Hace unos días compartí un
artículo que asociaba el programa de cocina Masterchef con la ideología
neoliberal. Aunque personalmente lo hubiera enfocado de otra forma, lo cierto
es que comparto el punto de vista del autor. Supongo que soy una persona que se
entretiene con los detalles y ve conexiones con todo. Seguro que es mi fallo,
pero sostengo que muchísimas manifestaciones culturales encajan a la perfección
con la mentalidad que es preferible para el mundo en el que vivimos. No digo
que los grandes poderes organicen seminarios para desarrollar novelas, series,
películas o videojuegos para adoctrinar al personal, no saldría, demasiados
egos enfrentados. Más bien se trata, creo, de que son valores adecuados y por
eso son significativos y tienen predicamento en las productoras y en los
programadores.
Concursos de
talentos han existido casi desde siempre. Son concursos en los que se promete
el éxito por demostrar que alguien tiene un algo
especial por encima del resto. Todos los programas tienen algo de trampa, algo
de preparado y estos no van a ser diferentes. No sé si todo el mundo está al
tanto de que los participantes van tomando lecciones de cocina ajenas al
concurso para poder estar al nivel. Y que todo tiene un guion y que los jueces
tienen claro que son personajes y los concursantes también. No deberíamos ser
tan ingenuos.
La cuestión
del talento como fuente del éxito es importante por lo que dice y por lo que
calla. Atribuir el éxito al talento supone identificar la individualidad
genética como la causa del éxito y el fracaso. El talento no se educa, se tiene
o no se tiene. Como lo tienen Harry Potter o Luke Skywalker. Se puede
desarrollar, claro está, se puede entrenar, pero por mucho que uno entrene como
Usain Bolt, incluso aunque se dope, no llegará a correr como él.
Lo que calla
es que el éxito también depende del esfuerzo en ese entrenamiento y, casi en
igual condición, de la suerte. La suerte puede tener la cara de una herencia
familiar, de una clase social, de un color de una piel o de unos genitales.
Cuando un servidor sacó su plaza de profesor de secundaria tiene que aceptar
que fue parte de suerte. Como yo habría preparados e igualmente inteligentes
muchísimos candidatos que fallaron por muy poco en cada una de las pruebas.
Con esos
ingredientes juegan los concursos, consuelan, a veces, con estas palabras a los
que se van quedando por el camino, pero se insiste en la personalidad propia de
la individualidad que triunfa. Las diferencias entre las personas se deben
tanto a lo dado por la naturaleza, como lo situado por la sociedad. No podemos
exigir el mismo resultado a quienes parten de diferentes sitios si queremos ser
justos midiendo su mérito. Lo malo no es que los perdedores se lamenten de lo
mal que funciona el mundo. Lo malo es que el mundo funciona mal y quienes se
benefician, no digo que conscientemente, se jactan de sus cualidades. Hay que
esforzarse, claro está, pero hay que saber que uno no consigue lo que merece,
no siempre. Para lo bueno y para lo malo.
En el siglo XX
se empezó a medir la valía de las personas por el grado de instrucción que
conseguían. Se llamó meritocracia. En la actualidad se ha superado ese
paradigma, se prefiere a individuos que muestren creatividad o emprendimiento
al margen de su preparación académica o informal. El acceso a la universidad
era un listón alto para las clases medias e imposible para las bajas. Con las
mejoras en el estado del bienestar y el acceso de éstas a los estudios
superiores, para justificar las desigualdades en las oportunidades se está
santificando el talento. Algo inefable pero que tienen siempre los mismos.
Luego está la
pedagogía de la crueldad. ¿De verdad que en televisión, donde se cuidan las
palabrotas y los desnudos no se puede hacer el esfuerzo de tratar correctamente
a los concursantes sin faltarles el respeto? Risto Mejide abrió la veda
mientras que en las instituciones educativas se cuidaba muy mucho ese trato.
Incluso en las fuerzas y cuerpos de seguridad se tienen en cuenta el maltrato
verbal a los detenidos. En los talent
shows, al contrario. Las audiencias quieren carnaza. Los jueces cobran
protagonismo utilizando un lenguaje corrosivo, descalificaciones ácidas, humor
vitriólico.
Alguno podría
pensar que los concursantes saben a qué se presentan y que son mayorcitos. También
serviría la excusa para cualquier tipo de abuso laboral, ya sabes en qué te
metes. Es cierto que en las profesiones como la hostelería la presión es
constante, pero también lo es en la medicina. Sospecho que más de algún
cirujano goza de fama de cruel en sus comentarios y déspota en su
comportamiento. Pero sé de buena tinta que no es el caso de la mayoría. Se
hicieron públicas las barbaridades que muchos entrenadores de gimnasia rítmica
cometían con sus pupilos y pupilas y esa no es excusa para crear un ambiente de
desolación en los realities de
deportes. De igual forma tengo por seguro que habrá jefes de cocina
completamente desproporcionados. No debería ser la forma. Y mucho menos
justificar los malos modos en televisión. Son programas, están editados y
guionizados. Se eliminan las esperas y se podrían eliminar esos gestos tan
desagradables. Probablemente perderían audiencia, pero esa es otra cuestión que
debería ser tratado. El mensaje que se muestra es que la efectividad de un
maestro no proviene de su autoridad, sino de la mala leche que destile. El
mejor profesor es el sargento instructor de La
chaqueta metálica.
Lo que me
preocupa no es que la realidad sea peor de lo que muestran las cámaras, sino
que las cámaras contribuyan a dulcificar una injusticia. Todo contribuye a
crear una normalización de objetivos y medios, que funciona, no porque haya una
conspiración en la sombra de neoliberales, sino porque todos estos formatos se
ajustan a los ideales y a las maneras de un sistema socioeconómico que consagra
las dificultades y va denostando a los trabajadores que no pueden o no quieren
ir de líderes. Nostalgia de la letra con sangre entra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario