Dos cosas me llaman la atención. La primera es un anda-que-tú de libro. Hay una especie de columnistas o intelectuales cuyo ecosistema está en los periódicos de centro derecha pero que fascinan a unos y otros, son los Pepito Grillo de la izquierda. Disfrutan con su dardo afilado sobre feministas desaforadas, incongruencias de los políticos criados en la universidad o contra cualquier músico que se acerque a las músicas del gueto o del Tercer Mundo. Un ejemplo lo tenemos en Alberto Olmos, flamante premio David Gistau de periodismo. Sin embargo no consideran digna de su atención la incongruencia de los católicos que velan más por la propiedad privada que por la comunión en Cristo, ni por los liberales enamorados de la empresa que han vivido a la sombra del funcionariado toda su carrera, ni por los conservadores que lucen los últimos dispositivos electrónicos. Cuando los jóvenes católicos hacen convivencias y se enrolan en proyectos de solidaridad (o caridad) no oigo otra cosa que una sonrisa ufana, “hay una juventud distinta”, aunque luego sean insolidarios y se comporten como trepas entre sus compañeros, abusen de otros más débiles o se burlen de las chicas.
Me sorprende, y es la segunda cuestión, cómo me puedo considerar progresista con el rechazo que me produce cierta idea de progreso y lo pesimista que soy con respecto al futuro.
Dejemos aparte las consideraciones denigrantes de la palabra y centrémonos en la cuestión de base. Los consensos sobre la justicia que se habían establecido a partir de los años 60 han desaparecido como desaparecieron los grandes relatos. La codicia ha desterrado definitivamente el ethos del capitalista primigenio y cualquier atisbo de reflexión ante el fenómeno, no ya de rechazo, supone un estigma intelectual. Los progres somos aburridos, no somos capaces de percatarnos de la ironía, somos la reencarnación de los viejos moralistas para los que todo disfrute estaba mal. Y, ¿qué le voy a hacer? Me parece mal que se disfrute burlándose de las personas con síndrome de down, de los gangosos. Creo que es horrible que todavía se ridiculice a los homosexuales y se hagan chistes de mariquitas. No sé cómo debería comportarme si me resisto a englobar a todos los musulmanes en un estereotipo o no soy capaz de distinguir ese colectivo como los gitanos que tan claramente ven otros. Cuando sé positivamente que la mayoría de los migrantes buscan salir adelante, ya fuera cuando los españoles emigrábamos o los africanos y los iberoamericanos llegan a España, ¿cómo voy a aceptar que algunos digan que vienen a robar o a conquistar nuestro país y destruir nuestra civilización? No se trata de pintarlos a todos como ángeles del bien, los habrá buenos, malos y regulares en una proporción muy similar a los nativos de cualquier parte del globo. Para empatizar con su situación no necesito idealizarlos y para despreciarlos sí que hay que etiquetarlos y englobarlos en una categoría.
Me reiría del miedo a la hegemonía de lo progre (igual que de la dictadura de la ideología de género) cuando lo que veo es que los grandes poderes del mundo, las grandes cadenas de comunicación, la mayoría de series y películas describen una sociedad individualista, racista, xenófoba y con miedo al Otro e insensible ante la discriminación hacia las mujeres o hacia los gais y lesbianas (no digamos a los y las transexuales). ¿De verdad pueden decir que hay una censura? Mucha crítica en las redes a Fernando Simón como machista mientras que Bertín Osborne dice en varias cadenas machadas más groseras (con lo formalito que parece en tu casa y en la mía, Dios en la de todos).
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