Espléndido prólogo de José Cereijo da paso a un poemario ceñido a las coordenadas de un curso escolar, una metáfora vital que evidencia que de la escuela difícilmente podemos salir. Algunos poemas ya estaban publicados, otros son inéditos, pero el conjunto es un robusto poemario de emoción contenida y sabiduría poética.
La prueba de ingreso recuerda la artesanía que se esconde tanto en la forja como en los versos: “Qué dúctil a los versos es el hierro. / Yo he visto hacer su forja” (La fragua de Ángel). Comenzamos con el Primer Trimestre, los asuntos de un poeta bisoño_ “iréis / guardando en los cajones, / con su fecha, / el instante preciso, los asuntos, / la ciudad y la nube / donde pudo asaltarnos / la impaciencia del ebrio / no sea que el dolor o la memoria, / un aroma imprevisto de lavanda, / algún libro o la lluvia / de septiembre preguntas / la ocasión es que un día es encontraron” (Advertencia). La biografía que se escribe con una bibliografía: “Me gusta leer / despacio a los poetas que me amaban, / me hicieron tanto mal / que sin piedad ni furia, ni esperanza, / sabedlo, los denuncio” (Denuncia). En especial destacamos la figura de José Agustín Goytisolo (“Recuerda que el dolor nunca es antiguo / y que sigue extendiéndose, / que no es ajeno, / porque somos nosotros”, Canto a J. A. G.); Oliveiro Girondo (“cuánto amo los versos que son valijas viejas y moradas / para llevar callados los instantes”, Oliveiro y los versos). Como sentencia Francisco Caro en La curva libertad: “a veces / la poesía es / un carcelero ciego”.
En el Segundo trimestre se homenajean figuras más cercanas en el tiempo, Ángel González, Cirlot, Vallejo, Auden, Ángel Crespo, Ungaretti, Antonio Colinas: “quién pudiese escuchar / tanta brasa y su fruto, / tanta luz en penumbras / quién pudiera saber, como Colinas, / que solo en tacto / se pronuncian los dioses / o que arder es mirar / y el relato ceniza en los ojos” (Fuego en Paestum). Francisco Caro desgrana con la devoción de quien aprovecha tanto la lectura como la vida: “no os extrañe / si el buen poema escrito / permanece secreto, sigue oculto / a la vista de todos, entre miles y miles / solitario” (El buen poema escrito). Sabe con lucidez que ni en los versos ni en la vida hay solución: “No lo busques, poeta / mercader // para ti no habrá nunca / el poema perfecto” (Anónimo censo).
Toma la voz de otras poetas: “Yo soy Anne Sexton / mi primera persona” (Alguien escribe el último poema de Anne Sexton); “húmedo, quiéreme, píseme, que tu deseo pise / el antiguo y ajeno de Alejandra / que esperaba… te” (Alejandra Pizarnik ensaya su muerte), igual que se acerca a Kavafis: “Luego sea vago ayer los cuerpos, / por extender la ruina del poema // sea viaje sabernos sin destino” (Viaje a Adonis). Este no es un curso académico, es la vida que se encarna entre los versos: “entre versos / al animal rebelde, / al vagabundo andar del unicornio / al que los dioses llaman Poesía” (El cazador); “Llegué a los verbos / desde el vengo, yo vine / por el mar a la mar, dije espiga / a la espiga, tal vez por eso, / por su voz de inocencias, / viví calladamente” (Contra la indefensión).
Un proyecto vital que va madurando en el Tercer trimestre: “Sucede que los tigres envejecen” (Café Gijón). El poeta se acerca a su oficio con la sabiduría de los años: “Tintada o fónica, / el poema es materia, / un fenómeno físico, medible. / La poesía nunca” (Nunca); “Mi conciencia son nombres espirales / esperando a ese día, el único entre mil” (Pessoa busca en todos los escaparates); “huella presa de sílabas contadas” (El verso). Porque no se trata de contar sílabas con las manos, sino que, como aconseja: “sabed que no es la nieve / ni el camino, / sino la forma / del camino en la nieve” (De la voz como estela). Y es que “solo el poema puede / penetrar, / bisturí, la verdad / y no romperla // alojarse en su vientre, / dejarla en confusión, / embarazada” (La verdad). En suma, sentencia: “ni él ni yo debemos / aceptar más palabras” (Cabo).
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