perfil (Libros de Canto y Cuento, 2014). Prometía en su anterior entrega un cambio de rumbo y, en Arabesco, sin perder el toque personalísimo y el ambiente bucólico que le caracteriza, es innegable una experimentación expresiva, que no está basada en el deslumbramiento ocurrente como podría sugerir el título, sino en la callada manera de decir que tiene Benítez Ariza, esa esencia que John Ford quiso que el Duque encarnara en El hombre tranquilo. La pasión es inmensa, pero está contenida con la fuerza de las tormentas y el levante, pero de una callada manera.
Comienza el volumen con un poema en forma de prólogo que anuncia uno de los principales leitmotiv: “Digo que hay niebla, / pero en el fondo sé que hemos abierto / los ojos demasiado pronto / y el mundo estaba por poner”. Los sentidos es un hermoso poema sobre la paradójica habilidad para sentir lo que los sentidos no alcanzan. “Aquí la confusión, la duda, el miedo” (Jazmines). Gran parte de este Arabesco es una reflexión epistemológica, un interrogante perpetuo sobre cómo conocemos o cómo creemos conocer en “la semiinconsciencia / de una mujer que acaba de tomar un somnífero” nos dice en Jinetes –en la tormenta–. Son poemas sobre el conocimiento que tenemos de lo que no deberíamos de poder conocer. Ver el entorno, el pasado, los miedos, los objetos que están ahí pero se nos escapan a la vista, como unos simples espárragos. Aunque puede coincidir en el fondo con las Odas elementales, Benítez Ariza respira como Luis Cernuda, marcando un sutil pero efectivo ritmo poético a las composiciones, como quien ha aprendido a respirar con la música, “ya los he confundido con mi pulso” (Jinetes). En la poesía de Benítez Ariza –y en la vida– la naturaleza habla, como en este poema de título quiñonero:
“Esa especie de pacto tuyo
por el que aceptas la aspereza
esencial de la vida
A cambio de unos breves, pasajeros,
a veces casi inadvertidos,
instantes de conciencia enaltecida
por un gesto benévolo del mundo” (Viento sur)
                Como buen pintor, saca partido a los paisajes y a los bodegones (Ante una cesta de higos), con tono ligeramente solemne y bíblico: “Que la muerte, esa sombra, sólo sea / la pérdida parcial de lo que pesa y cae” (Tomates). Estos bodegones están acompañados de una reflexión que comparte el espíritu con el haiku, “cada verano viene a renovar en mí / esa fe elemental que también me sustenta” y que se condensan en el aforismo: “Para pintar el mar ha tenido primero que aprender a mirar el mar / Y aprender, sobre todo, a verse en él” (Pintor). Las anteriores reflexiones no son sólo epistemología, son también, y fundamentalmente, una ética: “ese impremeditado instante en que somos felices” (Cómo explicarlo); “lo que llamo ‘tu cuerpo’, lo que llamas ‘mi cuerpo’, es sólo un modo de entendernos” (Un modo de entendernos); “Me bastan tu sonrisa y tus palabras, / la certeza absoluta de lo que palpo y veo” (A la manera de Ricardo Reis).
                La segunda parte, dedicada al pintor ubriqueño, José Antonio Martel, son una serie de poemas en prosa. La colaboración entre ambos se concretó en una serie de cuadros del primero en los que el poeta escribió sus textos. Estos pequeños poemas en prosa recurren a la filosofía del caminar, con su secreta virtud de la contemplación pausada y la reflexión serena: “Llevo en mi boca un sorbo y empiezo yo también a disolverme” (6). El paisaje por el que transita el caminante, habla, sugiere, explica fundirse con la naturaleza, “Lluevo si llueve” (11); “Para entenderla, he pintado la flor y se me ha muerto entre las manos” (21). Escribir es caminar y pintar al mismo tiempo: “Ya tengo la partitura o el papel pintado” (30). La intimidad para Benítez Ariza gusta de los ambientes campestres, “Mi pensamiento está en la huerta. Fluye mi intimidad por los bancales, se reboza de tierra, cada secreto mío es un fruto maduro expuesto al sol” (23); porque, “privado de luz, la luz oculta de las cosas será mi más íntimo tesoro” (26).
La tercera parte añade otros paisajes, la biblioteca, el hogar, el bosque, Bobastro, los Llamos de Líbar, Dublín… en los que posar su actitud, podríamos decir, panteísta pareja a la mirada zen sobre el detalle: “Reordenas la mesa y te parece / que el universo ha mejorado un poco” (Orden doméstico). Sigue siendo el campo (y no, por ejemplo, la playa, también cercana) su locus amoenus, “el lugar del milagro” (Árboles), donde lo cotidiano y lo sublime se complementan (porque, quizás, el océano sólo podría representar un lugar más sublime y terrible), “y nosotros, aquí, desnudos y contentos, / flotando panza arriba entre dos mundos” (El pantano). Siendo Benítez Ariza un excelente poeta descriptivo y reflexivo (”Desde aquí, donde todo es víspera”, Glendalough o mi jornada entre lagos y montañas), en estos poemas prima el elemento narrativo, como ya iniciaba en libros anteriores, especialmente notable en el que termina el volumen, un homenaje, quizás algo socarrón –sobre todo por lo radicalmente cotidiano de alguna de las acciones– pero muy hondo, al cuervo de E. A. Poe: “Pensé en mí mismo, / en la incongruencia de esta soledad / habitada de voces, y en mi incapacidad / de distinguir entre ellas, / como en las inflexiones de un graznido” (El cuervo).
Abundando en el tema del caminar como filosofía, este hermoso poema:
“Del perro aprende el paseante
que el mundo es una trama.
No hay caminos exactamente, sino
voluntad de camino,
llevados siempre perro y paseante
por la sospecha de algo o alguien
que dejó un rastro previo a ras de suelo;
siendo el suelo en sí mismo
una textura a interpretar,
un alfabeto o una partitura,
cada rama una presa o un bocado,
cada seto un enigma.
Y aprende el paseante
que el pensamiento es una trama igual,
y que no existen concepciones claras,
sino fronda caída en la que el viento ensaya
el rumor de una presa que huye
o un cazador que acecha;
y que las únicas certezas
son rastros que se pierden en el olor compacto de la tierra mojada.
Va el paseante siempre con la cabeza gacha, jadeando
moviendo ocasionalmente la cola,
feliz ante el indicio cierto
de una felicidad mayor” (El paseo)
La epistemología que traduce el poeta en su madurez (“No / quisiéramos volver a tener esa edad, / decimos los adultos achispados. / A lo sumo, invocamos / el derecho a la prórroga”,  Senior Prom). es un cuestionamiento de certezas. La reflexión sobre el conocimiento y la vida que pone en pie Benítez Ariza lo condensa en Arabesco, el poema: “Has comprendido: es solo un modo de mirar”.
               


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