“Está lloviendo el milagro”
(Ciclo hidrológico)
Daniel Cotta se afianza con cada entrega como un poeta singular, con una voz muy particular e infrecuente, que, sin duda, tiene un buen lugar de acogida en la colección Adonáis. Mezcla, como es característico, conceptos científicos con una fe positiva: “La tuya fue una soledad encinta. / Gestaban en tu seno todo el Génesis / y la teoría cuántica” (Instinto Materno) Aunque es un recurso que ya utilizaba Pedro Salinas, por ejemplo, –y que le criticaba caprichosamente Cernuda–, en la poesía de Daniel Cotta es una herramienta fundamental para conjugar la fe y la razón, no como una contraposición, sino como dos formas que Dios tiene de hablarnos. Ejemplifica la postura esencial, poética y vital, del poeta. Otro de los elementos de estilo más sobresaliente es el entusiasmo y la admiración por la pureza, que lo emparenta con el Juan Ramón más luminoso.
De alguna manera, podríamos considerar que este es un libro de salmos, como el que se cita al principio de la primera sección, Dios en el universo: “Te he salido, Señor, como a la piedra el musgo” (El hombre es una iridiscencia de tu gloria). También un salmo por cuanto entiende el poeta que la creación divina es poiesis, “no lo niegues, Señor: eres poeta” (Un verso tuyo).
Un procedimiento poético sobre el que pivota el sentido de la poética de Daniel Cotta es la contraposición. Una contraposición entre lo humano, lo fabricado, lo artificial, y lo natural, lo divino. O, por otra parte, entre la grandeza –épica– del universo y la belleza ínfima –lírica– de lo cotidiano en la tierra: la galaxia vs. margarita. Dios creador de lo inmenso y de lo delicado. Dios habla –escribe– y hay que interpretarlo en temas universales, el río, el ruiseñor: “Y en cada manantial, en cada nido / está vertiendo Dios la primavera” (Creación de Abril). Un ejemplo muy elocuente de la capacidad de trascender el detalle, de la observación, casi mística, de lo pequeño es el poema dedicado a Charo Berraquero, Hoja. La dialéctica se plantea entre la atención a las cosas pequeñas y la fe, el amor de y hacia Dios: “Yo mismo te confundo / con el amor a las pequeñas cosas, / como mis libros, las iglesias viejas...” (En busca de Ti).
La forma en la que tiene Daniel Cotta es la de una conversación más que un rezo tradicional, aunque todos debíamos saber que una es más propia que el otro. Así, en esa conversación a la que asistimos, el gozo de sentirse parte de la creación es un regalo inmerecido: “Me parece como al niño cumpleañero / a quien lo colman tanto de regalos / que ya no sabe qué decir ni hacer” (Malcrianza); “Siempre con gozo infinito, / todo asombro, todo nervios, / como un crío, como un crío” (Párvulo). La postura del niño, con el asombro, con el disfrute del regalo coincide plenamente con la admonición divina, dejad que los niños se acerquen a mí.
Sin embargo, no es teología lo que leemos, es un libro de poemas de compleja estructura que conjuga sabiamente elementos no convencionalmente poéticos con el ámbito religioso, siempre impregnado de poesía, pero también con su esfera particular. En su Magnificat, el poeta se queja, “Aristotélico de mí, que creo / en lo más fácil: en un Dios Motor, / un Dios Primera Causa / quíntuplemente argumentado y lógico, / y no en lo irracional: en una niña / nacida sin pecado / que concibió a ese Dios tan aritmético”. Una pieza más en el puzle que entrega tras entrega Daniel Cotta nos ofrece.
En la segunda parte, Creador, padre y redentor mío, el universo es un relicario del que se admira hasta el propio dios (El punto de vista de Jesús); “La Tierra es el Sagrario que te guarda” (Sancta Sanctorum). Dios, la naturaleza, se retuerce y se crea a sí mismo: “¡Feliz el Universo en su carrera / porque ahora, Señor, lo has encumbrado! / Ahora formas parte de la esfera. / ¡Ahora el Creador es creado!” (Fruto). Y, como en otras ocasiones, el milagro es inmediato, es una especie de místico carpe diem: “Dios está viniendo al mundo… / ¡y está sucediendo ahora!” (Está sucediendo). Mientras, en la tercera sección, Poco inferior a los ángeles, el protagonista se enfoca en los pequeños detalles: “No solo por la estrella. / También te doy las gracias / por esta golondrina / de mi casa, / por el alféizar lleno / de madreselvas blancas…” (Catálogo incompleto de la gratitud). Podemos, en ella, encontrar canciones: “Este amasijo de fango / tiene ganas de volar, / la culpa, ¿de quién será?” (Barro que quiere volar).
Dentro del universo están los objetos, los animales, y, sobre todo, está el ser humano. Un ser humano concreto que admite la luz y la comparte: “¿Sabes, mi dios? Te imaginaba fuera, / nunca dentro / Creí que estabas contemplando el Cosmos” (Dentro). Combinando ambas imágenes se completa la perspectiva mística de Daniel Cotta: “Yo, Señor, / estoy hecho de Ti. / ¡Vamos a hacer el universo juntos1” (A tu imagen y semejanza). Si Ibn Arabi y la tradición sufí nos enseñaron que hay que ver a Dios en todas las cosas, las buenas y las malas, en estos poemas se disfruta la presencia de la divinidad en el propio yo poético. La trama, el argumento no es sino la propia experiencia que se escurre tras la certeza de esa identificación: “¿Has puesto tanta niebla entre Tú y yo / para que nunca me canse de buscarte?” (Escondite).
El imponente lenguaje poético maravilla en El hombre llamado Juan se frota los ojos en Patmos y se vuelve delicado en Plan para enredar a Dios), dedicado a su esposa o el Beso, dedicado a su hijo Ángel:
“Lo baja un ángel en las manos y arde
tan tenue y tembloroso
que va como apagándose en sus palmas
/…/
¿Viene a ponértelo en los labios, hijo?
¿y tú, cuando me encuentras
de vuelta a la mañana,
vendrá para encender
el beso del Señor en mi mejilla?” (El Beso)
No faltan tampoco los momentos intensos de dolor y pérdida: “¡qué lógico saberte en esos tubos / que aguardan en los tanques de nitrógeno / (casi a doscientos grados bajo cero) / Un vientre donde hacerse, / un cuerpo desde el que poder amarte!” (Formas de no nacer); “No tire esa lágrima, /…/ si no, cuando abras, / ¿qué lagrimas va a enjugar el Padre?” (Allí enjugará las lágrimas de nuestros ojos). Por último queda el futuro, el inevitable final, que, como el segundo advenimiento, la epifanía definitiva que Daniel Cotta nos advierte con su característica voz poética: “Estamos en el útero terrestre, /…/ «seis mil millones de años de embarazo… / ¿No estará Dios para salir de cuentas?» /…/ Luego el día se acerca, / el día que esperamos y que asusta, / el día en que podamos salir de la materia / y veamos la luz / y respiremos fuera / como entrenado cuerpo / y Dios no tenga en brazos y mezca” (Umbilicales). Está dedicado a su padre, fallecido.
Dios, el Poeta, no termina su obra, “Lo sigue escribiendo, no se acaba. / Al Cosmos aún le falta el desenlace /…/ ¡Más almas a las filas de la euforia / que aumenta con el son de sus latidos / el Salmo inagotable de tu Gloria!” (Los coros del Universo). Bajemos a ras de tierra, y, aunque no compartamos la fe, confiemos en una nueva incursión poética de este niño asombrado.
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