Dicen de estos
tiempos inciertos que la gente tiene la piel muy fina, que hay riesgo para
hablar porque cualquiera puede denunciar que le has ofendido, que somos muy mijitas. Y que la culpa lo tiene la Dictadura de lo Políticamente Correcto.
La DPC, aliada a las redes sociales, ha trastocado tanto el mundo que es
imposible hablar sin ofender a nadie. Cuando no somos perpetuadores de un
estereotipo no cumplimos con las exigentes, farragosas e inútiles obligaciones
del lenguaje inclusivo. Si alguien comenta que ha comido una lechuga, con el
tiempo llegará el movimiento trending
topic a favor y en contra, y luego, por último, alguno de los popes del
articulismo español, recurriendo al argumento genital, creerá, desde la
condescendencia, solucionar la disputa dialéctica.
Será porque me gusta llevar la
contra, pero no me preocupa lo más mínimo. Será quizás que lo que escribo
importa tan poco que no tengo ni haters.
El caso es que el fenómeno no me parece ni preocupante, ni siquiera nuevo.
Recuerdo en mi juventud leer con la satisfacción única que se recibe cuando te
dan la razón a Lázaro Carreter o a Amando de Miguel despotricando contra los
últimos barbarismos en el lenguaje. Cualquiera que se adentre un poco en los
entresijos de la prensa histórica o de la historia de Grecia y Roma, sabrá que
las quejas han existido siempre, que siempre aparecían profetas apocalípticos
anunciando el fin de los días. O tempora,
o mores.
Y no es que piense que todas las
opiniones sean lo mismo, y que todos se quejan –nos quejamos– de lo que no nos
gusta. Creo que hay diferencias muy grandes en cómo se enfrentan las quejas,
además, claro está, del contenido de las mismas. Por ejemplo, las diferencias
entre los defensores de la igualdad entre hombres y mujeres, el feminismo.
Dentro del feminismo hay muchísimas variantes, es un movimiento muy rico, pero
hay veces que unas –y unos– no comparten las versiones de otras –y otros–.
Mujeres conservadoras que quieren dejar muy claro su rechazo hacia cierto
feminismo bajo el lema “no me representan” con más fuerza que su rechazo hacia
el machismo. Mujeres progresistas que insisten en desenmascarar el
autodenominado “feminismo liberal” que abandera cierto sector de la derecha.
Eso no es feminismo, dicen. Unas y otras difieren en la concepción del
feminismo, pero reaccionan de manera diferente y protestan de manera diferente.
La indignación es un sentimiento
muy llamativo porque nos hace ponernos en el lugar del ofendido. Presenciar una
injusticia sobre una persona a la que no conocemos nos hace a nosotros mismos
menos dignos. Por eso nos indignamos. A veces incluso más que los objetos de la
burla o la injusticia. Y no faltará quien los acuse de colaboracionistas, de
ser indignos por no indignarse. Víctimas del terrorismo que no se sienten
ultrajadas por ciertas declaraciones y que, de nuevo, sufren un escarnio por no
entrar en el juego de la indignación.
Se ha convertido en un tópico
señalar la falta de sensatez en la indignación –ajena–. Desde la burla y la
sátira, desde cuentas troll para desacreditar, desde la más sincera
preocupación… desde muchos puntos de vista se ve con preocupación que unos
padres se sientan indignados porque se ponga un belén en un colegio público,
que se quieran prohibir anuncios de cierto tipo en las televisiones… Es famosa
una viñeta en blanco como ejemplo de un chiste que no ofenda a ninguna minoría.
No pretendo enmendar la plana a
tan ilustres diagnosticadores de los peligros del futuro, pero alertar de la
ola de indignación pueril es una indignación pueril. Aquellos que se burlan de
los “indignaditos” son, paradójicamente, aún más “indignaditos”. Indignados de
segunda generación: se indignan porque se han indignado otros. Podemos entrar
en un bucle al hacer, como yo en estas líneas, una denuncia de los que se
indignan porque se han indignado con la indignación de los indignados.
Conseguir un mundo más justo y
ser sensibles a las desigualdades que no nos afectan directamente es uno de los
logros de la Humanidad de los que debemos estar más orgullosos. No solo para
los de nuestra especie, hemos ampliado la consideración hacia los animales que
tenemos más cercanos, legalmente incluso. Ser éticamente más considerados no
nos ha librado, tristemente, de acabar con la estupidez humana, ni con la
crueldad. En cualquier causa, por muy encomiable que sea, podemos hallar, sin
buscar demasiado, seguidores que desprestigian los ideales que dicen defender.
Animalistas que tratan mejor a su perro que a su pareja; antiimperialistas
bebiendo coca-cola, liberales que nunca
han trabajado en una empresa, feministas machistas, cristianos que violan
niños, pacifistas agresivos… gente que no predica precisamente con el ejemplo.
Al final, si damos la razón a
los apocalípticos anti-indignaditos corremos el riesgo de contribuir a una
sociedad más insolidaria, más aislada, menos empática y, a la larga menos
justa. Es el mismo peligro que trocear a las personas en grupos minúsculos de
recelosos de los discursos y acciones de los demás. No sé, a mí me parece un
peligro similar.
Pero, como me dicen más de una
vez: tampoco te quejes tanto.
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