Es difícil terminar un año y
resistir la tentación de hacer balance. Casi tanto como elaborar, si acaso
mentalmente, una lista de propósitos para el nuevo año. Necesitamos contar el
tiempo, dividirlo en partes comprensibles; aun siendo un continuo, hacerlo
separado, distinguiendo sus piezas y otorgando que unas sean más importantes
que otras. Un minuto y el siguiente no se diferencian a no ser que sean delante
del carrillón. Una intención práctica para hacer manejable y comprensible algo
que nos traspasa acaba por convertirse en una fiesta, en una celebración que se
repite ritualmente. Y, como todos los rituales, debe tener algo que le dé continuidad
a la ceremonia y algo que se vaya transformando.
La necesidad
de hacer borrón y cuenta nueva es tan importante como la del orgiástico deseo
de jolgorio. Buscamos el amparo de la conciencia, un nuevo bautismo, un
comienzo en el que seamos mejores de lo que hemos sido. Un intento –vano, como
todos los intentos– de ser mejores personas, de apuntarnos a un gimnasio para
perder peso, para mejorar el inglés y para aprender a tocar el ukelele. Una
lista mental de agravios que queremos superar, porque, a partir de ahora, no
nos va a importar la gente, vamos a ir más a nuestra conformidad, sin tener en
cuenta las críticas o las obligaciones impuestas. Una enumeración de aquellos
errores que vamos a subsanar, vamos a llamar más a menudo a nuestros seres
queridos, no vamos a alterarnos con los que tenemos alrededor, vamos a ser más
auténticos. Un renacer, siendo los mismo y diferentes al mismo tiempo.
Por mi parte
el año ha sido muy completo, dejé un proyecto y comenzó otro. Los cursos
cambian y mis aptitudes son cada vez menores, aunque las consiga tapar con
trucos de perro viejo y mucha paciencia. Sueños y aspiraciones se van turnando
con desengaños y renuncias. No debería quejarme, aunque el panorama pinte
sombrío. Sigo sin haber aprendido a tocar ningún instrumento y embarrado en la
lucha contra mis malos hábitos.
Quizás sea una
estupidez, porque el cambio de un año a otro no significa nada, o quizás sea el
impulso necesario para tomar una determinación. ¿Por qué no en cualquier
momento? Este es un buen momento porque es El Momento, el que tiene nombre y
apellidos.
Detrás de la
parafernalia del final de año, o de los cumpleaños de los números redondos,
está la secreta esperanza de una epifanía. Nos parece, como en las películas,
más realizable un cambio drástico, un momento de transformación total que el
deslizamiento paulatino, un acostumbrarnos a nuevos hábitos de vida, a nuevas
emociones que, gota a gota, vayan colmando el vaso de nuestra actitud. Dejar de
fumar de golpe nos parece más realizable que ir dejándolo poco a poco.
Las transformaciones
en la historia pueden ser de ambos modos. Los hay lentos, muy lentos, como las
actitudes ante la muerte o la valoración de la infancia, o extremadamente
rápidos, como el uso de las redes sociales o la llegada de la república. Un
mundo nace cuando el otro no ha terminado de morir, sin embargo, en nuestra
vida preferimos que al cambio de una hoja de calendario ya seamos capaces de
transformar nuestra vida, mejorar nuestra personalidad y nuestro ambiente. Por
mucho que nos digan los psicólogos que no hay cambios drásticos, preferimos la
narrativa de la epifanía. Nos gusta más, es más cinematográfica. Caer en la
cuenta y cambiar para siempre. Un momento especial que tornar de golpe el rumbo
de nuestra vida es siempre más gratificante que un pequeño desvío en el camino,
aunque, a la larga, pueda dar uno la vuelta y volver al principio, o acabar en
el extremo opuesto del mundo.
Se acumulan en
estas fechas muchos contenidos cargados de sentimientos, y, como nos recuerdan
a cada instante, es el momento de pensar en los seres queridos, darles cariño y
regalos, A la vez, huir del consumismo y pensar en los demás, en los que no
tienen. Sentirse un poco culpable y un poco jaranero. Fiestas contradictorias
de salir mucho y con poca ropa a pesar del frío que debería estar haciendo.
Nos gustan los
cambios bruscos, saltar de la tranquilidad a la fiesta desenfrenada. Por eso la
parafernalia de la nochevieja es un invento que ni pintado. Sin que haya ningún
otro elemento más que la arbitrariedad para cambiar de año. Ni siquiera un acontecimiento
cósmico, como el equinoccio. Nada de eso, un día cualquiera que termina un mes
–que, para colmo lleva el nombre etimológicamente equivocado, porque no es el
número diez, sino el doce–, nos vale para propiciar una transformación global
de nuestras vidas.
Aunque sepamos
que no es cierto y que al día siguiente nos levantaremos igual, como mucho con
una sensación de agitación en el estómago y la cabeza algo descentrada. Y si
hemos salido de fiesta, aún peor. ¡Qué bien nos lo pasamos, aunque no nos
acordemos de nada! Por eso, cada año volvemos a hacer un balance y unos
propósitos.
Feliz nuevo
año.
Ante todo Feliz Año.
ResponderEliminarCruda realidad , pero la gente normal necesitamos "esperanza" para afrontar el nuevo año con energía y buenos propósitos. Es la sal de la vida.
Me a gustado mucho, pero eres duro.
Gracias, no me canso de leerte.