La editorial
Chamán acoge con su elegancia y buen gusto habituales la nueva entrega de la
poeta leonesa Pilar Blanco. Desde 1982 ha publicado una docena de libros de
poesía, participando en diversas antologías y galardonada con distintos
premios. Una interesante y densa
actividad poética que sustenta una de las voces más interesantes del panorama
actual. Vigía de tu paso se estructura a dos voces que se interpelan en la
última parte. Afrontar los miedos y la incertidumbre, el dolor y la muerte son
los temas sobre los que el volumen se organiza. El poemario comienza con Alfa, que insiste –junto con la
introducción y la cita de Hugo Mujica– en la constatación de que, como aspiraba
Deleuze, volar es nuestro estado natural, que hay que perder el miedo porque en
el aire estamos sujetos: “Pájaro que quemó sus alas / ahora es fuego” (Alfa).
La primera parte, El que
observa, comienza el juego de miradas. “Vigía” es su título. “¿Y los ojos?
/ se cerraron los ojos del padre, de la amiga. Se cerrarán los ojos del amor,
que son tus mismos ojos” (I). El
problema de la mirada no sólo es de efectos prácticos, es la lucidez epistémica
que no siempre nos acompaña, cuando caminamos estamos pendientes de la vista y,
sin embargo, se nos escapan detalles; perseguidos, atendemos más a la huida que
al paisaje. La profundidad filosófica de este volumen es radicalmente poética,
como se resume en su verso: “Me oscurezco para que me entiendas” (IX). La voluntad de aproximación
epistémica se vuelca (“Vosotros, allá abajo, tan pequeños, / polluelos en un
nido de sombras / pero ávidos de luz”, III)
hacia el propio yo poético: “Qué fácil es juzgar lo que no soy, / lo que no
forma parte de mi hechura” (IV); “Y
aún no sabes / cómo domesticar la voluntad” (V).
El objeto de la indagación es el
propio yo, consciente Pilar Blanco como Fernando Pessoa, de lo complejo y
multiforme que la tarea se enfrenta, siempre cambiante y lleno de aristas:
“Nómada que se acrece con la huida” (VIII); “Por salir de ti mismo, / por no
saber medir el ser que te contiene, / por buscar el reflejo que explicara / tu
razón, / tu estructura / y dar cuenta de ti ante tu propia incógnita” (XII). Está muy presente en todo el texto
la necesidad dialógica, la mirada del Otro, la verdad del Otro sobre uno mismo,
el Vigía: “¿quién, entonces, vigila al que vigila? / ¿Quién calibra el espejo /
y encara al que interroga frente a su propio abismo?” (VII). A veces con recuerdos
a Pedro Salinas (“Tu instante no puede ser mi siempre”, XIII), otras veces al soneto V de Garcilaso (“Nací para observaros”,
XV), solemne en ocasiones (XVI), o con influencias de la poesía
cortesana (“Del ciego laberinto / del que nacéis, de su concavidad sin sutura y
sin salida / habéis hecho un lugar”, XVII).
Poemas como órdenes apresuradas, cortantes, para atender a todos los
frentes, volar y salir corriendo, mirar atrás y sentir las emociones plenas de
cada momento: “Que no existe el infierno, su amenaza segura, / sin un cielo
anterior al que rendirse, / sin un cielo contrario / del que ser fugitivo
eternamente” (X).
El
instrumento para el conocimiento es tanto la mirada (“Porque la luz / del
conocer no mancha”, XVII) como el
lenguaje (“Es habla y no entendéis su lengua inmóvil”, XXX) y se plantea como un hacer, como una fábrica, más la escultura
que el tejido: “Anclado a lo absoluto / mezclo mi barro, / templo mi cera /
trazo el dibujo de mi mente en vosotros” (XXI);
“Sal de la piedra. / ¿Qué cincel rescatará tu forma?” (XXII)
Una cita de Roberto Juarroz que abre la segunda parte es sumamente
significativa: “Un misterio que consiste en mostrarse”. En esta segunda sección
cobra protagonismo el dolor: “Abruma / la mordedura rabiosa del dolor, / la
quemadura dulce, casi niña, / que ha venido a quedarse, / que se siente en mi
mesa e interroga” (I); “No existe
explicación para el dolor de ser / o la muerte que acecha tras el ser, / ni
pregunta siquiera / (¿a quién hacerla?)” (IV).
Ese dolor, esa quemazón que ansiamos con ecos de Aleixandre (“Con la espada de
fuego de mis labios te alcanzo”, II),
Quevedo y Juan Ramón Jiménez: “Luego / tampoco será luego ni cantarán los
pájaros. / … / Luego no será más que un siempre y un ahora / que aprende a
desdecirse. Que me ordena el silencio” (V).
Estos poemas de la segunda voz ruedan alrededor del misterio (¿la
muerte?), de vivir en la incertidumbre. Su vocabulario se puebla de hermetismo,
inescrutable, inmensidad, negrura, porque “El pensamiento carece de camino” (XI). La cualidad creadora del dolor no
es la santificación por el sufrimiento de cierta religiosidad, aunque tiene que
ver, indudablemente con la mística: “Dame un cuchillo para desincrustarme /
esta capa de cal, de piel, de miedo espeso” (XII) y de Miguel Hernández: “Quiero morder el grito hasta
ablandarlo /…/ lograr que su dolor se remanse y germine”.
La necesidad de guía o compañero (IX) tiene también sus riesgos: “Todo lo que deseo me ata a ti” (VIII) y anticipa la tercera parte, que
toma forma de diálogo: “Venimos para ser lo que aún no somos / y estirarnos el
hilo del nosotros / de pie sobre el abismo / en busca de esos ojos que nos
nombran” (XVII). El amado y la
amada producen tanto el sentimiento profundo (“Amor que nos conduce al
estallido”, XX) como el dolor
profundo (“Te busco desde siempre / desde el lugar exacto de la herida”, XXV). La dependencia mutua (“Sin
mí no existes”, XIX) recuerda al
García Montero que amenazaba con suicidarnos en una página. De todas formas,
parece que ese tú, ese compañero no es sino un desdoblamiento del yo.
El volumen mantiene una insistencia a través de las distintas voces,
la mirada (“Ya sé mirar la luz /…/ aceptar su ceguera, que viene de la luz”, XVI; “Mirar,
mirar, no ver. Mirando, niebla, paredes / húmedas, lámina blanca. Dónde”, XXIV) y la palabra (“Entender las
palabras de los que antes”, XV).
Especialmente claro durante la tercera parte, El
espejo del agua. Supone una especie de conclusión de las reflexiones del
volumen, un intento de aprehender el universo que somos. La forma de diálogo le
permite un juego de espejos realmente interesante en cuanto a la identidad: “Yo
soy, precisamente, lo que no has sido nunca” (I); “–No te cierres. Escucha: / dentro de mí, soy tú” (III)
“–Pronuncia
la mentira.
–Son mis
labios los que callan, los que tamizan la cicatriz de arena en mensajes
imposibles.
Son mis
ojos los que niegan el cristal.
Y las
palabras –su mentira invisible– las únicas que enturbian el tintineo de la inocencia.
Arder
para qué, para qué el filo de esta ficción desentrañándome…
–Para que ya no
sepas
qué real, qué niebla, qué procede
de ti,
qué te inventa y me inventa” (IV)
Vigía de tu paso es un poemario orgánico, que se despliega como una
novela que tuviera la profundidad filosófica del ensayo sobre los vaivenes del
conocimiento. Un argumento en el que vemos la huida (“– En esa travesía / no
hay gozo, no hay hallazgo, / solo huida / sólo claudicación”, XVI), el acercamiento hacia el amor (“Amar es conocerse, es luz desde otros ojos”,
XV), el deseo, lo que ata (“– Nazco
del miedo. De tus miedos he salido”, XVII),
la necesidad del otro, de la dependencia (“Si te abriga, te exige”, IX), llegar a un lugar (“– No pretendo
llegar. En ese instante / enraizarán en tiempo y roca viva”, XXIII), ser nómada: “– Yo rehúso tu
herida y agrando esa distancia; / al fin y al cabo / me alimento de ti” (VIII; “– Sí, ¿de dónde a qué tú mismo
perdiste la conciencia de ser otro, el extranjero?” (XI).
Lo que
trasluce este diálogo es un desdoblamiento del yo: “–Hablas sola, criatura, Imprecas tu ser mismo. /
Vivo tu identidad al fondo de tu espejo” (XIX); “–Hablas de
Pigmalión. Todos lo somos. / – Hablo de
amor. Lo único real”; “– Soy la piedra en que grabas / tu mano abierta / …
/ El tacto de tu mano. / El miedo que la guía” – Era lo que yo soy. / Sin yo saberlo” (XXVI). Porque, como parece intuirse en sus palabras, la verdad está
en el interior del hombre: “–Era el
nigromante que conoce el misterio”
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