Como todos los años, acabo de ver
esa maravilla del cine que es ¡Qué bello es
vivir! No me canso de ver a James Stewart y a Donna Reed. Además de ese
final en el que apenas logro contener la emoción, adoro la escena en la que
ambos están hablando por teléfono con un amigo, Sam –y posible novio de Mary–. Mientras
que la conversación va por otro lado, ellos dos van notando los sentimientos,
la contradicción de George y cómo es consciente de que está enamorado de ella.
Son muchísimos los detalles por los que admirar esta película. Mucha historia
detrás. Los amigos de George, Ernie y Bert, el taxista y el policía, bautizaron
a los personajes de Barrio Sésamo. Ellos son Epi y Blas. Acaba uno queriendo a
todos los personajes de Bedford Falls.
Se
han hecho lecturas políticas de la película. La última quizás, la del
inigualable Esteban
Hernández. La infame Ayn
Rand acusó al film de propaganda comunista ante el FBI durante los años más
duros de la caza de brujas. No deja de ser curioso, porque el director en
ningún momento hace apología de la economía dirigida por el Estado, ni se
critica la posesión de los medios de producción por parte de empresas privadas.
Al contrario, es un canto al capitalismo, el originario, el que defendía Adam
Smith, en el que los sentimientos morales servían de freno a la avaricia
representada por el Sr. Potter.
Por otra
parte, el protagonista, George Bailey se corresponde con esos héroes del
liberalismo, con iniciativa, con ambición, un emprendedor nato, alguien que se
sale de lo común –incluyendo la talla física–. Sin embargo, y a diferencia del
modelo que se propugna en estos círculos, es alguien consciente de su papel en
la vida de los demás, de su aportación a su comunidad. Y es en el momento en el
que esa fe falla cuando aparece el entrañable Clarence AS2 (Ángel de Segunda
Clase) y le ofrece el don para conocer cómo sería el mundo sin su aportación.
El compromiso ha frustrado las aspiraciones del individuo. Un individuo
ambicioso, emprendedor que tiene que abandonar sus sueños obligado por la
comunidad. Sin embargo, la pesadilla de Ayn Rand hace del mundo un lugar mejor.
Nosotros
no necesitamos ver cómo sería el mundo sin la aportación de los George Bailey.
Vivimos en él. La pesadilla del bueno de Jimmy Stewart, Bedford Falls sin
George Bailey, es la que vivimos en la actualidad. Su famosa compañía de
empréstitos no es sino un trasunto de las Cajas de Ahorro, que han sido
denostadas y barridas de nuestro sistema financiero en aras de una supuesta
mayor eficiencia de los grandes bancos. Los pobres son calificados de inútiles,
chusma por el gran capitalista, el señor Potter para el que, como en las
grandes corporaciones, las relaciones humanas no importan. Para Bailey, en
cambio, son lo principal, son los que viven y pagan en la comunidad.
Acierta,
aunque no lo parezca, el protagonista en achacar a la envidia la codicia de
Potter sobre la pequeña compañía de empréstitos. Para un gran capitalista que
controla desde la biblioteca del pueblo hasta las fábricas y un gran número de
negocios, la existencia de una pequeña cooperativa para construir casas no
supone un riesgo financiero. De hecho, forma parte de su consejo de
administración. Pero, a su despiadado espíritu le falta controlar esa pequeña
parcela, y eso le parece intolerable. No puede soportar, como los teóricos de
la libertad absoluta para los mercados, un sentimentalismo barato. Pero es
posible encontrar otra manera de vivir.
En
la crisis bancaria que pone en vilo la existencia de la compañía, cuando los
clientes entran en pánico e intentan sacar su dinero, George lo tiene claro,
dice: Potter no vende, Potter compra, porque nosotros tenemos miedo. Él controla
el banco y controla el resto de la ciudad. Y no puede permitir algo fuera de su
alcance. En el caso de que le dejaran, gobernaría desde su imperio financiero
construyendo y alquilando barracones miserables para obligar a los trabajadores
a vivir en condiciones deplorables y deberle dinero. Desprecia a la gente
común. No le tiembla la mano para los desahucios… Además, la gente cambiaría de
manera de ser, de comportamiento y valores, sería egoísta, violenta,
desconfiada y viciosa, sin conciencia, buscando sólo la evasión. Ni siquiera
habría tejido productivo, los negocios vigentes serían salas de fiestas.
La única
solución es permanecer unidos. Esa es la lección que aprendemos de Frank Capra
y del bueno de James Stewart. No es un desafío al sistema –eso le valió las
críticas de la izquierda radical–, es otra manera de hacerlo más, basándose en
la confianza personal. George Bailey no les hace firmar recibos a los clientes
porque ha sido entre todos, colaborando, como se han construido las casas de
los humildes. No defiende el control estatal, ni siquiera en la versión del New
Deal. El control del Estado sólo aparece en la forma de la policía reprimiendo
los posibles disturbios de las masas cuando el banco cierra y cuando van a
detenerlo por el posible desfalco.
Otra
de las lecciones de ¡Qué bello es vivir!
proviene del manejo de la crisis. A los únicos que se les puede pedir dinero
son precisamente los que nos han metido en ella. Cuando el tío Billy va a
ingresar 8.000 dólares y los pierde es el malvado Potter quien tiene el dinero
desaparecido. Y se calla, y aprovecha su ventaja injusta para imponerse.
Demasiado parecido al mundo actual. Y la solución viene de mano de los que no
tienen, los que aportan lo poco que pueden para hacer triunfar la navidad y a
Clarence tener sus alas.
Es increíble cómo eres capaz de hilar una bella pieza del cine norteamericano con la actualidad económica. Sublime como siempre.
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