“No conocíamos el rostro de noviembre”
Mi admiración por Tulia Guisado es grande desde que descubrí su 37’6 (2015), confirmado luego tras la
aparición de Caníbal (2017). Estudio sobre noviembre es, más aún que
los poemarios anteriores, un libro arriesgado, muy arriesgado. Tulia Guisado
pertenece a ese grupo de poetas cuyo yo poético se mimetiza tanto con la identidad
propia que entre sus versos vemos surgir las entrañas del que escribe, del que
sufre (“Abandono el yo poético. Porque es una máscara. Aunque esa máscara sea
yo”, p. 23; “Y por qué hablar de mí”, p. 28). Estudio sobre noviembre lleva, además, más allá el desafío
conceptual, situando en un marco temporal muy delimitado la experiencia poética
y personal. Asimilando el espíritu de un diario, Tulia Guisado buce en el
pasado, en los miedos y angustias, en la incertidumbre y la segura realidad del
dolor y la esperanza. “Es el paisaje orgánico de noviembre” (p. 13).
Formalmente
adquiere, como decimos, la textura de una prosa que participa del monólogo
interior y de la poesía: (“La niebla de Barcelona es un paisaje. Ahora es sólo
un homenaje. El dibujo de hoy es una soledad que habita en la epidermis. Raíces
en el interior. No ofrezco resistencia. Tú no sabes nada cuando llega el frío”
(p. 13). Un libro heterogéneo, ensoñaciones, los dibujos de los días, la
rutina, el trabajo, mezcla de géneros y de tonos, de temas y asuntos, pero
entre los que cabe experimentar un mood
propio, una unidad de aliento durante todas las páginas. Transmite la sensación
de continuidad en el tiempo, de haber sido escrito cronológicamente. No
pretende ser un diario: “Aquí, no estoy escribiendo un diario. Sin embargo
puede parecerlo: Si lo hiciera, hoy debería haber anotado 5 de febrero de 2016” (p. 71). Se acumulan las páginas experiencias,
hospital, teatro, lecturas… sueños, viajes, la peripecia vital, las
reflexiones, la interiorización del mundo exterior. Alejandra Pizarnik o Virginia
Woolf pueden ser referentes muy adecuados: “Siento en mi soledad una felicidad
inmensurable, ya lo he dicho (…). Me hago la dormida. No quiero soñar” (p.
203). También Pessoa, Gamoneda, Cernuda, Bobin y los fantasmas de Pedro Páramo,
Pavese: “Y llegará noviembre y tendrá tus ojos”.
Lúcidamente,
escribe, “La belleza es el lugar donde se espera al lobo” (p. 25). La tragedia
planea como una sombra a lo largo de la peripecia vital de Noviembre: “Te hablé de Léolo, en el campo, bajo el árbol (…).
Nunca supe si llegaste a verla. Te ahorcaste poco tiempo después” (p. 20).
“Entonces, noviembre era sólo noviembre” (p. 21). Con veintiún años. Predomina
el ahogo, silencio y la sensación del tiempo como motor vital, Van pasando los
meses. “La naturaleza no es cruel. Ella no tiene tiempo” (p. 32). La necesidad
de lidiar con el dolor, con el recuerdo pone sobre la mesa la urgencia de
enfrentarse al miedo (“El miedo. Una herida. Y de repente, el silencio”, p. 37),
porque la sospecha de que lo terrible puede golpear es inminente, siempre está
merodeando, aunque “También puede ser que los días de este mes no signifiquen
nada” (p. 42). En ese sentido, “La indiferencia es una bendición” (p. 42); “La rutina. Todo lo demás es
resquebrajable (…). El ritual es un bálsamo. Un espejismo cierto. Aunque falso,
una seguridad. Una manera de creerte a salvo” (p. 95)
Entre las
páginas de Noviembre habitan Bruno,
el gato. Alicia, la gata, y habita, sobre todo la poesía: “me interesa sólo la
universalidad en la poesía, el latido de
la unánime. Si debo mencionar Madrid, Barcelona o el DF, digo ciudad. Si
debo mencionar Duero o Ebro, digo río” (p. 47). “Todos somos, además, el mismo
nombre, el mismo miedo, la misma soledad” (p. 47); “Si el poema te necesita, es
que el poema es inútil” (p. 50).
“Teníamos
un rostro perfecto y una belleza de vidrio inmaculada.
Creíamos
haber vivido, y sin embargo nada, casi nada había pasado
Apenas
un rumor, un leve ruido de una breve tormenta
en
algún lugar por el que pasamos, pero se fue alejando.
Ahí
estamos,
nuestra
belleza era completa porque la desconocíamos.
Y
era todo tan pequeño que nos guiaba el instinto
insolente
de creer saber andar: un pie, y otro. y otro.” (La foto)
El miedo (“Me
he ido poblando de fantasmas”, p. 51), que ya experimentamos en Caníbal presagia lo terrible, como
acecha la demencia (“No todo se comprende”, p. 60), y es necesario defenderse
mediante el humor o mediante la belleza. Y, como en 37’6, conocemos de primera mano la despersonalización que golpea en
el hospital (“La naturaleza no es sabia. Es despiadada”, p. 183). Despliega
Tulia Guisado una serie de recursos para enfrentarse al miedo: “No hallo en la
incertidumbre ningún placer. Pero es lo único que tenemos. Habrá que cultivarla
como si tuviera algún valor” (p. 75); “Vivir
así, sin referencias, sin puntos de contacto, sin mapas ni costumbres. Sólo el
interior, sólo el pensamiento, el caos” (p. 135); “No sé si tengo 15 años o 37.
Y hago los deberes. Pero me hundo. Yo me hundo” (p. 244). Sin la certeza de
conseguir otra cosa que sobrellevarlo: “El duelo no acaba (…) No te sobrepones
(…). Eres otro. Te conviertes en otra cosa distinta a lo que eras antes de la
pérdida. En realidad hay dos muertes. La muerte de la persona que pierdes y la
tuya” (p. 75). Porque se ha propuesto “No dar lecciones. Hay que aprender a no
dar lecciones. No hay que aprender a enseñar, sino a lo contrario” (p. 115). Un
estoicismo aprendido sobre la piel y las entrañas: “Hay que rendirse, pero
cómo” (p. 160).
Comprende no
sólo la inevitabilidad del paso del tiempo (“Sería injusto no desear otro
noviembre y que la rueda se parara. Ha de girar, como nosotros, como todo lo demás”,
155), también que imprescindible que pase en la búsqueda de la serenidad: “Pero
el negativo de este mes es el lecho de paz. Es la casi confianza” (p.
190); “Llenar el hueco. Aprender a amar
el hueco. Saber que la vida está en el hueco; aprenderlo” (p. 182); “Y la
primavera, como las aves, surgirá del dolor” (p. 229).
“De
qué ausencia estamos hechos cuando nuestros cuerpos pierden el territorio común
que ansiamos cada noche.
De qué memoria, de qué deseo de permanencia nuestras manos, que se
buscan, en las sábanas, siempre, pase lo que pase, casi sin querer. Para que
ninguno de los dos se vaya antes que el otro, y esta vez no vuelva.
No puede ser. No puede ser cierto el pánico que
me produce en la idea de que tal vez (solo tal vez) no nos quede un océano de
tiempo aún por vivir” (p. 211)
En su intento de “Transcribir lo
real” (p. 225), el lenguaje se torna esencial pero no mágico, “No es cierto que
no pueda habitarse una piedra. Inventar un lenguaje en el que inventar un
lenguaje no sea necesario” (p. 144);
“Esta forma que tienen las cosas de estar quietas. A mi lado” (p. 224).
“Este espejismo es más real que vosotros” (p. 263). Porque “Somos parte de un paisaje roto. / De un
desconsuelo anterior al mundo y sus raíces, como el silencio en el que me hundo
cuando escribo” (p. 153). Como en la pintura oriental, donde el vacío no
significa la no existencia, sino que se resaltan sólo algunos elementos “Este
libro es también todo lo que falta. Bajo la niebla, el silencio” (p. 272).
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