Estos son, sin duda, tiempos
inciertos, en los que parece que nada es inmutable. ¿Nada? El capitalismo,
podría ser. Lo dijo hace muchos años Jameson, es más fácil imaginar el fin del
planeta que el final del capitalismo. Este es un sistema que se basa en la
economía de mercado y se encomienda a san Adam Smith y su mano invisible para
llevar el bien común a través de la búsqueda del bien individual. En este mundo
de egoístas, pero no necesariamente crueles, no hace falta regular casi ningún
aspecto de la economía, todo se soluciona, tarde o temprano recurriendo a la
ley de la oferta y la demanda. Si se produce una escasez de algún bien
necesario, subirá su precio hasta que sea rentable fabricarlo o importarlo. Y,
al contrario, si uno pretende trabajar de lo suyo y los salarios son bajos, eso
desincentivará a los aspirantes, que, si son lo suficientemente espabilados,
cambiarán de perfil y se prepararán en otro de los múltiples puestos que están
bien pagados. Es una especie de magia. Y de dogma.
En
nuestra constitución, literalmente, se reconoce la libertad de empresa en el
marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su
ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la
economía general y, en su caso, de la planificación. Y más adelante, se garantiza la propiedad privada. Está muy determinada la acción
del Estado y del gobierno en economía, lo que no quiere decir que no existan
tensiones entre diversas doctrinas económicas al respecto.
Ante cualquier problema social,
por ejemplo, la vivienda, es de rigor que los partidos más a la izquierda del
espectro, como Podemos, recurra a la actuación del Estado, bien mediante la regulación
de precios o mediante ayudas concretas al alquiler o la compra. También se
puede insistir en la necesidad de construir viviendas de protección social. En
cambio, los situados más a la derecha, como el Partido Popular, Ciudadanos o
Vox. Para ellos se trata de un sacrilegio que va en contra de la ley de la
oferta y la demanda. Y, además, insisten, sería inútil y contraproducente. Los
precios subirían por encima de las ayudas y si se trata de regular un precio
máximo, entonces se desincentivaría el alquiler y, consecuentemente, habría
mayor escasez.
Realmente deberíamos comprobar
empíricamente estas soluciones más que actuar como normalmente suelen hacer los
economistas, que consiste en ver lo que “razonablemente” podría ocurrir,
entendiendo “razonablemente” como lo que más se ajusta a sus postulados
pre-enunciados.
Cuando algún sector, como el de
construcción naval o la minería se pone en lucha para seguir en la producción,
los popes de la economía de mercado avisan que si una actividad no es rentable,
no se debería subvencionar, sino que habría que cambiar de sector y buscar las
ventajas comparativas con otros países. Cualquier tipo de ayuda supone un “castigo”
para las empresas que van triunfando para “ayudar” a quienes no han sido
capaces de hacer sus deberes y comportarse de manera competitiva en su ramo.
En estos días inciertos, sin embargo,
vemos que los actores económicos no siempre se comportan como se esperaba. Por
ejemplo, el sector agrícola, especialmente el de la aceituna, se está quejando
de la falta de rentabilidad mientras que al consumidor se le cobra casi un 700%
del precio al productor. Por supuesto culpan a los impuestos y escurren la
responsabilidad de los intermediarios y la presión de las grandes cadenas de
distribución como de supermercados. Resulta fascinante comprobar cómo se
disfrazan de trabajadores del campo quienes son propietarios, no de algunas
hectáreas, también los que poseen latifundios de grandes dimensiones y que
cobran, por supuesto, de los fondos de la Unión Europea, unas ayudas que
contravienen los dogmas de la economía de mercado más estricta.
Los tertulianos confirman el
diagnóstico –los impuestos– y añaden la subida del salario mínimo para poder
culpar al nuevo gobierno de la situación desesperada del campo, aunque se lleve
arrastrando durante décadas o los convenios del sector superen el SMI. Lo sorprendente
es que piden ayudas públicas y control para solucionar el problema.
Un portavoz de un portal
inmobiliario aclara en televisión que los intentos de regular el mercado de
alquiler de vivienda son nefastos por las razones antes expuestas. Su propuesta
es que el Estado se encargue de un parque público de viviendas de alquiler para
los más necesitados y dejen a la iniciativa privada el mercado de quienes
pueden pagar los abultados precios de las grandes ciudades, de las medianas e
incluso de los pueblos. En otras palabras, quieren quedarse con el negocio y
que papá Estado se encargue de la beneficencia.
Este ha sido siempre el punto de
vista de los defensores de la enseñanza concertada. Parecía razonable recurrir
a los conciertos cuando el Estado no llega, cuando no hay hospitales en una
zona y no hay dinero para construirlos, cuando no hay escolarización posible,
por ejemplo. Lo que no tiene sentido es defender la libertad de los padres de
escoger una escuela que es un negocio pagado con dinero público. Para cualquier
otro sector, se entiende que quien quiere un producto determinado, hay que
pagarlo. Si uno, en lugar de los transportes públicos quiere algo más ajustado
a sus necesidades o gustos, paga un taxi, se compra un coche o alquila uno.
Como en las viviendas. Las hay de protección oficial, pero quien quiere una
unifamiliar debe buscar su financiación. Nos parezca bien o mal que existan
colegios públicos, deben ser costeados por sus usuarios. Lo contrario
contradice la sacrosanta ley de la oferta y la demanda que implacablemente se
aplica cuando los que la sufren son otros.
Estamos en una
situación de hipocresía absoluta. Los defensores de la libre empresa y de la
inhibición del Estado en la economía, tanto en la regulación como en la
intervención directa como productor de bienes y servicios, recurren al comodín
del Estado cuando sienten que pierden económicamente. Se ve que tienen mal
perder en el juego del capitalismo y que no es la ideología, es el dinero.
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