domingo, 4 de octubre de 2020

Denigremos ahora a hombres famosos

En los años 30 la administración Roosevelt encargó a periodistas y fotógrafos que retrataran la pobreza del Medio Oeste americano y las condiciones de vida de los emigrantes a California. De su relato salieron muchas obras, Las uvas de la ira, de John Steinbeck y de las fotografías de Walker Evans (con textos de James Agee), un libro titulado Elogiemos ahora a hombres famosos. Ambos títulos proceden, curiosamente, de himnos religiosos. Hace un par de semanas elogiaba el papel y el mérito de los que no tienen mérito, de los mediocres, los cutres, los normalitos. Hay que reivindicar que las medianías mantenemos el mundo y también debería explicar por qué estoy tan en contra de esos Grandes Hombres. Aviso, no es por envidia.

Quizás debería aclarar que valoro muchísimo lo que algunos hombres y algunas mujeres han realizado en pos de la humanidad y del arte. No tengo problema ninguno en admirar las obras de Virginia Woolf o las genialidades de Borromini. Me cuesta, sin embargo, otorgarles una categoría superior. Un ejemplo podría ilustrar a qué me refiero. Hace algunos años se produjo la muerte de un peatón, Benjamín Olalla, a causa del atropello del bailaor, que conducía un deportivo a 80Km/h en una calle señalizada a 40, saltándose un semáforo en rojo y adelantando a los coches que estaban esperando en dicho semáforo. Además no poseía ni carné de conducir. Farruquito fue condenado por el atropello y por denegación del deber de socorro. Cuando salió la sentencia, Jesús Quintero, presentador y amigo, pidió en su programa que los jueces debían ser más tolerantes con la condena porque Farruquito era un gran artista y merecía que eso fuera un atenuante. Quiero pensar que El Loco de la Colina hablaba como amigo y no que estuviera proponiendo una reforma legal en la que dependiendo de las cualidades artísticas del acusado se optara por una condena menos severa.

Puede pensarse que es un caso anecdótico. No lo creo. Muchísimas veces podemos comprobar cómo se tiene un trato de favor a ciertas personas por ser quienes son. Se les atiende antes saltándose las colas, se les hace pasar al despacho en lugar de tramitar en la mesa común; se les amplían los plazos, se les perdonan documentos… Y no solo estoy hablando de un negocio particular que quiera tener un detalle con alguien que puede darle, en contraprestación, buena publicidad; es que vemos normal que un alto cargo de un banco pase por delante de la cola en unas dependencias municipales. Como si su tiempo fuera más importante que el del resto de los mortales. Así se organizan visitas privadas a museos o se tramitan negocios en casas particulares.

En el cine se acostumbra a poner de relieve a los personajes principales y, quizás por el desarrollo del argumento, pasemos por alto que mueren 20 personas en una persecución para salvar al hijo del protagonista. Y nos da igual. Hay personajes que son básicos, carismáticos, merecedores de todos los esfuerzos mientras que el común bien puede pudrirse. El fabricante regala una prótesis al rey que debe ser de los pocos que no tengan problemas para pagarla.

Es el principio básico de la democracia, igualdad de derechos, de obligaciones, de consideraciones. Lo primero que aprende un niño en el colegio no es a sumar o a leer, es a ponerse en fila y ser considerado uno más. Y, en parte, esa es nuestra fuerza. Para muchos, sin embargo, ser considerado uno más es un trauma, una bajeza. Darían cualquier cosa, buscarían cualquier razonamiento para demostrar que ellos no son masa, que son una élite.

En el juicio contra Urdangarín y su esposa, la entonces infanta Cristina estuvo también imputada. Parecía que el juez instructor tenía intención de considerarla como a cualquier sospechoso y continuar diligencias. Su abogado, en cambio, razonaba de la siguiente manera. La infanta no es una persona común. Tratarla como los demás, como citarla en las mismas dependencias o no tener más reservas con ella que con cualquier otro en el juicio, sería injusto. Da por sentado que es una persona distinta y que recibir el mismo trato sería vejatorio. Y ahí quedó.[1]

Ni siquiera me refiero al proceso desmitificador. Subir a alguien a los altares para que luego sea más grave la caída, como un ciclista o Teresa de Calcuta, tiene unos efectos devastadores. Una falta de confianza que será minada por poner las esperanzas en alguien en concreto, en lugar de una acción o una postura. Las cosas hay que hacerlas porque están bien, porque hay que hacerlas, no porque alguien carismático las haya realizado antes.

También me parece un despropósito intentar convertir en héroes a quienes hacen su trabajo. Un trabajo debe estar realizado por personas normales, ya sea administrativo, físico o científico. Y no debemos tomar como modelo quienes sobrepasan lo exigido por el deber porque eso supone una excusa para que nuestro trabajo exija cada vez más implicación. Implicación, por supuesto, que no se paga y que da mala conciencia. Por ejemplo, como madres y padres, no podemos ir de mártires. No se trata de supeditar nuestra vida a una misión. Hay que luchar porque la sociedad permita hacerlas compatibles.

No podemos permitirnos una sociedad en la que la única opción válida sea la de ser un héroe, o un líder, o un superhombre o una supermujer. El modelo de la excelencia, de la areté, de la virtud, del aristos, los mejores, es una trampa ideológica terrible. Por un lado justifica que estén por encima –con consideraciones sociales y prebendas– quienes ya están, mientras que el vulgo queda supeditado porque no alcanza esas cotas. Uno puede tener modelos a los que imitar que le motiven, pero nunca pueden ser impuestos. La continua perfección, la superación cada día recuerdan mucho a la mentalidad pastoral: está pensada para los santos. Y una sociedad no puede, no necesita santos, necesita ciudadanos.

Etimológicamente aristocracia es el gobierno de los mejores y eso piden muchos, como si ignoraran que los mejores seguro que tienen sus propios intereses. Además, está el problema de decidir quiénes son los mejores, en qué sentido son mejores, y lo más importante, decidir cuáles son los asuntos en los que los mejores deben opinar. Un excelente sociólogo puede ser un mediocre ministro, por ejemplo. Un eximio epidemiólogo puede estar en disputa con otro eminente epidemiólogo y ambos pueden ser inútiles cuando haya que decidir si se toman las medidas teniendo en cuenta las reservas de material o las necesidades económicas de una población. El dilema de elegir un médico o un economista, un gestor o un representante que sepa escuchar a la población.

Nos puede pasar como a la muerte de Alejando Magno, cuando, entre los estertores de la muerte decidió dejarle su reino al mejor… pero no pudo decir cuál de sus generales era el mejor. Por eso, y por muchas más razones, quien firma estas líneas preferirá siempre una democracia, en la que la opinión de todos los hombres tenga la misma voz. Es que a veces, como decía alguna vez Susanita, la amiga de Mafalda, soy muy gente.



[1] Por cierto, es el mismo argumento utilizado por Isabel Díaz Ayuso con Madrid. Madrid es diferente y ser tratada como los demás territorios es discriminarla y atacarla (a la Comunidad).

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