La trayectoria artística de Pablo Fidalgo Lareo abarca múltiples disciplinas que se entrelazan, el autor confiesa que este libro pertenece a un proyecto conjunto con la pieza escénica La enciclopedia del dolor. Tomo I. Esto que no salga de aquí. Es el resultado de los recuerdos de su colegio –que salió en las noticias tras denuncias de abusos–, un ingreso hospitalario por problemas de salud y la venta de la casa familiar. Todo ello remueve la memoria y la propia identidad: “¿Cómo elegir / entre el deseo de tener una casa / y liberarme de esa herencia? /…/ ¿A qué estoy dispuesto / para ser buen hijo?”.
Más que escritura confesional, es terapéutica, una manera de exorcizar. Este es un volumen duro, en el que el poeta hace un ajuste de cuentas con sus padres: “¿Estás seguro de que ser un buen hijo / consiste en dar a una madre lo que quiere?”. Continúa, en ese sentido su obra anterior Mis padres: Romeo y Julieta (Pretextos, 2013) y llega más aún más lejos y más profundo. Predomina la sensación de extrañeza, de desubicación como Ulises en el destierro, que tanto tiene en común con El perro en la puerta de la casa (Liliputienses, 2021). Todo cobra sentido en esta indagación hacia las raíces personales, o su envés, la pérdida de esas raíces: “Que para librarme de la herencia / tengo que quedarme sin nada y sin nadie / una y otra vez”.
En el diálogo aparecen los fantasmas y se enmascara dentro y fuera del individuo: “Aprendo a diferenciar / el frío que puedo combatir / y el frío que se me quedará en el cuerpo”. En lo más prosaico y cotidiano (“Te acompaño en la ceremonia / y el día después me retiras la palabra”) y en lo trascendente (“En ese momento comprendo / que mientras alguien me tenga en sus brazos / no podré salvar la vida”). El poeta necesita reubicarse y retomar lo que definió el paisaje emocional y sensorial de la infancia: “Necesitaría volver a ver aquel lugar / que tenía forma de casa. / Yo me convertí en una isla / y la isla se acostumbró a esa dejadez / y a que cualquiera le gritase”. El juego con el pasado es siempre una ceremonia, una repetición ritual de los símbolos: “Sin embargo, quien llega / solo viene a confirmar lo que ya sabe: / que somos herida, / y muerte, / y celebración”.
El tema del silencio va surgiendo como velo que se va descubriendo, dice Pablo Fidalgo, “Yo pertenezco a una estirpe que no escucha / porque lo tiene todo hablado”. La luz ciega tanto como la oscuridad, hablarlo todo hasta que queda todo diluido y asumido, pero “Prescriben los delitos, pero no las palabras. / No prescribe la falta de atención”. La herida, por mor de la cicatriz, continúa, acaba siendo una señal de identidad propia. Y acaba por infiltrarse en la identidad, acaba doliendo en cada grieta: “Yo no estaba preparado para que el cuerpo / así como fuera, fuese deseado”; “Tengo vergüenza de cualquier cosa / que signifique ser infiel a la madre / o la locura de familia”.
“Si alguien es rechazado por todos
¿dónde sacia su sed?
¿Dónde llena su deseo?
¿Tengo que elegir entre saciar mi sed
y encajar?
Tengo que elegir entre no me habla
y llegar vivo hasta aquí?
Soy lo que no pude ser.
Esa necesidad
Absoluta
de cuestionarlo todo.
Esa atención extrema
a que nadie me toque”
La primera persona es omnipresente: “Soy parte de una familia / de la que se esperaba silencio y más silencio”. Lo que se oculta en estos versos es la traición de quienes deberían proteger: “¿Es la misma persona la que te hace llorar / y la que te consuela? / ¿La que te toca y la que no te toca / la que te pide perdón? / ¿Es la misma persona la que te muerde / y la que te cura?”. No solo en la familia más directa, con todos los traumas que conlleva crecer, también en el recinto sagrado: “Yo me defiendo de la idea de un dios / que te toca sin permiso, / que te muerde y no te suelta. / Yo me defiendo de un dios depravado / y de la alta competición. /…/ Yo me defiendo de un dios que dice / que con mi cuerpo es imposible vencer”.
El poeta tiene que recurrir al uso de preguntas, y más que un diálogo imaginario o deseado, son casi lamentos, gritos, preguntas retóricas que se alzan como denuncia: “¿Hasta qué punto arraigó en mí / la idea de no volver nunca, / de perfeccionar el desarraigo?”; “¿Es esto lo más parecido a un jardín o a una casa que puedo imaginar? / ¿Un sitio en el que todos están callados, castigados y contra la pared?”. El carácter de conversación, de autodiscurso se aprecia en la propia disposición de los versos, de los encabalgamientos, de los destellos en los que se componen los poemas.
Hay un desamparo que pesa: “Madre, / nadie se ofrece a llevarme en brazos / cuando no puedo más”. Y que, como la canción de Neil Young, el dolor se encadena y abarca mucho más que un individuo, una persona: “No hay forma de ser consolado / porque muchas generaciones / esperan consuelo antes que yo”. La terrible consecuencia traspasa el ADN, se filtra en la esencia del poeta: “Puede que sea un monstruo / pero eso no significa / que pueda cargar yo solo / el cuerpo de ese monstruo”.
No se trata de imputar al pasado de lo terrible del presente, no se trata de expiar las culpas o esconderlas, es un ajuste de cuentas que persigue la reubicación, la definición propia más que la reparación y el consuelo: “Un buen hijo de madre loca la encierra solo lo justo”. Para terminar el volumen, a mano, hay un poema
“Mi madre me explicaba su dolor
en el único parto que ha vivido
Me escapé de aquella ciudad
pero no oírlo
para desertar.
Después de mí no morirá nadie,
yo lo sé y tú también,
¿qué pruebas tengo?”
La dejadez es el sinónimo del abandono, de la negligencia, de la falta de voluntad para establecerse en su lugar, de ser padres, de mantener la casa, de asentarse con firmeza. La dejadez, simultáneamente relata el abandono maternofilial o los abusos, tanto como el abandono que es necesario realizar con el pasado. Un libro lúcido por desmitificar la realidad y la memoria.
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