Es fácil asociar el punto de
partida con Schubert y su famosa obra. Guillermo Martín Bermejo, conocido
especialmente en su faceta de artista gráfico, es un autorretrato, “a mis
cuarenta y cinco años”. Es un ejercicio de introspección, una “leve
autobiografía poética”, “a través de los títulos del Viaje de invierno de Franz
Schubert”. Recomienda el autor “leer este libro como si fueran canciones” (p.
13). En este viaje de invierno priman los recuerdos infantiles, los lugares
familiares, la casa de los abuelos, los primeros escarceos nocturnos. “Noches
otras que son solo el amargo sabor de un beso de tu boca sobre la propia piel”
(p. 17) … Intenta transmitir recurriendo a los sentidos, los olores, los tonos,
las atmósferas, a través de los pequeños detalles como los consejos de su madre
o las muchas mudanzas: “Mi madre nos inculcó el amor por el objeto abandonado o
melancólico” (p. 28)
Es, ni más ni
menos, un ejercicio de nostalgia personal que difícilmente podría contagiar al
lector ajeno a esas vivencias si no es a través del arte del lenguaje y de esa
cualidad de que todas las vidas se parecen, todos los recuerdos son
reelaboraciones de los mismos patrones y lo que se escapa ejerce la fascinación
de lo exótico. Como pudieron se exóticos los lugares entre los que se siembran
los recuerdos, Berlín, Nueva York, las largas temporadas en Palma… Aunque,
confiesa, “Para mí Madrid es ese referente o lo era” (p. 52)
A través de la
cualidad de la denostada prosa poética (“Quizás mis lágrimas si alcanzaran
algún fuego”, p. 26), se van desarrollando tanto el relato como las reflexiones
sobre el arte y la vida, sobre la música: “A mí me gusta rodearme de belleza.
Pero una belleza melancólica” (p. 27). La vocación sobre el dibujo es, por
supuesto, lo que más llena al autor, nos llega a decir que “Hay momentos en que
casi podría levitar cuando dibujo” (p. 29). Es el famoso estado de flujo de Mihály
Csíkszentmihályi. Guillermo Martín Bermejo apuesta por la reivindicación de la
vocación como profesión: “Estaba en un mundo creado para sí mismo. Un paraíso
artificial y silencioso de donde surgía ‘un arte íntimo, recatado y simbólico’,
como diría Cansinos-Assens” (p. 94). Y no es óbice para no tratar los aspectos
éticos de la profesión: “Una duda moral y ética me sobrevino de pronto. ¿Era
ético vender mis trabajos a aquellos que seguramente me habrían hecho ‘bulling’
en el colegio? ¿Aquellos que seguían haciéndolo a todo el mundo en una sociedad
cada vez más injusta y feroz?” (p. 92)
Una
serie de referencias marcan la vida artística, con querencias hacia el
romanticismo alemán de los suicidas y Rilke, Proust, Los 400 golpes, Kavafis, referentes que sobrevuelan la narración.
Búsqueda de los outsiders en el arte, como Otto Meyer-Amdem, Klossowski, Henry
Darger, Alfred Kubin, Thomas Wolfe, Juan Ramón (“Dios deseado y deseante”),
Ramón Andrés, Argullol, Modiano: “Yo también, como Jean Cocteau fui aquel niño
que se reserva para tareas secretas y que anda sonámbulo en clase” (p. 59)
“Descubrí que
sin la ternura, como también le pasaba a mi amado Jaime Gil de Biedma, soy
incapaz de cualquier deseo sensual. Pero la ternura tiene un precio, se acaba
cuando uno aprende del otro tanto como para poder hablar como el otro. Y así se
acaba entonces todo, y la flor marchita muere entre las páginas de un libro
olvidado” (p. 38)
Asistimos también a un recuerdo
lleno de ternura hacia sus amigos, hacia las aficiones, especialmente el cine.
Quizás diríamos que son más una reflexión más que retratos en prosa. La
sensación al pasar las páginas es la de asistir a una visión fugaz, casi a
través de una pequeña ventana a retazos de los inicios de una vida de un
artista que no deja de preguntarse a sí mismo:
“Saldremos del cine con una sensación de
melancolía o no se sabe qué. Nos despediremos de los amigos y subiremos la
cuesta hacia la casa que ya no existe. Abriremos la verja verde y estaremos en
el jardín de nuestra infancia y entonces cerraremos el libro” (p. 146)
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