Quien espere aproximarse a Michel
Foucault como historiador se llevará una interesante decepción. El filósofo
francés no pretendía, según su programa de investigación, realizar tareas como
un historiador. Él prefería hablar de arqueología del saber, un acercamiento a
los problemas inspirado en la desconfianza nietzscheana hacia los saberes
establecidos. En sus libros más históricos,
especialmente en la Historia de la
Sexualidad, vol. 1. La voluntad de saber, aunque también en Vigilar y castigar o la Historia de la locura en la época clásica,
se agolpaban materiales de muy diversa índole y naturaleza para corroborar la
tesis que el autor pretendía demostrar. La creación de un dispositivo, como él
denominaba, se hacía patente algunas veces en los textos oficiales, otras veces
en los científicos, pero también y es lo llamativo, en pequeños opúsculos sin
apenas circulación, o en citas sacadas de contexto. Todo compilado de forma que
montaba un argumento claro, diáfano, por mucho que el concepto de dispositivo
en sí fuera mucho más fluido, difuso y tenue.
Mi maestro
Luis Castro Nogueira solía referirse a Foucault como un sabueso. Es capaz de
encontrar el rastro que confirme sus intuiciones como nadie y encaja en una
retórica brillante y difícilmente rebatible en primera instancia aquello que
pretende mostrar. Su metodología, deficiente bajo un prisma positivista y
precisamente por eso valiosa, puede ayudarnos a sospechar de cualquier
discurso, especialmente si está dirigido desde la alianza del poder y del
saber. Lo científico y lo político.
Acto I
En el volumen primero de la Historia de la sexualidad, que, como es
sabido, se subtitulaba, La voluntad de saber, Foucault desarrolla varias ideas
de gran interés. Por un lado nos previene contra una concepción negativa del
poder y del secreto. Cuando el Poder con mayúsculas o el micropoder obligan a
someter al silencio no están intentando necesariamente que desaparezca algo,
mucho más probablemente será que estén dándole importancia superlativa. Nadie
guarda un secreto de algo trivial y cotidiano. Si en la pandemia ocultamos una
paseo no es por su carácter cotidiano, sino porque precisamente el estado de
confinamiento la convierte en algo extraordinario y sancionable. Así que, si la
moral victoriana presumía de reprimir la sexualidad, lo que estaba pretendiendo
es situarla en el objetivo de una lucha con el sujeto. Sujetar al sujeto. Más
que silenciarlo, el puritanismo hace hablar al sujeto de su sexualidad. Y lo
hace para que sea el propio sujeto quien acepte la disciplina. Controlar los
cuerpos es el objetivo más ambicioso que la gran reclusión porque abarcaría la
totalidad de la población de un Estado.
La imagen del
poder se ha basado en una negatividad. El poder es el que limita, el que
coarta. Foucault procura evidenciar lo contrario, la cualidad creativa del
poder. La comparación entre los objetivos y métodos del poder antiguo,
ejemplificado en el absolutismo monárquico con el poder moderno asumen una
diferente concepción. Mientras que el primero, que poseía una potestad
omnímoda, absoluta, sobre el castigo y la muerte (véanse las primeras páginas
de Vigilar y castigar), sus
mecanismos, además de imperfectos y limitados, solo se activaban en caso de
sanción. Hacer matar o dejar vivir, podían ser sus
instrucciones. El poder moderno asume, con la finalidad del control total sobre
los cuerpos e incluso las conciencias, el objetivo de hacerse cargo del
bienestar del súbdito o del ciudadano. Incluso en la constitución americana se
consagra el principio político de la búsqueda de la felicidad, mientras que la
celebrada liberación sexual no es sino el epítome total del microcontrol sobre
los cuerpos y los discursos por medio de lo que denomina dispositivo. Que el Estado se encargue del bienestar de los
ciudadanos comienza por la propia estadística y control numérico de la
población. Pero también incluye la asunción de tareas que mejoren la calidad de
vida, sean las relacionadas con el abastecimiento, salubridad o, incluso, las
relacionadas con la sexualidad, elemento fundamental en la reproducción
biológica y sistémica.
El biopoder,
que es el concepto que lo engloba, no funciona si no es con la hibridación del
saber y el poder. Porque no son esferas diferentes, es la misma táctica. Saber
es poder y el poder se basa en el saber. El Estado sabe, mejor que nosotros
mismo, lo que nos conviene. Después de la II Guerra Mundial, el pacto
keynesiano le daba toda la razón a este dispositivo. Para salvar al
capitalismo, el Estado debía hacerse cargo de liberar a los ciudadanos de
gastos en sanidad, educación, prevención social… para que, no solamente
siguiera funcionando el ciclo de producción y consumo, sino para tener un
control sobre los cuerpos y las mentalidades. Un control que debía no sólo de
parecer conveniente, sino también poco ostentoso. Un control que funcionaba no
solo con la obediencia, sino también con la resistencia. Jugar al juego de
represión/liberación situaba los cuerpos dentro del campo del biopoder. Aceptar
la normatividad sexual y rebelarse a través de la anticoncepción, el amor libre
o la homosexualidad formaban parte del mismo juego. Después llegarían los
cinturones de seguridad y los cascos para los motoristas. La película
crepuscular sobre el hipismo, Easy Rider,
lo mostraba de manera trágica. Peter Fonda y Dennis Hopper sufrían la multa del
policía que obligaba a llevar el casco y renunciar a la libertad de las melenas
al viento.
Acto II
Muchas voces pudieron alzarse
contra este biocontrol, desde los filósofos, como su amigo Gilles Deleuze
–quien, más tarde, también certificaría que Foucault se había quedado atrás–, a
los movimientos contraculturales y la primera escuela de Frankfurt. El biopoder
asume la tesis su la antítesis. El Gran Hermano vela por nuestra seguridad. Sin
embargo no será la rebelión juvenil la que supere el bipoder. La respuesta vino
de la revolución conservadora que triunfó en el mundo tras la crisis del
petróleo y la llegada al poder de Thatcher y Reagan.
Podemos decir
que el neoliberalismo o neoconservadurismo presenta una capacidad insospechada
para reventar el dispositivo del biopoder desde dentro. Después de la
experiencia laborista y tras experimentos como el Chile de Pinochet, el Poder
con mayúsculas se ha ido dando cuenta de que no necesita la coartada del
bienestar para que se acepte su autoridad. Una autoridad que se ha impuesto ya
hacia izquierda y derecha. Con razón presumía la Dama de Hierro de que su más
obra más lograda fuera la Tercera Vía con Tony Blair. El Estado iba a ir
dejando de asumir funciones como la sanidad universal, la educación, las ayudas
de previsión, reduciendo las pensiones… haciendo recaer sobre el individuo
(recordemos, solo hay Estado y familias, no hay sociedad), la responsabilidad
de buscar su propio beneficio. Las mejoras en la ciudad –territorio esencial de
la biopolítica– habían incluido un saneamiento generalizado (bien estudiado por
Philippe Aries en su Historia de la
Muerte en Occidente), considerándola como un ser vivo (barón de Haussmann)
al que había que facilitarle los flujos de alimentación y retirarle los residuos,
de igual manera que había que vigilar el buen funcionamiento social mediante la
vigilancia y la separación de las zonas de crimen y de insalubridad.
La retórica en
un primer momento apelaba a los instintos más básicos e incómodos socialmente,
azuzando el supuesto desperdicio que suponían esas ayudas, esa tutela del
Estado de los desfavorecidos que no hacían nada por cambiar su situación. Una
épica del triunfador, a medio camino entre el emprendedor y el deportista,
triunfaba en el imaginario occidental desde los años 80. La aporofobia, el
miedo a perder estatus, la xenofobia fueron los ingredientes que permitieron a
los gobiernos ir limitando inversiones y reduciendo el papel que había ido
asumiendo desde los tiempos modernos. Como contraprestación era necesario
aumentar la función represiva. No se puede desmantelar el Estado del Bienestar
sin protestas y, por otra parte, agitando el fantasma del miedo hacia el Otro,
también se justificaba el endurecimiento de penas, la presencia policial e
incluso militar para salvaguardar las fronteras y los bienes.
El concepto de
biopoder parece estar desahuciado en este sentido. La identificación del Poder
con el Saber, un poco a medio camino entre el padre de las comedias televisivas
americanas clásicas (“dad knows best”), está siendo socavado, gracias a la
colaboración de las redes sociales, por teorías conspiranoicas y alternativas
de realidades que se creían establecidas. El terraplanismo es quizás la más
llamativa y radical, pero el movimiento antivacunas es una manera muy elocuente
de enfrentarse al poder del Estado como garante de la salud. No nos creemos el
poder ni el saber. Probablemente Foucault podría rastrear los coletazos de un
biopoder mucho más microcapilar, que se hubiera inoculado en el individuo para
sujetarse aún más a sí mismo. La creación de identidades no quedaría fuera del
poder uniformador, como sabemos con la moda, que, simultáneamente iguala y diferencia,
distingue y uniformiza, bien por disciplina o por pastoral. Porque, en el
fondo, dependemos del consumo, de los productos, de la fibra óptica, de la
información… por mucho que esta se haya segmentado dejando atrás la
estandarización fordiana. Lo que quizás haya sucedido es una descentralización
autónoma dejando el biopoder funcionando a modo de red con una serie de nódulos
independientes que se conectan alternativamente en fases y en olas. La
imposición de una “normalidad” fue básica en la primera fase del biopoder,
descartando lo que aparecía como diferente, recluyéndolo o transformándolo,
clasificándolo en suma (las tablas de crecimiento “normal” de los recién
nacidos son muy elocuentes al respecto). En los nuevos tiempos se aspira a la
excelencia, a la mejora en la dentición, la estética, incluso a la superación
de las barreras biológicas a través de lo que se ha dado en llamar
transhumanismo. El racismo de Estado del siglo XX da paso al racismo de quienes
pueden permitirse esas mejoras.
Muchos se
preguntan por la aparente contradicción entre las políticas de reducción de
gasto público en sanidad y educación con las llamadas a la vocación y loe
elogios encendidos hacia docentes y personal sanitario. No son ilógicas, son
necesarias esas alabanzas, porque intentan compensar con estatus la falta de
asignación económica y el empeoramiento de las condiciones laborales. El
recurso a la vocación implica una concepción religiosa del trabajo, sacrificio
sin recompensa en este mundo. Vano intento que entra en la órbita de la
consagración de la felicidad –en el trabajo, en la pareja– como un culto
externo que pretende reforzar la sensación de comunidad y que, probablemente,
no alcance a sofocar las cada vez mayores exigencias laborales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario