domingo, 6 de mayo de 2018

La excepcionalidad del poder



El poder se basa en una excepcionalidad. Yo puedo lo que no debería poder. Yo hago lo que no me está permitido y el encantamiento es también precisamente que tú no puedas –no tengas permitido- hacerlo. Podemos hablar del poder en el sentido general tanto como en la capilaridad que atraviesa los cuerpos, los deseos y los placeres de Foucault. La consideración de la excepcionalidad del poder va mucho más allá del momento instituyente en el que se pueda –o no– usar la violencia –física o simbólica–. El fiat del poder transfiere un eterno retorno del momento fundacional. Como aprendimos de Foucault, el poder no se tiene, se ejerce, y en cada instante de ejercicio del poder se actualiza el instante singular de la fundación del poder. 
La excepcionalidad del poder lo hace incompatible con la soberanía popular, que sólo cobra sentido para guillotinar al rey. El poder del pueblo sólo es tal cuando se arroga ese momento excepcional. La democracia, por tanto, es falseamiento, es otorgar ese poder con la aquiescencia del pueblo a quien lo va a utilizar de manera corrupta. A quien no lo quiere sino para hacer lo que de ciudadano-súbdito no podría. Entender el poder como encargo –lo que es literalmente un ministro-–no es sino disfrazarse de cordero entre los cordero. ¿Por qué querría alguien ser poderoso si su función fuera servir al pueblo y no servirse del pueblo? Eso sólo existe en la mente perversa del masoquista, que cree dominar a través de su sufrimiento, de ser la víctima sacrifical en el juego del sufrimiento. El poder del que se deja que en el imaginario es quien domina el juego por su capacidad de cortarlo, de ser, de nuevo, la excepción, el poder excepcional de interrumpir la somanta de palos. Iluso porque es en el poder no puede nunca pararse porque el súbdito diga no. De hecho, lo entrenan para que nunca diga no y siga deseante ante el látigo y las tenazas en los pezones. Querer es poder. No. Poder es querer y hacer que quieran.
                Aprendimos de Foucault sobre la capacidad subjetivante del poder. El poder, de la misma forma que nos hace sujetos –esto es, activos, agentes en la oración, el discurso y la realidad–, nos sujeta, es decir, nos implica en una relación amo-esclavo que Hegel canonizó subrayando la dependencia mutua del reconocimiento que necesitan ambos actores. Ese reconocimiento mutuo puede consolar al esclavo, pero nunca le otorgará el poder de la misma forma que al amo. El segundo puede golpear con el látigo, puede perdonar la vida, puede alimentar o abandonar a su suerte –mientras mantenga el estatus de amo–. El esclavo puede negarse o intentar huir, pero siempre llevará el estigma de haber roto el pacto originario. No se le es dada la capacidad de agencia primordial que el poder otorga. La rebelión del esclavo invierte el proceso y pone a su disposición las herramientas para instaurarse, de nuevo, excepcionalmente, en el rol del amo –amo de uno mismo, si se quiere. Deleuze, leyendo a Sacher-Masoch, entendió sólo la mitad del juego. Deleuze se cree el relato de Severin quien se describe como el que obligaba a Wanda a jugar. Ilusamente pensó que había una realidad del poder se suspendía la partida. El contrato social en su farsa del Estado de Naturaleza pretende ser el refugio mítico previo a las relaciones de poder. Pero no hay palabra de seguridad en el Poder. No hay espacio fuera del juego a donde volver después de la sala de tortura. Ni siquiera el voto no es la palabra de seguridad. No hay realidad alternativa –estado de naturaleza–  previa al contrato social masoquista. Puedes huir de un amo, un jefe, un empleador, pero el Poder, el absoluto y el capilar, está omnipresente. Sólo podemos aspirar –y con poco éxito– a reemplazarlo. En todo caso, y por encima de todo, el poder absoluto de uno sobre sí mismo. No puede existir un poder más absoluto –más fuera de relación–.
Todo el poder pretende ser carismático porque así se diviniza su excepcionalidad. Incluso la autoridad tradicional, como si el carisma se heredara igual que el color de ojos o la simetría en las facciones. El funcionario basa su excepcionalidad en su triunfo en las oposiciones que ha ganado, campeón de campeones en el cursus honorum. Talento, constancia, una posible idoneidad celeste para el puesto que ocupa son las herramientas legendarias que el funcionario arranca de los dispositivos del poder para ocupar su parcela, su ventanilla –por la que no saca la cabeza bajo el riesgo de guillotina. Solo él puede marcar una casilla, aprobar un sello, desafiar al ordenador que, revoltoso, impide la realización de la norma. El poder ansía vulnerar las normas a su antojo con la excusa de servir. Está ahí precisamente su esencia. y para alargar la agonía sin que el muerto desfallezca, invierte más tiempo en convencer a los otros que en servirlos. Servir es sólo la excusa, el antifaz del poder. Esto me duele más a mí que a ti. Gusta de crear las ideologías porque así demuestra su ingenio y su desparpajo. Su caradura excepcionalmente dura. El poder sabe que todo proviene del derecho de conquista. Así se saquean los ministerios, subsecretarías y consejerías autonómicas, las arcas municipales y los planes europeos de ayuda al desarrollo regional. No tiene otro sentido. Ni siquiera como siervos del Poder, del Otro Poder, el que se cuece en las salas brillantes con grandes mesas de reunión relucientes de los Consejos de Administración de fondos de inversión y grandes corporaciones. A éstos nada les preocupa. en sus manos, es una partida de ajedrez en la que cuidan tanto de los negras como de las blancas.

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