Seguimos con
las dudas y seguimos hablando del sufrimiento. Hay distintos tipos de dolor,
por diversas causas, de diferente intensidad, con muchas formas, hay penas
físicas, pesares del alma, hay torturas infringidas, sufrimientos
involuntarios. Hay una forma muy especial que nos hace mucho daño. Tiene que
ver con la indignación y la impotencia.
La indignación
es un sentimiento que nos hace humanos, sufrimos cuando nos ponemos en la piel
de otra persona y vemos que se ha producido una injusticia sobre otro. Sufrimos
esa injusticia como propia y nos duele en nuestra propia piel. Sentimos una
rabia interior hacia esa situación que no vivimos realmente, pero que realmente
sentimos como personal. Para muchos es el inicio del juicio moral y de la ética
humana.
La impotencia
tiene algo que ver con la indignación. Abarca la sensación de incapacidad para
poner fin a una situación, bien injusta, bien dolorosa. No encontramos la
manera de superarla, de acabar con las raíces del problema e incluso con los
síntomas de él. La impotencia es una forma de frustración que hacemos nuestra.
Ese es el rasgo en común que veo entre la indignación y la impotencia.
La impotencia
puede acabar en lo que los psicólogos llaman indefensión aprendida. Se da en
los casos en los que es inútil cualquier rechazo, cualquier revuelta es inútil
y aprendemos a resignarnos a ese sufrimiento, a esa injusticia, a ese
sometimiento. Pero no sólo es una resignación pasiva, llega a ser una
aceptación, a veces incluso gozosa del sometimiento. Los perros que han sido
apaleados sin piedad y sin motivo aprenden a ofrecerse como hembras antes
incluso de recibir nuevas palizas.
Cuando no
podemos cumplir nuestros deseos, por muy generosos que éstos sean, podemos
sufrir por la frustración, esa sensación de incapacidad para no lograr nuestros
objetivos. ¿Qué hacemos entonces? ¿Cómo reaccionamos ante esa acumulación de
frustraciones que es la vida diaria?
Normalmente
solemos recomendar que hay que descargar esa frustración, que si acumulamos
demasiada se puede desbordar y entonces estalla. Normalmente en el peor momento
posible. Por eso se recomienda no guardarse las cosas, ir soltándolas poco a
poco.
Esos
sentimientos negativos se comportan en nuestro interior como veneno que
emponzoña nuestras venas y que tenemos que expulsar. No podemos permitir que se
acumulen porque nuestra salud corre peligro. La frustración y la ira se
comportan como una presa, como un gas comprimido en un recipiente relativamente
frágil. Parece que este es el paradigma más reconocido. Miles de libros de
autoayuda y coaching insisten en la
importancia de no guardarse nada y así impedir que estalle la furia. Como
Michael Douglas en una memorable película.
Tengo que decir
que me surgen dudas con este paradigma. Lo veo muy claro. Entiendo
perfectamente, incorporo –en el sentido de que lo hago cuerpo- la sensación de
que la frustración se acumula como el agua en una presa. Tiene sentido, como
para Freud cuando hablaba de la sublimación. Si el agua no puede tirar por un
cauce, busca otro. Pero no me fío.
Intentaré
explicarme. Las palabras, creo, tienen una fuerza mágica. Todas las palabras
son mágicas pronunciadas de una manera concreta. Si esa indignación, si la
frustración, si la impotencia las siento como una energía interior que pugna
por salir, procuraré ir teniendo conversaciones que me calmen, soltaré
comentarios que me descarguen, daré patadas inofensivas. Así iré aliviando la
presa y evitaré un desbordamiento emocional, agresivo y violento.
Pero creo que
con cada conversación que rumie mi indignación, con cada invectiva que suelto o
con cada patada a la pared, estoy estableciendo un patrón de conducta. Pienso,
como mi maestro Luis Castro, que una fuerza fundamental del hombre es la
imitación. Imitamos lo que se supone que debemos hacer cuando estamos
iracundos, deprimidos, frustrados. Y no sólo imitamos a los demás, podemos
imitarnos a nosotros mismos. La costumbre hace el hábito.
Quizás lo que
hacemos no es acumular energía de la frustración, sino que modelamos nuestro
comportamiento hasta que se hace estable. La fuerza más importante es la fuerza
de la costumbre.
No sólo digo
que por repetirnos que la ira es una presa a punto de estallar, se convierta la
agresividad en un desbordamiento, lo que estoy poniendo en cuestión es si a
base de rumiar nuestras frustraciones estamos moldeando nuestra conducta. Si
hablamos para descargar nuestra presión interna, ¿no estaremos marcando el
camino para estar siempre quejándonos? Si corremos para evitar un golpe en la
cara a nuestro adversario, ¿no estaremos construyendo un patrón de agresividad?
En realidad no
lo sé, pero es una duda que me está carcomiendo. Sé de la potencia de la
indignación compartida como motor de cambio social. Sé de la indefensión
aprendida como una conducta que se instaura. Sé que hay personas que están
siempre rondando sus problemas y aburriendo a quienes les escuchan. Y por eso
me cuestiono si la solución es hablarlo todo, descargarlo todo, aliviar la
presa.
Quizás la
solución sea crear otras rutinas, aprender a olvidar ciertas pasiones, ordenar
nuestra vida siguiendo otros patrones, en lugar de repetir una y otra vez como
Sísifo, pero en vez de subir y bajar una roca, llenar y vaciar una presa.
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