jueves, 18 de julio de 2019

Reseña de Rosario Troncoso: ‘Los ángeles fríos’. Calambur. 2019


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Flamante inauguración de Rosario Troncoso en Calambur con prólogo de Raquel Lanseros. Un cambio de tercio que coincide también con un paso más en la poética de la autora. Después de los primeros poemas en los que las pasiones se desbordaban y se atisbaba la incertidumbre, desde Nuestra orilla salvaje, Rosario Troncoso se embarca en un proyecto mucho más directo, o, como se revela en el prólogo, “un claro avance de su desarrollo poético, en el sentido de la sedimentación personal y depuración lingüística. De una profunda preocupación por la precisión y exactitud de la palabra. Troncoso emprende en esta última entrega poética una expedición hacia el territorio de la desnudez, entendida como esencialidad, despojo de todo artificio” (p. 11). Podríamos decir que se embarca en un proyecto de contención, “controlar la furia antes del temblor” (Las edades del sol), en un intento de estoicismo filosófico, poético y vital del que es muy difícil salir indemne.
                Continúa como leit motiv de la poesía de Rosario Troncoso, la ausencia en todas sus formas: “Y cuántas veces / soportaré tu muerte. / Tus muchas muertes” (Déjà vu); “Olfateo tus pistas. /Te busco entre la gente” (Instinto); “Todo es más simple: / Quería que volvieras. / Morir contigo”.
“Hoy te he visto en una fotografía.
Con esa chica se te ve feliz.

No pasa nada:
me gusta que te amen y que ames tú.
Asumo haber perdido.
No hay rastro en mí de melancolía.
Ay, Dios.
No aprendí nada en estos años.
Detestas las mentiras.
Perdóname” (Que ames tú)
Paisajes tras los que se esconde la desolación, “Otra vez agosto en pedazos” (En las raíces) y una estación, el verano especialmente y el omnipresente mar: la orilla, el océano frente a la casa, lo cotidiano, trasunto del delirio y lo desconocido frente a la batalla diaria y los desafíos conocidos. Sin embargo, como en las todas las entregas anteriores nunca la rendición o la derrota, siempre aparecen asideros de certezas: “No se sueñan los fracasos, no se aman. / No arden sin pausa veinte años” (Negación); “El pasado viene a mi cama / algunas noches, / y se tumba a mi lado. // Rozo su mano. Cambio de postura. / Y a pesar del frío, finjo dormir. / A veces intuyo sus ojos. / Parece que me mira. / Pero está muerto” (Visión).
Podemos apreciar, sin duda, la sombra de Sylvia Plath, de cuyos versos (concretamente del poema Tres Mujeres, segunda voz) provienen los ángeles fríos, pero también de Alejandra Pizarnic (Refugio) y, en un ámbito más cercano en el espacio, de José Luis Morante (“No había olvidado esa sensación de absoluta consciencia de su cuerpo entero: desde el nacimiento del cabello hasta los dedos de los pies lo sentía, desde dentro /…/ Quiso dejarse morir con esa tranquilidad de las estatuas: la pasión bajo la piedra”, La tranquilidad de las estatuas) o “Brillar un solo día / previo al invierno. / Borrosa juventud”, La niña de las fotos). Este es un claro ejemplo de esa depuración. Objetivo, ser un haiku, pero no por su consecución silábica, sino por su procedimiento poético y filosófico.
“Para qué la piel. Para qué mis huesos
sosteniendo mi nombre y mi vacío

Que me lleve algún ángel de la guarda
bien lejos esta noche.

Y que el viento me arrastre en su garganta
al océano inmenso
de los días perdidos.” (Refugio)
Uno de los procedimientos que mejor maneja Rosario Troncoso es el que la eleva a partir de un acontecimiento, de una anécdota para trascender sin recurrir a la elipsis de las acciones, la grandilocuencia de las filosofías o la abstracción de los conceptos (que son los ángeles fríos de S. Plath): “Es difícil asumir que detrás / de estas paredes / se deshacen los pájaros” (Estorninos). La introspección que utiliza está convertida en objeto, encarnada en las sensaciones físicas concretas, casi dolorosas. No nos debe extrañar que dedique un poema, Efecto contagio, a la cobertura –o falta de cobertura– de la prensa de los suicidios., para no seguir el ejemplo de Woolf, Storni, Plath o Pizarnik. “Y en la tierra no habla nadie de naufragios” (Flotar).
                Es el paso del tiempo uno de los motivos temáticos para las ausencias, el tiempo “Llega dulce a nosotros / nos rompe por dentro” (Tiempo); “El silencio no nos duele como antes /…/ Atados a las sombras conocidas / creemos respirar” (Contención). En uno de los poemas en prosa confiesa: “Los tiempos perdidos permanecen en el aire solo en invierno. El frío los conserva para que brillen en el cielo limpio y nocturno” (Los tiempos perdidos).
La dolorosa lucidez ante las traiciones y las sospechas es otro de los temas recurrentes, “No hay así, nunca, posible lucidez que sirva. / Y se empeña mi sombra en bailar con un cadáver” (Lucidez), “Acertar siempre en las sospechas / anuda un lastre a los tobillos, / inabarcable como el mundo” (Sordidez). Posee, además, la valentía para afrontar el dolor de los otros, como en la devastadora descripción en Tardes de visita: “esos que con prisa y desmemoria traen nieve / en los zapatos / y acallan la conciencia / con un perfume / o cajas de pañuelos”; o la conciencia del desastre de las decisiones colectivas: “Por matar la mala hierba / hay quienes incendian una bandera, / o a sus hijos o la casa del hermano” (Vocación).
                Pero no pierde, y por eso finaliza el poemario con una dulce nana para su hija, la ternura y la sensibilidad que traspasa la piel de quien escribe y de quienes leemos: “Helena nunca quiere dormir sola. / Acaricio sus manos / y entonces todo calla de repente” (Helena).

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