¡Qué
trabajo nos cuesta a los humanos decir adiós! Adiós a las personas, a los
lugares, a los años, a los cargos… Nos quejamos de la terquedad de esos
personajillos que mendigan nuestro voto y no se resignan a pasar a un segundo
plano. No sólo son adictos a las riquezas y al poder, también necesitan una
dosis de reconocimiento, pobrecitos. No saben dejar paso, no pueden asimilarlo.
Después de ellos, la barbarie. Se comportan con la ingenuidad de los novios
pesados que se resisten a colgar el teléfono. Es difícil decir adiós.
Hay en
nosotros una tendencia a perpetuarnos, a realizar las mismas acciones,
apoyándonos en las rutinas para poder caminar por la vida sin pensar, dedicando
nuestros esfuerzos a las eventualidades no previstas, a los proyectos, a los
sueños, al deseo. Nos vamos manejando entre los automóviles, sorteando los
semáforos, cruzando las calles, como si cielo y tierra se fueran a mantener
siempre fijos.
Brindamos
con optimismo por ese futuro previsible y conspiramos para introducir de
contrabando sensaciones y emoción, planificamos escapadas románticas,
organizamos ejércitos enteros de mudanzas y dibujamos un storyboard de la película de acción que querríamos para nuestra
vida.
Suspiramos
aliviados de estar vivos, de poder desear conscientemente y no degradarnos en
el gris de la monotonía. Nuestro corazón late, siquiera imperceptiblemente,
todavía somos salvajes y oímos con claridad la llamada de la selva. Creemos
saber el trascurso lento y seguro de nuestra vida y ansiamos las cataratas
bravas, los turbulentos vaivenes de un destino que no debería estar escrito.
Sin
embargo, el trascurso de los días nos ofrece un horizonte bien distinto.
Sabemos que no somos eternos, y que tampoco son eternos los que nos rodean. Tenemos
la sospecha de que pueden emigrar los amigos, que pueden romperse los cristales
de los marcos de las fotografías, y que el olvido puede hacernos trampas a
nosotros, que siempre fuimos tahúres virtuosos. Cada día, la obstinada realidad
borra con trazo leve pero firme detalles, colores, formas y rostros. El tiempo
nos los vuelve a presentar tras un olor, un fogonazo imprevisto, una canción…
¿qué fue de…?, ¿qué hice con…? Objetos que se desvanecen, personas en una
estación a la espera de la vuelta…
No
queremos decir adiós, quisiéramos siempre guardarnos una carta en la manga, un
mensaje para que el futuro no cierre las puertas. La llave para recuperar las
contraseñas. Pero aprendemos a decir adiós. Nos despedimos de etapas de nuestra
vida sin nostalgias, con la alegría de comenzar vidas nuevas en la misma medida
que nos atemorizamos cuando abandonamos lugares conocidos para aterrizar en
planetas ignotos.
Podemos
cantar con Cole Porter, que cada vez que decimos adiós, morimos un poco. Y
morimos también cuando no lo decimos, dos veces porque nos muerde rabiosa la
conciencia que no cierra la partida, que deja encendida la televisión, que
rompe en pedazos el punto y final de la gran novela que pudimos escribir.
El
cínico guionista de nuestra vida programa, diseña a menudo que no seamos los
protagonistas del show, que pasemos a
segundo plano, que tomen la palabra otros, que nos manden a paseo, que nos
saluden con la mano, que se alejen a la francesa, dejándonos compuestos y sin
novia. La vida decide tantas veces por nosotros que no soportamos el hecho de
que sea el azar y ponemos rostro al Destino. Y lo maldecimos con la misma
facilidad con la que suspiramos aliviados al momento de que la odiosa bruja del
Oeste pisa con firmeza la puerta del hasta nunca.
Hay
momentos en la vida que sabemos que son cruciales. Que si pronuncias el conjuro
prohibido el mundo se derrumba y no hay vuelta atrás. Si tomas la desviación la
autopista no hay cambio de sentido. Si te preparas para la guerra, ésta acabará
por declararse. Arrepentirse no va a remediar nada. Quizás fuera mejor ocultar
y negar. Quizás el silencio dejaría inconclusa e inexplicable una historia. Ojalá
pudiéramos saber que necesitamos decir y qué callar, qué necesitan los demás
que digamos.
No
podemos confiar ni en los mapas ni en las tácticas, en nuestra cabeza tenemos
los peores estrategas, todos estamos cegados por el sol de la tarde por mucho
que nos queramos aferrar al volante. Las palabras amables, los regalos, el
sentimiento más puro a menudo no puede detener la avalancha que estalla y
arrasa.
Las
noches se hacen interminables, repitiendo a cámara lenta cada respiración, cada
vocal, cada pensamiento que golpeaba como martillo de piano la melodía del
adiós. Era irremediable, no podía ser de otra forma, no se puede retener el
tiempo en una red, no se puede meter en un acuario a las personas, imposible rebobinar
las lágrimas. La toma está hecha, aunque te alcance el sueño con un nuevo happy ending que nunca ocurrió.
¿Es
mejor decir adiós o que el tiempo lo susurre entre las olas del mar? ¿Pueden
las palabras curar tan fácilmente como son capaces de herir? Así son las
despedidas, puntos suspensivos en el discurso de nuestra memoria.
Vendrán
también las bienvenidas, los reencuentros, los abrazos. Recordaremos
inesperadamente las aventuras de una niñez que apenas nos pertenece, nos
devolverán los amigos y los paisajes. La vida será un intercambio de figuras
con un fondo. Algunas alegrías, algunos traumas, un cóctel de imprevistos que
rompe la rutina que asumimos como normalidad día tras día.
A
veces, volvemos a unir las piezas del puzle y vuelven a reunirse las promesas,
el viaje ha sido corto y alegres vienen de la mano los rostros que habitarán de
nuevo, por una eternidad que dure lo que dure, nuestra burbuja. Como día tras
día vuelve a aparecer el mundo tras la pequeña muerte de cerrar los ojos en la
oscuridad del sueño.
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