domingo, 26 de julio de 2020

Homo suadens

Tengo el vicio de mirar de vez en cuando los comentarios a las noticias de la prensa. Me vale el periódico local o cualquier generalista. Sé que hay ejércitos de comentaristas pagados para transmitir ciertas ideas o estados de opinión y se de quienes tienen que sacar a colación su enamoramiento con la ideología de hijo de dictador sea cual sea el tema. Aun así hay, sospecho, verdaderos lectores reales que escriben lo que quieren y que sienten la necesidad de mostrar su indignación sobre la noticia. Y en esta nueva normalidad el uso de mascarillas es un tema estrella. Es incómoda, más que nada con este calor y parece poco razonable llevarla puesta en todo momento.
Es posible que surjan suspicacias frente a la actitud de las administraciones, con sus dudas y cambios de criterios. Parece sensato llevarlas en lugares cerrados y cuando no sea posible una distancia física entre las personas. Que sea punible no llevarlas en un paseo solitario o dando una vuelta por la orilla de la playa quizás es menos comprensible. Igual que se pueden dar paradojas: estando sentado con un grupo de compañeros mientras se toma una cerveza en una terraza no hay que llevarla, pero sí cuando se pasee a dos metros de ese pintoresco grupo. Es también un recurso costoso, más en familias numerosas. Todo puede confluir para que existan personas reacias a llevarlas. Lo que es mucho más curioso es que se apoyen en teorías del todo peregrinas.
Los que se rebelan contra las mascarillas lo hacen en virtud de su libertad personal. Supongo que lo harán también a conducir con casco en motocicleta o con cinturón de seguridad en los automóviles. Pero las mascarillas van más allá de la libertad personal, afectan a la seguridad de los demás. Argumentan que es un instrumento del gobierno para controlarnos, como si el gobierno se divirtiera fastidiando al personal sin sacar tajada. Vale que nos cobren impuestos hasta por pagar impuestos, pero ¿qué conseguiría el gobierno obligando a algo tan impopular? Probablemente que no lo votara nadie la próxima vez.
Ya lanzados se apoyan en supuestos enfermeros o autoridades que no las recomiendan. O se lanzan contra la OMS como un agente del mal. Y, ¿por qué parar aquí? Neguemos la existencia de la pandemia. Y si nuestra imaginación lo permite, culpemos a Bill Gates o George Soros, del control mental. Aquellos que usen la mascarilla, dicen, se han “bajado los pantalones” ante las arbitrariedades del poder. [Nótese el carácter sexista de la expresión]
Luis Castro Nogueira, en su investigación sobre el hecho diferencial de la naturaleza humana, siempre hizo hincapié en lo que de reconfortante tenía la cultura. En franca confrontación con la vieja teoría de Freud del malestar en la cultura, Luis Castro, explicaba cómo los seres humanos aprendemos gracias a la recompensa de la aprobación o desaprobación de los significativos. Siempre me viene la imagen de un niño montando en bicicleta por vez primera y llamando a su madre, “¡mírame, mamá, sin manos!”. En el estudio de la lógica se habla del modus ponens para los razonamientos: “Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Luego, Sócrates es mortal”. Dejando aparte la pequeña intriga que me deja la sospecha  de que ya sabíamos de la mortalidad de Sócrates cuando afirmamos que todos los hombres somos mortales, los silogismos funcionan como un orden lógico implacable que reconfortan y hacen avanzar la ciencia.
El modus suadens viene del latín suadeo: valorar, aprobar, aconsejar y hace referencia al aprendizaje social, también llamado assessor. Este tipo de aprendizaje se realiza gracias a que los individuos humanos experimentan satisfacción emocional al realizar su deber, es decir, ajustar su conducta a lo correcto socialmente es un reforzador y no realizarla acarrea sentimiento de malestar (o culpa)[1].
Dicho de otra manera, lo que nos produce placer (la adecuación a la norma social) es lo verdadero, lo bueno y lo justo. Una manera mucho más burda de entender este complejo mecanismo adaptativo es constatar que solo aceptamos como bueno o como verdadero aquello que nos conviene. Las pruebas que podrían llevarnos a desestimar nuestra conducta caen en un pozo ciego, la disonancia cognitiva. Tenemos pruebas de que lo que creemos cierto no lo es y elaboramos cualquier acrobacia cognitiva para renunciar a la prueba y seguir, incluso con más insistencia y perseverancia en nuestras ideas. El sesgo cognitivo es el fenómeno por el que sólo atendemos a aquellas pruebas que corroboran lo que ya sabemos, sean teorías o meros prejuicios. La teoría del homo suadens va un poco más allá, porque sitúa esta dinámica en el ambiente social, no solo como átomos individuales buscando un beneficio personal.
El asunto de las mascarillas y la pandemia en general es un caso a escala global de modus suadens. Lo podemos comprobar en el funcionamiento de las redes sociales en las que los pensamientos menos radicales se van diluyendo para acercarse cada cual al extremo más cercano a la postura inicial. También cuando culpamos de tal o cual cosa, o cuando decidimos las propuestas y las conductas. Básicamente las mascarillas o las pruebas PCR, que sabemos que son básicas para contener la pandemia, son alternativamente necesarias o indeseables dependiendo de nuestro bienestar al respecto. Si las mascarillas las usamos solo para ir a la compra semanal durante el confinamiento de primavera, entonces clamábamos al cielo de por qué el gobierno no había comprado y obligado a llevarlas. En cambio, si llega el caluroso verano y son un engorro, entonces el gobierno es un 1984 en pequeñito que nos intenta engañar con la pandemia, que no existe, o que nos confina y nos pone mascarillas por el mero placer del ejercicio del poder. La mascarilla, la humilde mascarilla, se convierte en un emblema de libertad, concretamente, el no llevarla. Y para justificar esta acción, compartimos entre los nuestros cualquier vídeo de youtube, de whatsapp, o de donde sea en el que se denigre la pandemia, los gobiernos, o se tergiversen los comunicados de la OMS[2] o de cualquier anónimo enfermero de un hospital de provincias. El silogismo sería en modus suadens: me molesta muchísimo la mascarilla, luego, es malo llevarla. Luego ya, si es necesario, busco razones y opiniones que me respalden.
Claro que esto solo funciona entre los “nuestros”, los que están en contra del gobierno bolivariano narco-etarra-comunista. Ay, si nos topamos con los integristas de la mascarilla, la policía de paisano que increpa o golpea a quienes no la llevan. Y viceversa, ya ha muerto un conductor de autobús por la paliza que le propinaron unos energúmenos cuando les obligó a ponerse mascarilla o no subían al autobús. Es comprensible el malestar y quizás deberíamos tener algún amigo japonés que nos explicara cómo lo sobrellevan en un clima tan caluroso y húmedo como el suyo y el nuestro.



[1] “La lógica subyacente a este proceso, que nosotros denominamos modus suadens, se puede esquematizar como sigue: si una conducta es aprobada, entonces es buena. El sistema funciona porque las creencias se construyen de manera similar a como aprendemos por ensayo y error: la aprobación produce placer y esta emoción se transfiere y se interpreta como una propiedad objetiva de la conducta.”(Castro et al., ¿Quién teme a la naturaleza humana? Tecnos. 2009)
[2] (El caso de la OMS merecería un estudio aparte. Desde que el cambio climático cuestionó los presupuestos hegemónicos del crecimiento económico über alles, por encima de todo, está la ONU en el punto de mira de los ultraliberales. Cualquier freno a su codicia es tachada de comunismo y la organización internacional pasó a terrenos de científicos locos pagados por el Kremlin. El hecho de que sean miles de científicos de todo tipo de países no importa. Están pagados. No como los cuatro o cinco “libertarios” que se atreven a denunciarlo. Esos no están pagados.)

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