Flamante inauguración de Rosario
Troncoso en Calambur con prólogo de Raquel Lanseros. Un cambio de tercio que
coincide también con un paso más en la poética de la autora. Después de los primeros
poemas en los que las pasiones se desbordaban y se atisbaba la incertidumbre,
desde Nuestra orilla salvaje, Rosario
Troncoso se embarca en un proyecto mucho más directo, o, como se revela en el
prólogo, “un claro avance de su desarrollo poético, en el sentido de la
sedimentación personal y depuración lingüística. De una profunda preocupación
por la precisión y exactitud de la palabra. Troncoso emprende en esta última
entrega poética una expedición hacia el territorio de la desnudez, entendida
como esencialidad, despojo de todo artificio” (p. 11). Podríamos decir que se
embarca en un proyecto de contención, “controlar la furia antes del temblor” (Las edades del sol), en un intento de
estoicismo filosófico, poético y vital del que es muy difícil salir indemne.
Continúa
como leit motiv de la poesía de
Rosario Troncoso, la ausencia en todas sus formas: “Y cuántas veces / soportaré
tu muerte. / Tus muchas muertes” (Déjà vu);
“Olfateo tus pistas. /Te busco entre la gente” (Instinto); “Todo es más simple: / Quería que volvieras. / Morir
contigo”.
“Hoy te he
visto en una fotografía.
Con esa chica
se te ve feliz.
No pasa nada:
me gusta que
te amen y que ames tú.
Asumo haber
perdido.
No hay rastro
en mí de melancolía.
…
Ay, Dios.
No aprendí
nada en estos años.
Detestas las
mentiras.
Perdóname” (Que ames tú)
Paisajes tras los que se esconde
la desolación, “Otra vez agosto en pedazos” (En las raíces) y una estación, el verano especialmente y el
omnipresente mar: la orilla, el océano frente a la casa, lo cotidiano, trasunto
del delirio y lo desconocido frente a la batalla diaria y los desafíos
conocidos. Sin embargo, como en las todas las entregas anteriores nunca la
rendición o la derrota, siempre aparecen asideros de certezas: “No se sueñan
los fracasos, no se aman. / No arden sin pausa veinte años” (Negación); “El pasado viene a mi cama /
algunas noches, / y se tumba a mi lado. // Rozo su mano. Cambio de postura. / Y
a pesar del frío, finjo dormir. / A veces intuyo sus ojos. / Parece que me
mira. / Pero está muerto” (Visión).
Podemos
apreciar, sin duda, la sombra de Sylvia Plath, de cuyos versos (concretamente
del poema Tres Mujeres, segunda voz)
provienen los ángeles fríos, pero también de Alejandra Pizarnic (Refugio) y, en un ámbito más cercano en
el espacio, de José Luis Morante (“No había olvidado esa sensación de absoluta
consciencia de su cuerpo entero: desde el nacimiento del cabello hasta los dedos
de los pies lo sentía, desde dentro /…/ Quiso dejarse morir con esa
tranquilidad de las estatuas: la pasión bajo la piedra”, La tranquilidad de las estatuas) o “Brillar un solo día / previo al
invierno. / Borrosa juventud”, La niña de
las fotos). Este es un claro ejemplo de esa depuración. Objetivo, ser un
haiku, pero no por su consecución silábica, sino por su procedimiento poético y
filosófico.
“Para qué la piel.
Para qué mis huesos
sosteniendo mi
nombre y mi vacío
Que me lleve algún
ángel de la guarda
bien lejos esta
noche.
Y que el viento me
arrastre en su garganta
al océano inmenso
de los días
perdidos.” (Refugio)
Uno de los procedimientos que
mejor maneja Rosario Troncoso es el que la eleva a partir de un acontecimiento,
de una anécdota para trascender sin recurrir a la elipsis de las acciones, la
grandilocuencia de las filosofías o la abstracción de los conceptos (que son
los ángeles fríos de S. Plath): “Es difícil asumir que detrás / de estas
paredes / se deshacen los pájaros” (Estorninos).
La introspección que utiliza está convertida en objeto, encarnada en las
sensaciones físicas concretas, casi dolorosas. No nos debe extrañar que dedique
un poema, Efecto contagio, a la
cobertura –o falta de cobertura– de la prensa de los suicidios., para no seguir
el ejemplo de Woolf, Storni, Plath o Pizarnik. “Y en la tierra no habla nadie
de naufragios” (Flotar).
Es
el paso del tiempo uno de los motivos temáticos para las ausencias, el tiempo “Llega
dulce a nosotros / nos rompe por dentro” (Tiempo);
“El silencio no nos duele como antes /…/ Atados a las sombras conocidas /
creemos respirar” (Contención). En
uno de los poemas en prosa confiesa: “Los tiempos perdidos permanecen en el
aire solo en invierno. El frío los conserva para que brillen en el cielo limpio
y nocturno” (Los tiempos perdidos).
La dolorosa
lucidez ante las traiciones y las sospechas es otro de los temas recurrentes, “No
hay así, nunca, posible lucidez que sirva. / Y se empeña mi sombra en bailar
con un cadáver” (Lucidez), “Acertar
siempre en las sospechas / anuda un lastre a los tobillos, / inabarcable como
el mundo” (Sordidez). Posee, además,
la valentía para afrontar el dolor de los otros, como en la devastadora
descripción en Tardes de visita:
“esos que con prisa y desmemoria traen nieve / en los zapatos / y acallan la
conciencia / con un perfume / o cajas de pañuelos”; o la conciencia del
desastre de las decisiones colectivas: “Por matar la mala hierba / hay quienes
incendian una bandera, / o a sus hijos o la casa del hermano” (Vocación).
Pero
no pierde, y por eso finaliza el poemario con una dulce nana para su hija, la
ternura y la sensibilidad que traspasa la piel de quien escribe y de quienes
leemos: “Helena nunca quiere dormir sola. / Acaricio sus manos / y entonces
todo calla de repente” (Helena).
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