Julia Navas Moreno alterna la poesía (Confieso que he perdido el miedo, 2005; Ombligo y universos, 2015 y Simulacro, 2019) y la narrativa (Esperando a Dorian, 2014 y ¿Qué hay en una habitación vacía?, 2018). Zapatos sin cordones es un libro duro, de intensidad emocional que duele, y como señala Ana Vega en su prólogo, “En la vulnerabilidad reside la fuerza”. La primera pista la tenemos en las citas que abren el volumen, de Einstein, Cervantes y Heine sobre la locura. El periplo comienza en la sala de espera: “Nadie nos predijo / que viviríamos tantas tragedias / que nos llevaríamos a la cama / el deseo adormecido por el dolor, / que las sillas de las salas de urgencia / fueran potros de tortura. // ¡Oh, el amor!// El amor no tiene que ver con las mariposas… Si acaso su ineludible metamorfosis / y la frugalidad de su efímera existencia” (El amor en la sala de urgencia). Uno de los problemas fundamentales en la comunicación del dolor, como en los sueños, es transmitir una experiencia vital personal, íntima, que no solo cuestiona el mundo, sino a uno mismo. Julia Navas se pregunta al respecto:“¿Cuántos laberintos necesitas para encontrarte? /…/ Dime: / ¿De qué sirve la experiencia si cada dédalo es único e intransferible?” (Laberintos).
Es entonces cuando asistimos al verdadero drama, al sufrimiento y el dolor al que se enfrenta el libro de poemas y el porqué de su título: “Nace y la recibes en tus brazos. / Los miedos se desvanecen / cuando te comunican que todo está bien, / que no le falta ni un solo dedito, que responde a cada estímulo /…/ Estabas preparada para toda inclemencia, pero NO para el quebranto de su mente: / el arrebato, el trastorno, el abandono, / el rechazo, la autolesión, la soledad de / la PLANTA TERCERA y sus erráticos transeúntes. // Y me dices mirando al suelo: // En los alrededores del hospital / podría pasar por una más / si no me delataran mis zapatos sin cordones” (Zapatos sin cordones). Los poemas siguientes acompañarán la voz protagonismo en su sufrimiento y sus dudas: “Después, el futuro y el miedo a la pérdida, / a no permanecer, aunque se en el bolsillo / de quienes alguna vez te han amado” (El refugio); “Un viaje de ida y vuelta. / NO pertenecer y pertenecer. / No querer saber / dónde acabarán tus cenizas” (Viaje de ida y vuelta). Son detalles muy significativos, muy reveladores de la soledad y la congoja: “Me sorprendía la sonoridad de las palabras / y la gramática reveladora de las frases” (Envasado al vacío); “Es insoportable / la oquedad de ser piedra, / la ausencia del húmedo musgo / que me cubra en los largos días / de intemperie” (Piedra). En estos poemas llega el brutal Amar el miedo.
Los espacios de la casa, de las calles, del hospital forjan un entramado casi claustrofóbico en los poemas: “Salto de la cama, visito tu habitación vacía / y hago acopio de esperanzas y flores. / Escupo demonios de pasta dentífrica / que desaparecen en remolinos / en el abismo del desagüe” (El rescate); “Las calles se reducen a un solo pasillo / esperando el rescate de los que te aman” (Tiempo regalado); “Decidme: // ¿Quién no se ha perdido alguna vez / entre las manzanas de una ciudad? / ¿Quién no se ha dejado llevar de la mano / de la zozobra y la inquietud?” (Elogio de nuestra locura). Y frente a ese espacio definido, el paso del tiempo, como una tortura y un presagio: “Temo que llegue el día / en el que tu recuerdo / sea una imagen con orla de espinas. /…/ Que te escurras de mi mano / y te precipites en el pozo / de los pensamientos oscuros / a tanta profundidad / que ni el eco de tu voz resuene, / ni tu llanto, / ni tus reproches, / ni tu perdón” (Olvido).
Estamos asistiendo al amor de los cuidados, el que exige un olvido de sí: “Levantas tus brazos / para pedir ayuda. / Entonces, dejo de lamer mis heridas / y acudo al rescate” (Lo importante). Y hace comprender la relación padre/hija: “Ahora, que soy yo la que pone condiciones / cuando rompes papeles que llevan mi rima / y llegas tarde de puntillas, entiendo / que él también anhelaba la estratosfera para mí, / y que yo solo quería mi metro cuadrado de cielo" (Padre). La protagonista analiza el pasado, dice Julia Navas: “Nunca debimos abandonar / las trincheras de la infancia” (Lo que perdimos). Y del pasado cercano que se cruza con la historia personal: “La molesta rima de un fracaso / es esta pequeña historia” (La lucha). En este momento comprendemos que la herida no es solo provocada por la enfermedad, que hay detrás de una relación que todavía está presente: “Vaga por las calles de tu pasado, / por las arterias de tus pensamientos, / Obturada de desechos no biodegradables /…/ Soy tú rodeada de un paisaje reconocible, / decorado doméstico con atrezzo de cartón” (Desembocadura); “Sobrevivir no admite tibieza / cuando la melancolía se hace fuerte / en los países templados” (Los países templados). Una forma de relatar esos afectos está en unos versos, en el lenguaje como metáfora: “Tus miedos y los míos / para acabar pronunciando / el verbo amar en todos sus modos, / en todos sus tiempos / y conjugaciones” (Elocuencia); “Escribo este poema de amor / con la matemática consciencia / de su perdurabilidad, / con el biunívoco aislamiento / de nuestras bocas” (Poema del amor exacto).
De vez en cuando, tenemos un respiro, donde podemos apreciar referencias musicales comunes: el siempre presente Bowie (“Desde el planeta rojo / todo se ve con claridad”, Oh! You Pretty Things); Heroes, Eduardo Benavente y Ana Curra (“Somos seres vacíos”), Kiko Veneno, el inevitable Love will tear us apart de Joy Division. Se siente que, en realidad, son las letras de canciones las que colonizan el pensamiento, son a las que recurre un ser doliente cuando intenta expresar la ansiedad, el dolor, el deterioro o el fracaso. Son palabras generacionales, podríamos decir.
La rebeldía ante la ruptura, ante las ausencias provoca también poemas que ocupan un lugar importante en el poemario: la recuperación de lo sensual (“Desde que no estás, / dibujo círculos concéntricos / en la cara interna / de mis muslos”, El onanista), la nostalgia de lo que se fue en el pasado (“Me he ido transformando en otra / y expulso de mis dominios / a la niña titiritera”, Así comenzó la tristeza; “Eras insumisa y ahora acatas el destino / con la mejor de tus sonrisas. / ¿Pero echas tanto de menos la carcajada!”, Mar muerto). En resumen, “Ser animal por encima de todo / y no resguardarme de la lluvia” (No pensar). Asistimos en estos poemas a la lucha entre la vulnerabilidad y la fortaleza, entre la razón y la enfermedad mental, entre el sosiego y la locura: “Somos cuencos frágiles que logran /mantenerse intactos en la vitrina” (Vulnerables); “Entre el murmullo de voces / que taladran tu cabeza / sobresale el arrullo / la nana susurrante” (El castillo). La dureza de los poemas es esa primera persona, ese diálogo, esa descripción de los instantes, de los detalles: “La dejo triste y ausente en la puerta: /…/ Me siento lisiada, estafada, herida, / tentada de rezar, a invocar fuerzas / de las que soy una absoluta descreída. // Muchos lo llamarían blasfemia, / pero la desesperación resuelve milagros. /…/ Acelero el paso y vuelvo a su vida / mientras preparo el regreso // Otra vez” (Dolor); “Ahora todas sus necesidades caben en una bolsa: / cepillo de dientes, desodorante, crucigramas, ropa limpia, / un par de zapatillas nuevas –sin cordones–” (Las horas de visita). Si el poemario girara alrededor de reflexiones conceptuales, de metáforas, que, por supuesto las hay (“Pero a vez, con las peores cartas, / es posible ganar la partida”, La partida; “El libro que queríamos escribir / ya no tiene páginas en blanco”, Aléjate de mi memoria) no alcanzaría, no el dramatismo, sino la verdad que se contiene: “y que tus manos no conocen / el áspero y abrasador roce de la soga” (Aceptación).
Julia Navas recuerda aquella magnífica pero terrible canción de Stephen Stills cuando avisa: “Enamorarse de quien te ama. /Mentir y dibujar la felicidad / viñeta a viñeta /…/ Colgar la ropa cuando el viento / arrecia para que vuele lejos / y quedarte con lo puesto / para no mudar tus propósitos / en la próxima primavera” (Lo cotidiano). Porque parece que la salida, la incierta solución es retornar a lo básico, por eso se sufre “Hambre de dolor para ser / algo más que animales. /…/ Nosotros no hemos pasado hambre, / pero somos especialistas / en reciclar botellas sin mensaje, / en dirimir tragedias inexistentes / y necesitar todo aquello que nos hace / irremediablemente infelices” (La casa nueva). Los deseos contradictorios, la perplejidad de la vida se manifiesta en el afán de cercanía que el amor necesita, pero se contrapesa con la libertad que el amor ansía: “Curo tus heridas / y vuelvo a lanzarte al exterior, / a los pies de esos gigantes / que nunca se disfrazaron de molinos” (La desprotegida). La protagonista siente una sensación de derrota, de necesidad de refugio y dejar que el tiempo se haga cargo: “Hoy solo quiero que acabe el día, / dejar la pantomima de cumplir. / Acomodarme en la noche / y agarrar la almohada rellena de ensueños / para construir un mañana a mi medida” (Supervivencia). Por esa contradicción interna se sufre un desgarro que conocemos bien: “Ahora las distancias son muros de metacrilato / y jugar al gato y al ratón para evitar el roce que tanto necesitamos” (La sábana); “Cumplo todas las estrategias de urbanidad / pero en mi interior / habita una terrorista / con ínfulas de arrasar el mundo” (Catatonia).
Hay mucha valentía en este libro, mucha contención y una elaborada manera de acercarse de manera casi tangencial, casi fuera de foco al dolor que se padece por amor, un dolor provocado por la enfermedad mental, por los desencuentros, por las contradicciones internas que sufrimos al enfrentarnos a ellas. Solo puedo decir que yo no he salido indemne de este libro.
Sólo alguien sin sentimientos podría salir indemne.
ResponderEliminarHa sido una muy buena expresión de la sensibilidad que contiene.