domingo, 9 de febrero de 2020

Hacer cosas (malas) con palabras


Mucho se discute sobre la función performativa del lenguaje. Es uno de los puntos esenciales del pensamiento que se ha dado en llamar posmoderno, el llamado linguistic turn de Rorty. Muchos recuerdan en este punto al famoso refrán que advertía que cuando el sabio señala al cielo, los estudios culturales miran al dedo. Y no es poca cosa mirar al lenguaje como elemento conformador de la realidad. Nietzsche otorgaba a esta vieja hembra engañadora la facultad de otorgar sustancia a las cosas individuales. Y Austin sabía que sólo con pronunciar unos fonemas se había realizado un acto. No cualquiera, se especificaban actos como prometer, amenazar, maldecir… Bordieu puntualizó que no todos tienen esa posibilidad de acción, que para muchos actos del habla se requiere una autoridad sancionada social, e incluso, legalmente. No todos los “os declaro marido y mujer” acaban en boda. Hay que ser sacerdote, funcionario habilitado o similar, dependiendo del Estado en el que se produzca la ceremonia, y acompañado de un ritual y unas manifestaciones externas que distinguen, pongamos por caso, un juez de paz en su despacho frente a la actuación en una obra de aficionados del mismo juez de paz encarnando al personaje de un sacerdote casando una pareja. En el teatro, con las mismas palabras, y siendo la misma persona, no tendría validez legal el matrimonio. Y menos mal.
En la medida que vamos desarrollando el tema no dejan de aparecer las semejanzas con los conjuros, que son una forma muy particular de hacer cosas con palabras. La fascinación hacia el lenguaje le ha otorgado tradicionalmente un poder sobre el mundo físico enorme. También tienen que estar rodeados de un ritual, con unos objetos concretos y las palabras deben ser dichas por quienes tienen autoridad para hacerlo. Dejando aparte la realidad de los hechizos, siguen estando los insultos como forma menor de magia que consigue, eso sí, hacer perder los estribos, e incluso la educación a quien los escucha.
No es sólo la cuestión de la difamación que puede tener efectos reales sobre una persona sobra la que se vuelcan toneladas de maledicencias. Puede perder credibilidad, puede perder clientela e incluso se le puede arruinar su vida si llega a juicio. Los insultos son mucho más directos y suelen atacarse de manera instantánea, sin tener que recurrir a linchamientos digitales masivos o a la actuación del sistema judicial. En el momento que alguien mienta la madre de otro alguien y sugiere que se dedica a intercambiar favores sexuales por dinero, se hace muy complicado templar los nervios y no contrarrestar la agresión.
Podemos hacer cosas malas con palabras cuando damos falsos testimonios (que tiene valoración jurídica), con cualquier tipo de mentira o maledicencia. Todas estas son cualidades básicas de la arbitrariedad del signo lingüístico y muestra de un doble plano, el de las palabras y el de la conciencia que somos capaces de manejar voluntariamente. Somos conscientes del efecto que nuestras palabras van a tener y modulamos el vocabulario, el tono o los giros para que la realidad se adapte a nuestros propósitos.
En su Teoría de la Cortesía, (1987), Brown y Levinson proponían un marco de interpretación de los insultos como actos amenazadores hacia la integridad de la imagen personal. Los insultos amenazan, que es uno de los actos del habla de Austin, pero más difícil de comprender cómo son capaces de herir. Podríamos decir que los insultos se salen de la norma social en una conversación, pero, a la vez, son socialmente establecidos. No serían comprendidos como un insulto si la comunidad no considerara como poco deseable la situación a la que hacen referencia. Se trataría, pues de una violencia verbal que, a menudo, desemboca en violencia física.
El imaginario que subyace en los insultos revela miedos ancestrales y estructuras cognitivas y emocionales muy arraigadas. Referencias hacia la torpeza, falta de inteligencia o de higiene entrarían dentro de lo que podríamos decir insultos evidentes. Quizás más sutiles son los que recurren a símiles o metáforas de animales (cerdo, cabeza de chorlito, burro). De igual forma son evidentes que los que tienen que ver con los defectos físicos o la falta de belleza. En este caso podríamos entrar en los cánones normativos de belleza y se evidenciarían los prejuicios más o menos invisibles, como el de la obesidad o los que tienen que ver con la etnia.
La clasificación étnica es jerárquica a efectos del insulto y en ella se mezclan componentes xenófobos, es decir, de rechazo puro hacia el diferente, con valoraciones de índole moral que presuponen una escala desde la animalidad del “salvaje” y del “bárbaro” hacia el refinamiento tecnológico y ético de la civilización. Cuanta mayor sea la conexión con la animalidad menos control de impulsos, especialmente el sexual y mayor desprecio hacia la etnia, a la que se atribuyen como epítetos cualidades como la pereza, el engaño, la agresividad (y a la vez la cobardía), la falta de honestidad y voluntad, de virtud en suma.
La blasfemia es una forma muy refinada de insulto en el sentido de que el oyente se considera herido por las referencias poco respetuosas a sus creencias religiosas. No podemos minusvalorar este tipo de insultos, que llegan a estar tipificados como faltas en el ordenamiento jurídico de varios países. Supone la blasfemia un conocimiento exacto de los dogmas y los ritos asociados a la religión y las creencias. En las religiones monoteístas, o al menos en gran parte de sus versiones, se considera una blasfemia incluso el nombre de Dios. Como avanzábamos, la blasfemia no se valora únicamente por las palabras en sí, al contrario, es más la intención con la que se dicen. Una intención satírica, un tono burlón de las palabras exactas de una misa son blasfemas en el mismo nivel que una tergiversación de una oración sustituyendo las palabras del padrenuestro por un alegato feminista. No debería considerarse blasfemia, sin embargo, repetir las palabras del blasfemo en el contexto del juicio, religioso o civil, sobre el asunto. Los Monty Python supieron reflejarlo con contundente claridad en escena de la lapidación de La vida de Brian, película de extremadamente divertida blasfemia.
Otro orden de insultos estriba en la calificación del receptor como alguien que necesita un trabajo manual para sobrevivir. La consideración del trabajo como una indignidad es antigua, tiene que ver con el esclavismo clásico tanto con el cristianismo, que otorgaba a los laboratores cualidades demoníacas habida cuenta de su aspecto descuidado y deforme y que prescribí a un trabajo duro y constante como cortafuegos ante los impulsos nocivos y diabólicos de aquellos. La ociosidad de los trabajadores es el origen de todos sus males, de la bebida, del juego… Insultos como ganapán, barriobajero, gañán, mindundi, pelagatos, perroflauta, tuercebotas, verdurera muestran muy a las claras la aporofobia social establecida. Conectando con este núcleo, los insultos que hacen mofa de las adicciones (borracho, porreta, lamecharcos, abrazafarolas…) inciden en despreciar la falta de control propia de las clases subalternas. Mención especial las referentes a la comida, como zampabollos, rebañasandías, tragaldabas
El aparato excretor es referencia para una gran cantidad de insultos, especialmente cuando el objeto sobre el que se excreta tiene un valor simbólico y emocional. Los padres y madres, los difuntos, el propio Dios pueden ser objeto para estas necesarias pero indignas prácticas. Podemos comprender de manera intuitiva el funcionamiento de esta humillación por la experiencia corporal asociada, como dirían Lakoff y Johnson en su teoría sobre las metáforas de la vida cotidiana.
Una gran parte de los insultos está dentro de la esfera de lo sexual. Dentro de este universo los hay relacionados con el órgano sexual masculino. Se establece una relación entre el papel cis-hetero muy activo como la norma, lo que deja en el campo del insulto todas aquellas variantes, como son la orientación sexual homosexual (los hombres porque se comportan como mujeres y las lesbianas porque no entran dentro de las relaciones normativas y no se pliegan al deseo masculino). En general se distingue como deseable el papel masculino mientras que al femenino se le otorga una posición subalterna poco deseable. Un insulto muy extendido en varios idiomas es desear al contrincante que tenga relaciones sexuales. Cabría esperar que un mandato así pudiera ser considerado como un buen deseo, teniendo en cuenta que es uno de los impulsos básicos de la biología. Sin embargo adoptar el papel femenino en las relaciones sexuales es equivalente a sufrir. El imaginario subyacente está integrado en la cultura de la violación, es decir, establecer de base la ausencia de deseo sexual en la mujer y considerar que la penetración es dolorosa en esencia. Por eso diferenciamos entre lo relacionado con el órgano sexual femenino como malo mientras que es superior lo que está relacionado con el masculino. La homosexualidad no solo es un insulto por salirse de la norma, también porque el varón ocupa el deshonroso papel de la mujer. Las penetraciones entre varones, pues, se convierten en un insulto gravísimo. Al rol de la mujer en el acto sexual se le añaden las valoraciones negativas hacia este género, como la falta de control de emociones, la cobardía, la falta de fuerza y determinación… que, además, contagian a quienes se comportan como las mujeres en el sexo.
El mal llamado primer oficio del mundo es uno de los insultos preferidos en varias culturas. La prostitución sería, pues, un rasgo de la hipocresía sexual más evidente. En estas culturas se recurre al intercambio de sexo por dinero de una manera habitual mientras que es moralmente reprobable. Con distinción porque usualmente se considera un insulto el venderse y no el recurrir a ella. De nuevo es el papel del varón el que es exculpado mientras que el de la mujer (o quien ocupa un papel similar) es vilipendiado. Es curioso el caso del proxeneta, que también es considerado un insulto pero, como muchos otros, pasa a ser considerado como un grado supremo de superioridad. Que sea un insulto tiene que ver con la vergüenza social de vivir del trabajo de una mujer, como lo es el “mantenido” en un matrimonio. La “mujer trofeo” no es repudiada por ser “mantenida”, sino porque su extrema belleza contrasta tanto con la de su pareja que se sospecha tratarse de un intercambio de favores sexuales por dinero y posición.
La falta de virilidad es fuente de insultos, tanto en su aspecto orgánico funcional como en su posición social. Alguien que no es capaz de mantener el bienestar material –y sexual– de su pareja es objeto de burla y menosprecio. La estructura patriarcal no permite que la mujer pueda decidir ni las relaciones sexuales ni, por supuesto, romper la relación por una nueva pareja. Es un insulto para el varón que su mujer tenga un amante, se convierte entonces en un “cornudo” (“cuco” en inglés, lo que tiene un poco más de sentido biológico). Mayor condescendencia se ha tenido tradicionalmente con la mujer engañada estimando normal que el varón se desahogase con otras parejas, que era muestra del buen funcionamiento fisiológico y psicológico del marido. “Cabrón” no sólo es aquel varón cuya mujer engaña, es también la encarnación del diablo en los aquelarres.
No debemos olvidar, sin embargo, el uso terapéutico del insulto, cuando blasfemamos o nos acordamos del padre de alguien tras un golpe especialmente doloroso. El destinatario de nuestro insulto podríamos ser nosotros mismos en nuestra torpeza o el destino (léase Dios) por permitir dicho dolor. Incorporamos en nuestro discurso coloquial muchos de los insultos denominados palabrotas o tacos, se considera poco recomendable desde el punto de vista de la norma, pero tiene un indudable valor enfático.
Esto demuestra la importancia del imaginario del insulto en la estructuración de las experiencias cotidianas. El insulto, por otra parte, también implica la aceptación dentro de un grupo. Es entre los integrantes de un grupo donde se puede insultar y ser insultado sin humillación ni intención de agresión. Por supuesto que en la dinámica del funcionamiento del grupo los insultos implican una jerarquía y su aprendizaje una socialización. Podría incluso hablarse de “insultos rituales”.
El prestigio social valora lo natural frente a lo artificioso (“de pacotilla”), y dentro de lo artificial, lo que es más detallista y perfecto frente a lo burdo, mientras que se prefiere lo artesanal a lo industrial. La relación entre modernidad y tradición es ambivalente, en algunos casos lo moderno es símbolo de desprestigio, y en otras ocasiones, tachar de tradicional una creencia es ubicarlo en lo rancio y despreciable decantándose las preferencias por lo actualizado y tecnológicamente más avanzado. Retrógrado puede ser tan insulto como modernillo. Y, como decíamos antes, la clase alta es preferible a la media y ésta a la clase baja. La impostura de clase es siempre despreciada, como en el caso de “nuevo rico”, un concepto muy significativo si lo miramos desde el punto de vista del concepto de habitus de Bourdieu. Uno no pertenece a la clase alta por tener el dinero, sino porque sabe comportarse en ese campo con la pericia que dan las generaciones.
No deja de ser curioso que, al menos en España se llame “palabrotas” a los insultos. La palabra tabú aumenta de tamaño metafóricamente. Una réplica ingeniosa puede librarnos del efecto del insulto y devolver al emisor el daño que ha intentado proporcionarnos duplicado. No podemos pasar por alto la costumbre ritual de contestar al insulto con uno parecido y, sobre todo, la cualidad que otorga la rima para dotar de mayor validez tanto al insulto (véanse los coros en las manifestaciones grupales atacando a figuras más o menos concretas con sus rimas) como a la defensa. Todo ello nos habla de la importancia de que el insulto sea lenguaje con palabras, las palabras por sí mismas se comportan con una corporalidad contundente. Los sonidos como los aumentativos otorgan mayor capacidad de insulto, por ejemplo. Sin embargo tenemos que considerar también en la categoría de insultos los gestos. Y, de igual modo, los insultos gestuales también tienen que ver con el universo imaginario de la sexualidad y los órganos sexuales.
La estructura eminentemente social del insulto tiene una trascendencia mucho mayor cuando pasamos de una perspectiva microsociológica a una perspectiva macro. Los insultos étnicos y la violencia de género, los denominado delitos de odio merecen una atención no apresurada. La propia denominación parece poco acertada porque cualquier agresión presupone un odio implícito. Este concepto se aplica a aquellas actuaciones o discursos que pretenden fomentar el odio hacia un colectivo, en principio minoritario, como las minorías étnicas o los extranjeros, los colectivos LGTBI+, y también las actitudes machistas (aunque las mujeres sean la mitad de la población, es decir, no son minoría precisamente ) . La ambivalencia –pre-
miblemente buscada– del término permite a ciertos jueces y fiscales tomar una visión un poco retorcida y acusar de delitos de odio a las manifestaciones en contra de la policía (brazo del uso legítimo de la violencia por parte del Estado) o incluso contra los movimientos neonazis.
En las argumentaciones, principalmente desde posiciones conservadoras y ultraconservadoras, contra el concepto de violencia de género o los delitos de odio está la igualación de todo tipo de agresiones en virtud de la igualdad ante la ley. No son hombres los que violan, son violadores, suelen manifestar. Intentan transmitir que la maldad es una característica individual y que las condiciones sociales no tienen repercusión que la íntima llave de la conciencia no pueda rebasar. La especial consideración hacia cierto tipo de víctimas supondría valorarlas en grupo, y ser conscientes de que las estructuras sociales pueden ejercer una violencia no sólo simbólica, sino una justificación ideológica para la discriminación y la violencia.
De todas formas hay cierta unanimidad hacia la consideración de vulnerabilidad de ciertos colectivos, como son los menores de edad. También hay más o menos consenso en cuanto a la discapacidad física o psicológica. El debate salta a posiciones más enfrentadas cuando los grupos que tradicionalmente han considerado como insulto, han insultado o incluso ejercido violencia física a un grupo étnico pasan al papel de víctimas del sistema social y judicial. El victimismo de los grupos hegemónicos es muy característico de estos tiempos.
El desarrollo de los discursos en los grupos minoritarios suele darle la vuelta a los insultos y considerarlos como emblemas. Pasa con el movimiento queer, o el de nación marica, que adopta el término que los desprecia. No es lo mismo que dentro se llamen nigga o cholos dentro del barrio que el término sea utilizado por un policía wasp.
Los índices de violencia hacia estos colectivos es un marcador muy evidente de que los esfuerzos deben continuar para acabar con la discriminación. Que se sigan utilizando insultos la pertenencia a estos grupos es, cuanto menos, señal de que la discriminación sigue existiendo. Que metafóricamente se acuse de gitano o judío a alguien que pretende racanear en un trato puede ser perfectamente una metáfora muerta, cuyo significado original se haya olvidado y no implique que en la realidad gitanos o judíos sufran ningún tipo de discriminación. Ojalá. Mucho nos tememos que sean metáforas zombies, muertas en vida que impliquen a la vez una pista de que existe la discriminación y discriminación en sí.

Notas
Austin, J. L. (1982). Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona. Paidós
Bourdieu, Pierre (1985). ¿Qué significa hablar? Madrid, Akal.
Brown, P. y Levinson, S.C. (1987). Politeness. Cambridge, Cambridge University Press.
Duby, G. (1983). Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo. Barcelona. Argot
Lakoff, G y Johnson, M (1986). Metáforas de la vida cotidiana. Madrid. Cátedra.
Rorty, R. (1990). El giro lingüístico. Barcelona, Paidós.


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