Tengo el vicio de mirar de vez en
cuando los comentarios a las noticias de la prensa. Me vale el periódico local
o cualquier generalista. Sé que hay ejércitos de comentaristas pagados para
transmitir ciertas ideas o estados de opinión y se de quienes tienen que sacar
a colación su enamoramiento con la ideología de hijo de dictador sea cual sea
el tema. Aun así hay, sospecho, verdaderos lectores reales que escriben lo que
quieren y que sienten la necesidad de mostrar su indignación sobre la noticia.
Y en esta nueva normalidad el uso de mascarillas es un tema estrella. Es
incómoda, más que nada con este calor y parece poco razonable llevarla puesta
en todo momento.
Es posible que
surjan suspicacias frente a la actitud de las administraciones, con sus dudas y
cambios de criterios. Parece sensato llevarlas en lugares cerrados y cuando no
sea posible una distancia física entre las personas. Que sea punible no
llevarlas en un paseo solitario o dando una vuelta por la orilla de la playa
quizás es menos comprensible. Igual que se pueden dar paradojas: estando sentado
con un grupo de compañeros mientras se toma una cerveza en una terraza no hay
que llevarla, pero sí cuando se pasee a dos metros de ese pintoresco grupo. Es
también un recurso costoso, más en familias numerosas. Todo puede confluir para
que existan personas reacias a llevarlas. Lo que es mucho más curioso es que se
apoyen en teorías del todo peregrinas.
Los que se
rebelan contra las mascarillas lo hacen en virtud de su libertad personal.
Supongo que lo harán también a conducir con casco en motocicleta o con cinturón
de seguridad en los automóviles. Pero las mascarillas van más allá de la
libertad personal, afectan a la seguridad de los demás. Argumentan que es un
instrumento del gobierno para controlarnos, como si el gobierno se divirtiera
fastidiando al personal sin sacar tajada. Vale que nos cobren impuestos hasta
por pagar impuestos, pero ¿qué conseguiría el gobierno obligando a algo tan
impopular? Probablemente que no lo votara nadie la próxima vez.
Ya lanzados se
apoyan en supuestos enfermeros o autoridades que no las recomiendan. O se
lanzan contra la OMS como un agente del mal. Y, ¿por qué parar aquí? Neguemos
la existencia de la pandemia. Y si nuestra imaginación lo permite, culpemos a
Bill Gates o George Soros, del control mental. Aquellos que usen la mascarilla,
dicen, se han “bajado los pantalones” ante las arbitrariedades del poder.
[Nótese el carácter sexista de la expresión]
Luis Castro
Nogueira, en su investigación sobre el hecho diferencial de la naturaleza
humana, siempre hizo hincapié en lo que de reconfortante tenía la cultura. En
franca confrontación con la vieja teoría de Freud del malestar en la cultura,
Luis Castro, explicaba cómo los seres humanos aprendemos gracias a la
recompensa de la aprobación o desaprobación de los significativos. Siempre me
viene la imagen de un niño montando en bicicleta por vez primera y llamando a
su madre, “¡mírame, mamá, sin manos!”. En el estudio de la lógica se habla del modus ponens para los razonamientos:
“Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Luego, Sócrates es
mortal”. Dejando aparte la pequeña intriga que me deja la sospecha de que ya sabíamos de la mortalidad de
Sócrates cuando afirmamos que todos los hombres somos mortales, los silogismos
funcionan como un orden lógico implacable que reconfortan y hacen avanzar la
ciencia.
El modus suadens viene del latín suadeo: valorar, aprobar, aconsejar y hace
referencia al aprendizaje social, también llamado assessor. Este tipo de aprendizaje se realiza gracias a que los
individuos humanos experimentan satisfacción emocional al realizar su deber, es
decir, ajustar su conducta a lo correcto socialmente es un reforzador y no
realizarla acarrea sentimiento de malestar (o culpa)[1].
Dicho de otra manera,
lo que nos produce placer (la adecuación a la norma social) es lo verdadero, lo
bueno y lo justo. Una manera mucho más burda de entender este complejo
mecanismo adaptativo es constatar que solo aceptamos como bueno o como
verdadero aquello que nos conviene. Las pruebas que podrían llevarnos a
desestimar nuestra conducta caen en un pozo ciego, la disonancia cognitiva.
Tenemos pruebas de que lo que creemos cierto no lo es y elaboramos cualquier
acrobacia cognitiva para renunciar a la prueba y seguir, incluso con más
insistencia y perseverancia en nuestras ideas. El sesgo cognitivo es el
fenómeno por el que sólo atendemos a aquellas pruebas que corroboran lo que ya
sabemos, sean teorías o meros prejuicios. La teoría del homo suadens va un poco más allá, porque sitúa esta dinámica en el
ambiente social, no solo como átomos individuales buscando un beneficio
personal.
El asunto de
las mascarillas y la pandemia en general es un caso a escala global de modus suadens. Lo podemos comprobar en
el funcionamiento de las redes sociales en las que los pensamientos menos
radicales se van diluyendo para acercarse cada cual al extremo más cercano a la
postura inicial. También cuando culpamos de tal o cual cosa, o cuando decidimos
las propuestas y las conductas. Básicamente las mascarillas o las pruebas PCR,
que sabemos que son básicas para contener la pandemia, son alternativamente
necesarias o indeseables dependiendo de nuestro bienestar al respecto. Si las
mascarillas las usamos solo para ir a la compra semanal durante el
confinamiento de primavera, entonces clamábamos al cielo de por qué el gobierno
no había comprado y obligado a llevarlas. En cambio, si llega el caluroso
verano y son un engorro, entonces el gobierno es un 1984 en pequeñito que nos
intenta engañar con la pandemia, que no existe, o que nos confina y nos pone
mascarillas por el mero placer del ejercicio del poder. La mascarilla, la
humilde mascarilla, se convierte en un emblema de libertad, concretamente, el
no llevarla. Y para justificar esta acción, compartimos entre los nuestros
cualquier vídeo de youtube, de whatsapp, o de donde sea en el que se
denigre la pandemia, los gobiernos, o se tergiversen los comunicados de la OMS[2]
o de cualquier anónimo enfermero de un hospital de provincias. El silogismo sería en modus suadens: me molesta muchísimo la mascarilla, luego, es malo llevarla. Luego ya, si es necesario, busco razones y opiniones que me respalden.
Claro que esto
solo funciona entre los “nuestros”, los que están en contra del gobierno
bolivariano narco-etarra-comunista. Ay, si nos topamos con los integristas de
la mascarilla, la policía de paisano que increpa o golpea a quienes no la
llevan. Y viceversa, ya ha muerto un conductor de autobús por la paliza que le
propinaron unos energúmenos cuando les obligó a ponerse mascarilla o no subían
al autobús. Es comprensible el malestar y quizás deberíamos tener algún amigo japonés
que nos explicara cómo lo sobrellevan en un clima tan caluroso y húmedo como el
suyo y el nuestro.
[1] “La
lógica subyacente a este proceso, que nosotros denominamos modus suadens, se puede esquematizar como sigue: si una conducta es
aprobada, entonces es buena. El sistema funciona porque las creencias se
construyen de manera similar a como aprendemos por ensayo y error: la
aprobación produce placer y esta emoción se transfiere y se interpreta como una
propiedad objetiva de la conducta.”(Castro et al., ¿Quién teme a la naturaleza
humana? Tecnos. 2009)
[2] (El caso
de la OMS merecería un estudio aparte. Desde que el cambio climático cuestionó
los presupuestos hegemónicos del crecimiento económico über alles, por encima
de todo, está la ONU en el punto de mira de los ultraliberales. Cualquier freno
a su codicia es tachada de comunismo y la organización internacional pasó a
terrenos de científicos locos pagados por el Kremlin. El hecho de que sean
miles de científicos de todo tipo de países no importa. Están pagados. No como
los cuatro o cinco “libertarios” que se atreven a denunciarlo. Esos no están
pagados.)
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