Pensando en voz alta, a partir de
la discusión teórica entre las distintas versiones del feminismo me he
encontrado con un debate adyacente en relación con los derechos de las personas
trans. Sin entrar en lo que puede significar aceptar la autodesignación en los
casos de transexualidad, surge una cuestión previa sobre si esta autoafirmación
puede ser fuente de derecho.
Hace ya mucho
tiempo que abandoné la pretensión de que existiera una especie de “derecho
natural”, es decir, que los humanos tengamos derechos por el mero hecho de
enunciarlos. Los derechos necesitan de una suerte de colaboración entre los
miembros de la sociedad para que sean efectivos. Los hay muy evidentes, como el
derecho a la propiedad, la vida o la integridad personal. Estos necesitan, para
ser efectivos, del compromiso de todos los miembros de la comunidad para
respetarlos. Se podrían enunciar como derechos recíprocos. Yo respeto tu
propiedad a cambio de que tú respetes la mía.
¿Qué sucede si
este pacto no es efectivo? Normalmente recurrimos a sanciones sociales y, por
encima de todas, a la posibilidad de que el Estado, legítimamente, pueda
ejercer algún tipo de coacción o castigo. Es decir, necesitamos del Estado como
garante del pacto entre los ciudadanos. También como continuador
intergeneracional del compromiso . Estos derechos son aceptados casi
universalmente y entroncan con la visión liberal del Estado, más preocupada por
la intromisión de los gobiernos en los asuntos privados. Por eso hay otro grupo
de derechos que buscan la no intervención del Estado en esferas que no le
corresponden, como son el derecho a la libre expresión, libertad de culto o de
conciencia. Son derechos defensivos, de no injerencia del Estado. Los hay
individuales y colectivos, como el derecho a la asociación política y sindical.
Hay otros
derechos, sin embargo, que tienen una complicación mayor a la hora de ser
defendidos. Son los derechos derivados de un compromiso por mejorar la vida de
los ciudadanos. Ejemplos como el derecho al trabajo, a una vivienda digna o a
una protección de la salud. Si alguien incumple un derecho como la integridad
personal puede ser denunciado, pero, ¿qué sucede si enfermo, a quién denuncio? No es asunto baladí en estos tiempos de
pandemia. Sin embargo, estos derechos no tienen garantía judicial, no se puede
denunciar a nadie si no consigo una vivienda digna. Digamos que orientan las
políticas públicas y por eso hay muchos pensadores que pretenden eliminarlos de
la lista de derechos.
La protección
de la infancia, por ejemplo, se corresponde con derechos que requieren de la
actuación, no solo de los ciudadanos, sino de los poderes públicos. Y no puede
ser tenida como una reciprocidad. Ningún bebé puede comprometerse a cuidar a
nadie a cambio de ser cuidado, o a reconocer la identidad, cosa que es
fundamental para cualquier Estado.
La cuestión
es, ¿qué es lo que nos hace creernos en el derecho a tener derechos? Y más
concretamente, ¿en qué se fundan los derechos que tenemos o que podríamos
tener? A un nivel teórico los derechos
vienen expresados por la voluntad popular que, a través de los partidos
políticos, en una democracia parlamentaria, los reconocen en el Parlamento. Es
curiosa la expresión, “reconocer”, que implica que los derechos pre-existen a la Ley, cuando
estamos defendiendo que solo existen los derechos cuando la sociedad y sus
instituciones de comprometen a defenderlos y a implementar las medidas
necesarias para que esto suceda.
¿Pueden los
sentimientos ser origen del derecho? Desde mi punto de vista, ya lo son. Y en
dos sentidos, por un lado porque existen derechos que se reconocen como
sentimientos, como son los de escarnio o de ofensa a los sentimientos
religiosos. El código penal, en sus artículos 524 y 525 lo establece en
relación a “quienes, para ofender los sentimientos de los miembros de una
confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante
cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o
ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”.
El concepto de “escándalo público” también ha sido fuente de derecho. En la
actualidad se considera que son ofensas a la libertad sexual, y se reducen a
los casos de exhibicionismo y provocación sexual, especialmente a menores. No
soy especialista en derecho, pero estoy seguro que alguno más habrá en esta
dirección.
El otro
sentido podría ser considerar la necesidad moral de una sociedad como una
consecuencia de los sentimientos morales. Adam Smith, padre del liberalismo,
desarrolló paralelamente una teoría de los sentimientos morales, en la que la
simpatía –o empatía– con las víctimas de injusticia sería el origen de la
necesidad de regular el derecho. En este sentido, que se podría discutir
ampliamente, todo el ordenamiento jurídico estaría vinculado a los sentimientos
morales de una población. Y en cierta manera es así, porque la repugnancia que
nos produce el maltrato animal en el siglo XXI no es la misma que en tiempos
remotos. Ni incluso con otros seres humanos. Martha Nussbaum advirtió, por otra
parte, la peligrosidad de fundar los derechos en la condena moral, en la
repugnancia radical de los ciudadanos. Ponía como ejemplo el rechazo visceral a
las muestras de cariño entre homosexuales. No se puede tomar como regla
jurídica que grupos de individuos promuevan leyes apelando a sus gustos sin
contar con un respaldo racional, apelando simplemente a la repugnancia que les
provoca una situación.
Sin embargo,
creo que el sentimiento de pertenencia a una comunidad es el origen de la
necesidad de derechos. Tomando como ejemplo la Asamblea Nacional en los
orígenes de la Revolución Francesa, vemos cómo la movilización del Tercer
Estado se basaba en un sentimiento de injusticia. El abate Sieyès en su famoso
panfleto se preguntaba, ¿qué es el Tercer Estado? y se respondía que “nada” y que aspiraban a
serlo “todo”. El sentimiento de
pertenencia a la Nación fundó la Constitución, al menos de manera simbólica. Y,
a partir de ahí, toda el desarrollo legislativo. La mera posibilidad de cambiar
de nacionalidad recae sobre el sentimiento de pertenencia, que se demuestra
mediante un juramento y la demostración de una integración, por ejemplo, a
través del conocimiento de las tradiciones y costumbres de la nación a la que
se aspira pertenecer. Evidentemente es un derecho que tiene que ser reconocido
por las autoridades del Estado, no basta solamente con la autoproclamación del
individuo, pero es indudable que se espera de cada ciudadano una lealtad.
La creación de
los Estados, bien por segregación o por unión de territorios se basa en esa
autoproclamación, aunque luego desarrollen una lista de derechos básicamente
idéntica a la de los Estados de los que provienen. A los miembros de la administración se les
exige "guardar y hacer guardar fielmente la Constitución y el resto del
ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona y cumplir los deberes del cargo
frente a todos" y se establece una pena para quienes hagan una
administración desleal. Afortunadamente no se requiere el patriotismo para
acceder a los derechos, como no se exige a los recién nacidos que juren la
constitución.
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