sábado, 17 de octubre de 2020

Reseña de Marina Casado: ‘Este mar al final de los espejos’. Torremozas. 2020

Este mar al final de los espejos: Amazon.es: Casado, Marina: Libros

 

Después de Los despertares y Mi nombre de agua, Marina Casado vuelve con un poemario que mereció el Premio Carmen Conde de Poesía 2020. En los dos casos anteriores, los poemas se organizaron en torno a unos motivos temáticos, alrededor de los cuales se iba desarrollando, principalmente un cuestionamiento de la identidad, desdoblada en lecturas, en cine, múltiples vidas integradas en una. Bajo la sombra de Alejandra Pizarnik, ahora Marina Casado reconoce que “La poesía que vino a salvarme de la vida / Mi vida: tres espejos / y al final este mar que a todos nos aguarda” (Tres espejos sonámbulos). Como en el poema de Miguel Hernández, tres heridas abarcadas en tres espejos.

                El Espejo I. El hueco ya muestra una mayor madurez, poemas llenas de vida y experiencia, sin tanto apoyo en lo literario o cinematográfico. Siguen abundando las referencias, especialmente al 27, Alberti, Cernuda, pero también a Caballero Bonald o a Pizarnik.

“Con la misma pasión me asomo ahora

a los espejos quietos

o perfilo poemas en los que me persigo

al fondo de un reflejo y le pregunto

–y me pregunto–

por el enigma de aquello que cambió

sin percatarme

de aquello que me hizo ser

lo que no entiendo” (Cernuda y las flores)

La ausencia, el hueco, es principalmente la infancia, cuando “no había conocido aún las espinas del mundo” (Toda la luz). Aborda esta sensación de pérdida de la infancia en varios poemas: “Hace quince años que no recuerdo / mi grito apedreado por el verano, / quince años que no golpeo / una puerta para desmoronar / el último pecado imperdonable” (Algún día viajaré a Abú Simbel). La madurez sobre la que reflexiona la voz de la poeta es un tiempo zanjado, donde las ilusiones dejan de ser ilusas, sin dejar, por otra parte, de sentir cierta nostalgia de la inocencia y de las posibilidades que se brindan: “Me dijeron que no existía mi voz. /…/ Yo he elegido esperar. / Mientras arranco las fotografías, confío en que los ángeles hayan firmado / un contrato tenaz e indefinido / por su existencia” (Nat King Cole); “Que conjuras siempre a media voz las razones del miedo. /…/ Todos alguna vez nos preocupamos por nuestro flequillo / Y por cubrir los miedos o las desilusiones” (Así es como mueren los adolescentes).

A veces, Marina Casado, como el protagonista de Midnight in Paris, añora el mundo de los poetas que tanto admira y a quienes tanto conoce, el universo que Paul Newman o que John Lennon siguen ofreciendo a través de los años: “Yo no puedo explicar la causa del misterio. / Tan solo sé que hace el final de esta mañana / se desató terriblemente la tormenta / aunque nadie la viera” (John Lennon).

Amores perdidos, una sensación entre el pequeño gran fracaso y la decepción: “En la ciudad del mediodía, / ninguna luz alcanza el infinito / y el amor jamás dura para siempre. / Se arruga dulcemente / bajo la lluvia frágil, / tan blando y somnoliento, / esperando refugios en huecos olvidados / en los que todavía no haya entrado el invierno” (El amor).

El segundo espejo es directamente La herida y de nuevo aparece uno de los personajes más icónicos de la poesía de Marina Casado: “Alicia, Alicia, Alicia! Jamás fuiste una niña. Como mucho, una bolsa de plástico anónimo donde guardar las últimas caricias de primavera /…/. He contemplado tu propia ejecución en la superficie letal de mis espejos” (El baile de los decapitados). Siguen los lamentos por los amores truncados en este tiempo liminar y de transición: “Otra vez un poema de amores imposibles. Qué agotamiento de verbos conjugados en modo subjuntivo, condicionales densos, patrias visibles solo desde la desmemoria” (Formulación de hipótesis); “Es pronto para hablarte del invierno, / vulnerable heroína de viñeta, / musa del arte pop mecanizada. / Qué difícil sería preciso el misterio / que envuelve su belleza” (A la muchacha rubia de Roy Lichtenstein).

Una cesura vital en la que todavía se pueden divisar ambas orillas: “La orilla es el cristal donde ordenar / el nombre de las nubes y mirarlas despacio / sin herirnos las córneas. /…/ La orilla es el reflejo, también, / de nuestra ausencia” (Espejo para esta tarde del cuerpo). Por eso es fundamental el juego entre ausencia, que se transmite tan orgánica, tan corpórea (“La ausencia ocupa un hueco exacto / entre los huesos”, Rigidez articular) y la memoria: “La memoria es un pozo donde vivir a solas y preguntarse por la ciudad que no llegamos a habitar” (La noche ácida); “El corazón desciende por los años y recuerda / que una vez deseamos / derrotar a la muerte” (Lobos); “Durante algunos años habité en la mentira. / (lo llamaban amor) /…/ Hoy, el recuerdo de esa casa se apoya dulcemente / en el paisaje cenagoso de un delirio” (La casa). Marina Casado insiste en la palabra, “Hay que nombrar este silencio” (Invitación al Triángulo de las Bermudas), nos dice, para luego, con el lastre de la pesadumbre intentar la marcha, la transformación, la huida: “este traje vacío, en fin, mi vida hueca, / son los certeras servidumbres que te otorgo / para escapar a no importa dónde” (Para escapar a no importe dónde).

Cada uno de los espacios que se reflejan van adoptando una topografía y van avanzando la siguiente. En el último espejo, La poesía, se comienza con una cita reveladora de Cernuda: “La poesía para mí es estar junto a quien amo”. Se cierra así el organigrama temático de Este mar al final de los espejos, la conciencia de una transformación que es una huida de la niñez, un paso del amor a la pérdida, la ausencia remediada con la palabra. Son poemas en los que esos tres elementos se van conjugando: “Tengo un amor como tengo la noche, / de esa forma compleja y olvidada / a la que se desatar las espigas /…/ Tengo un amor como tengo una muerte / y los dos se parecen en las manos vacías, / en su forma sutil de acantilado” (Los gritos caídos). Porque, además, no podemos negar la juventud de la poeta, “que todavía llevo la adolescencia marcada en las pupilas” (En otro cielo), confiesa.

Hay cantos al Madrid de la Generación del 27 y la guerra: “Quién podría no comprender esta ciudad / de sangre, de organillo y de lunares /…/ He escuchado la risa de Madrid / espontánea y desnudo / como una greguería / de Gómez de la Serna” (Madrid). Y también a Granada: “El ronroneo de los árboles anémicos / dibuja una promesa de eternidad. / La vida se termina / al borde de tu boca” (Paseo de los Tristes). Incluso a Roma en un poema dedicado a Alberti, No hay gatos en Roma. Los paisajes reales tienen la misma fuerza que los virtuales, aquellos que se recuerdan de la gran pantalla: “y quince años más tarde / alguien escribirá nuestra historia / y en ella me recordaría a Paul Newman” (El largo, cálido verano).

Una sombra planea en un grupo de poemas, “el familiar terror a lo desconocido” (Puente Viejo, instantánea);  “La paz indómita de los ahorcados, / el bostezo del gato, / el sueño último antes de despertar / –aquel que casi siempre se recuerda–, / le tiene que nos vio crecer / y que pueble los labios / dando voz a los muertos” (Seremos). La aflicción de los afectos: “Qué tristeza obligarnos a cambiar de canción, / de los labios, de recuerdos, encadenar fracasos amorosos / como quien colecciona cromos” (De una vez para siempre). Un cuestionamiento vital que se corresponde casi con un ajuste de cuentas interior: “De la voz se me escapan otras voces / que ahora encuentro míos / y lo comprendo: / somos todos los muertos / que nos amaron” (Legado).

Acaba el poemario con un conjunto de poemas titulado como el libro, una especie de recapitulación que deja abierta la esperanza: “Al fondo del hueco, la herida. / Sobre la ausencia, atada de pies y manos, agoniza la esperanza” (Despertar); “Fuera del sueño, / la vida se parece a un siniestro tiovivo de espejos” (Extramuros)

“Hay un mar al final de todos los espejos

donde mirar y recordarnos

/…/

(sé que el amanecer espera bajo la herida

y que este, paradójicamente,

debiera haber sido

el comienzo)” (El mar)

Se despide la pieza con uno de los temas básicos, esenciales, de la poesía –y del nombre– de Marina Casado. Un poemario de madurez, intenso y sugerente, de imágenes muy en la onda de Pizarnik y asimilando la influencia del 27.

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