El
fin de semana pasado, en unos grandes almacenes con nombre bucólico, encontré
una oferta de libros de saldo. No pude resistirlo y me abalancé sobre la pila
desordenada de libros y pasatiempos, dvds fuera de sitio. Mientras intentaba
reconocer algo que mereciera la pena, una pareja algo mayor discutía de
política con otro señor. Su aspecto no era precisamente universitario, lo que
hacía de la escena algo aún más interesante. La señora explicaba que Podemos
era una mala idea, que Venezuela estaba muy mal y que Syriza en Grecia, que es
Podemos -aclaraba-, acababa de bajar las pensiones un 30%. Argumentaba que ella
y su marido habían estado toda la vida en el sindicato, en todas las
manifestaciones, ¡compañero, únete! Y que había sufrido la decepción de la
lucha. Yo, decía con algo de remordimiento, era de izquierdas, pero ahora no.
Ser de izquierdas es de ignorantes, de analfabetos, sentenció.
Y
uno, que tiene sus estudios, universitarios tuvo la tentación de contestarle a
esa señora, pero como temí que no iba a ser de buenos modos, seguí sumergido en
la vorágine de libros de todo tipo hasta que me llevé un botín considerable. El
discurso de la señora no es nuevo. De siempre hemos sabido que quien a los
veinte no es revolucionario, no tiene corazón; pero el que a los 40 no es
conservador, no tiene cabeza. Parece una ley inexorable de la madurez humana.
Y es
que es fácil desencantarse, está pasando en todas las democracias occidentales,
y, especialmente en la nuestra. Lo llaman eufemísticamente “desafección
política” y narra, con una media sonrisa, la inutilidad de la lucha contra el status
quo. El movimiento que ocupó las plazas y que renovó las ansias
políticas de mucha gente y lanzó a muchísimos jóvenes a posicionarse fue
atacado desde el principio aludiendo a la sensatez de lo establecido.
En
el fondo, el razonamiento de estos sensatos es un poco cínico. Y es que a nadie
le gusta ser tenido por ingenuo, que es sinónimo de tonto en la práctica. Es
preferible sospechar de todo, tener una opinión pesimista y desconfiada ante lo
nuevo. Estos nos han decepcionado, los otros nos decepcionarán. Más tarde o más
temprano. ¿Ves?, ahora va en coche. ¿Ves?, ahora tiene enchufados. En todos los
partidos hay corrupción, todos somos corruptos, lo que pasa es que cada uno en
la medida de sus posibilidades... Para quedar como crítico inteligente la mejor
receta es despotricar contra toda obra, que nada nos satisfaga, porque, si nos
deshacemos en alabanzas hacia algo, siempre puede llegar otro más listo que nos
diga que es un timo, algo que se hizo antes, que le falta ambición o le sobra
pretenciosidad. Critiquemos y así quedamos de más listos. Y, ante la duda,
abusar de la ironía.
Lo
que subyace en este cinismo es la constatación que contra los poderosos no hay
nada que hacer y conviene no enfadarlos. Syriza lo sufrió en sus carnes y en
las del pueblo griego. Osó hacer un referéndum desafiando a la Troika y
endurecieron las condiciones del rescate hasta llegar a la humillación. Frente
a los mafiosos es siempre más sensato obedecerles a la primera que intentar
hacerse el gallito. Ellos siempre ganan y merece la pena ser pragmático.
Por
supuesto que esta manera de pensar me parece despreciable. Un poco de orgullo,
por favor, no vayamos deshaciendo la cama tan rápido. Y además, es poco
práctico. Cuanta menos resistencia opongamos, más nos exigirán. Los mercados,
los empresarios, los banqueros, los corruptos son insaciables, siempre quieren
más. Si cedemos la hora del bocadillo irán por las vacaciones, si concedemos
que vivimos por encima de nuestras posibilidades, pagaremos todos los
rescates...
Si
unos partidos resultan iguales o peores que los que les precedieron, votemos a
nuevos partidos. Si también nos decepcionan, echémosles del gobierno. Y así hasta
que se vayan portando mejor. No hay otro remedio. En lugar de eso, lo que
parece sensato es no enfadarlos, que luego se vengan de nosotros. Es mejor
buscar aliados, cuanto más grandes, mejor, para poder imponernos a los demás,
o, por lo menos, para estar en el bando de los ganadores. Como la estrategia de
Aznar en las Azores, o la de Felipe González con la OTAN.
Lo
que percibo en estas estrategias es la moral del esclavo. En los resúmenes
básicos de Nietzsche se habla con desprecio de la moral del siervo, negadora de
la vida mientras que la moral del amo es la que refleja la voluntad de poder.
El señor no da explicaciones, acepta el sufrimiento porque ama la vida, impone
su voluntad sobre los demás. Mide la bondad o maldad según las consecuencias, no
por la intención. Es la moral del fuerte. Y los siervos, débiles, envidiosos de
ese dominio invierten los valores morales. Los valores vitales son negados por
el resentimiento y acusan a los señores de maldad. La culpa, Sócrates, Platón,
el judaísmo y el cristianismo. Ellos propugnaron la humildad, el posponer el
goce de la vida a la vida ultraterrena. Volvamos a tener la moral de los
señores, vivamos la vida.
Se
olvidan los nietzscheanos apresurados que hay algo peor que la moral del
resentimiento. Es la moral de quienes disfrutan de los mismos valores que los
señores sin serlo. Puede ser por indefensión aprendida, tantos palos al perrito
que no se resiste, que se ofrece como una hembra. Esta moral servil y no
resentida puede entrar en la falsa conciencia que decían los manuales básicos
del marxismo. Es la ideología que nos hace identificarnos con los dominadores.
Es la de los prisioneros de los campos de concentración que son aún más duros
que los carceleros. Así somos con estas consideraciones.
Que
disfrutemos con sus abusos, que nos pongamos de su parte, que estemos más
pendientes del albañil que cobra sin contrato mientras disfruta del paro que
del gran empresario que vacía las empresas de millones de euros, que pongamos
al mismo nivel la corrupción política y las pequeñas trampas en el trabajo, que
admitamos que si no nos controlan nos desmadramos, que busquemos que tengan
mano dura con nosotros, que concedamos que vivimos por encima de nuestras
posibilidades, que no perdonemos al que es como nosotros y justifiquemos a los
que nos oprimen, nos cobran todas las tasas, nos desahucian, nos callan
mediante multas, que les demos la razón es mucho peor que el resentimiento. Al
menos éste consigue ser un revulsivo contra los abusos de los poderosos.
Porque
los poderosos abusan. Y las consecuencias son más graves. Pensar que nosotros
nos beneficiamos tanto del sistema como aquellos, sí que lo fortalece. El
antiguo capitalista, austero, tacaño hasta el exceso, pendiente más de su
empresa que de su bienestar personal ha desaparecido si alguna vez existió.
Ahora, en cambio, tratan de derrochar indecentemente, atacan las democracias
como obstáculos a su poder, destrozan gobiernos, sistemas económicos,
empobrecen a la sociedad mientras que ellos aumentan su riqueza. Y nosotros los
veneramos, los fotografiamos con admiración, los justificamos.
Al
menos, que quede en nosotros la resistencia del pensamiento y la voluntad.
Quizá no tendremos más remedio que obedecer, pero no lo hagamos convencidos. No
les hagamos más fácil su dominio, que se esfuercen en reprimirnos, que se haga
explícita la lucha. No nos hagamos soldados de su bando, bajo ninguna excusa,
ni naciones, ni ideologías, ni secretas envidias.
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