“Y cuando la casa está
terminada, llega la muerte”
(Poema destripado)
Según se explica en el prólogo, Menno
Wigman murió el 1º de febrero de 2018 y recibió el Premio de poesía Ida
Gerhardt de manera póstuma. La dirección de la Fundación de acuerdo con la
familia, decidieron dedicar ese dinero a una edición de los poemas que escribió
para De Eenzame Vituaaant (el funeral solitario), en imitación del poeta Bart
F. M Droog. El ‘Grupo de la muerte’ es un grupo de poetas a los que se les pide
que escriban un poema para un funeral de una persona muerta en soledad, sin
parientes. Ese poema se leerá en el funeral y terminará en la tumba con el
muerto” (p. 10), dice Lex Ter Braak. En la poesía de Menno Wigman la muerte es
una constante que sobrevuela la materia poética y vital. Para Wigman la muerte
“es la siempre convincente pantalla sobre la que se proyecta deshilachada de la
vida: el fondo inmanente de las cosas, la penetrante cuestión del resultado, un
miedo existencial, la condición absolutoria” (p. 7). Estos poemas de “El
funeral solitario” proporcionan la oportunidad de reflexionar sobre la muerte
poniéndose en la piel de alguien a quien apenas se conoce, contando apenas con
algunos pequeños datos que ayuden a sugerir las circunsantcias vitales y la
huella que deja el fallecido. La muerte nos iguala a todos.
La sensación
de extrañeza con la que Wigman –y todo el grupo– se acerca al difunto se
emparenta con aquellas representaciones barrocas de la muerte que difumina las
diferencias entre personas, pero que, a la vez, nos muestran claramente que
detrás de cada máscara con la que nos cruzamos hay una vida que desconocemos: “No
sé muy bien con quien estoy hablando. / Solo sé que aquí yace un cráneo vacío,
/ un tórax con un corazón que hasta hace poco // tamborileaba indefinidamente.
Adiós hombre silencioso” (Cansado en Ámsterdam).
El respeto con el que se produce el acercamiento es enorme, y, se añade cierta
dosis de ternura, incluso de complicidad: “Adios amsterdamés sin callejero. /
Olvida la ciudad y duerme cuanto puedas”.
Bob Dylan en
Like a Rolling Stone describía la caída de una chica bien, y le preguntaba qué
se sentía al vivir por sí misma, como una desconocida, sin dirección. Wigman
sentencia, “La muerte no tiene dirección” (Una
carta). Imposible no asociar la idea. En los Nomen Nescio, los John Doe hubo vida, aunque no tuvieran dirección
y desconozcamos la biografía. ¿Qué podrían decir de nosotros si solo tuvieran
un nombre? Los Juan Nadie atesoraron identidad, experiencias, sentimientos y no
queda nada.
Podríamos, por
el contrario, hacer recuento de cotidianeidad como el que se intenta en Junto al féretro municipal de la señora P.:
“Duerme y yo, que soy morboso, pienso en su peine, su cortaúñas y el lápiz de
cejas, / como todo, la crema de noche, la tarjeta bancar, la coyuntura del
tiempo, / se ha tirado, se ha borrado, ¿Y este,
/ este ajetreo infame en un entierro?”.
La prudencia
ante el abismo insondable de vidas que ahora se entierran lleva a Wigman a ser
cauto, porque bien sabe que la muerte no solo sobreviene en un momento, hay
muerte en la vida, en todos esos momentos en los que vamos subsistiendo sin
apenas ser conscientes: “… Cuida que tu lengua, / en un bien formado nudo corredizo
se pronuncia” (Hay momento en los que
casi te sientes vivo).
No siempre de
solemnidad se trata. A veces la réplica puede venir con una pizca de ironía,
que tratándose de la muerte siempre volverá contra uno mismo: “Y usted, que
ahora sopesa sus elevadas palabras, / usted que aquí seco escucha una pieza de
música, / usted que arrastra mi cuerpo y a continuación dispone / otra vez de
palabras: este muerto no toma parte” (Donde
me caí). En cierta forma, el contrasentido de esta ceremonia del Funeral
Solitario se trata de ponernos frente al espejo de los millones de seres que
caminan a nuestro lado y para los que somos invisibles, inexistentes.
A veces se
puede intuir, la vida que se esconde en cada muerto. Los objetos que le
acompañan, como los ajuares que descifran los arqueólogos encienden la
imaginación y la poesía: “… Tierra no seas dura / para este hombre que poseía
cientos de llaves / ahora que una senda explora sin brújula de viaje / y aquí
pase su primera noche” (Tierra no seas
dura). Es el momento de la compasión porque sentiremos lo mismo. Y es
también el momento del miedo que se atisba en el pasado del muerto: “Te veo,
Igor, te veo y leo tu cuerpo, / Esto es lo que tus tatuajes me cuentan: no me ames, sino témeme, témeme” (No me ames).
En otras
ocasiones el vértigo es mucho mayor, porque no se trata de una muerte en
abstracto, de alguien que vagabundeó por otra ciudad, por otro barrio, como en
otro mundo. En ocasiones estuvo a nuestro lado, convivió sin que lo viéramos,
sin que advirtiéramos su presencia. Podemos vivir junto a los nuestros sin
saber que están ahí, siendo simplemente el decorado y los extras de nuestra
vida particular. Cuando somos conscientes de que hay una vida en cada una de
las personas que nos rodean, cuando vemos que esa vida se apaga y todos sus
recuerdos y sus silencios acaban con el silencio eterno, no podemos más que
estremecernos. Así seremos también nosotros.
“Esta mañana
me detuve frente a tu casa.
Compartimos el
mismo barrio durante años,
Las mismas
nubes aparecían frente a tu ventana.
Sacábamos
dinero de la misma pared
y vivíamos tan
torcidos como huraños.
/ …/
Camino a casa,
me dirijo a la ventana
y veo al otro
lado las ventanas desde hace años
ya blindadas.
Es posible aquí como en todas partes.
Que puedes
descansar en una nueva galaxia” (Es
posible aquí como en todas partes)
Debemos agradecer a la devoción
de Antonio Cruz Romero el poder disfrutar de este poeta, en esta ocasión, lejos
de lo lúgubre que podía haberse sospechado para un proyecto como este. Wigman
siempre conmueve, cuando mira al paisaje gris o cuando ve el gris interior de
sí mismo o de quienes lo rodean. Un momento para sentir la poesía como las
palabras que necesitamos oír, mucho más que un consuelo.
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