A nivel profesional, lo digo
personalmente, este ha sido un año complicado, incluso antes de la pandemia y
el confinamiento. Hay cursos que salen así, como una espina que se clava y no
hay manera de quitarla. Vendrán otros años, quizás más laboriosos, pero con
mayor satisfacción. Lo único que me ha parecido interesante de esta última
evaluación es la consideración de que la nota básica de cada alumno consistirá
en la que se tenía durante la época presencial y todo lo que se haga servirá
para mejorarla. No se puede suspender por no hacer nada durante el
confinamiento, o por hacerlo mal. En parte se ha tomado la decisión por lo
complicado para ciertas familias que es seguir el curso y en parte porque es
muy difícil controlar las actividades y los exámenes online. En realidad no me
importa, es la mejor parte. Por mi parte intento enseñar nuevos contenidos
mientras se repasan competencias básicas (comprensión lectora, conceptos
básicos, etc…) y quien se apunta a aprender, lo hace. Seguro que muchos de mis
alumnos lo hacen como amenazados, bien por sus padres o por el miedo a las
consecuencias. Pero sé que son conscientes de que no hay penalización. Alguno,
conscientemente, ha dejado de trabajar porque solo es “para subir nota”. No es
que me parezca bien, al contrario, pero no me enfado
La mayoría de
los alumnos está aprendiendo porque quiere. Es posible que no tanto como me
gustaría, pero algo seguro que queda. Disfruto mucho viendo los ejercicios que
me envían, sobre todo, los de primer ciclo de ESO. Y me alegro de que no haya
sanciones, solo el gusto por aprender. Creo que lo que enseño es importante en
líneas generales –hay apartados, simplemente que están por costumbre–, así que
todo lo que se trabaje quedará como un poso, aunque se olviden los contenidos.
En realidad,
lo que me preocupa hoy para escribir no son las clases, ni los alumnos, sino cómo
se está aceptando o no que el gobierno haya establecido un ingreso mínimo
vital. Desde mi punto de vista es una medida económicamente insuficiente, el
mínimo es menos del mínimo y las trabas burocráticas seguramente harán desistir
a muchos que lo necesiten y tengan derecho a ello. Estudios sobre asuntos
similares suelen encontrarse con que solo una de cada diez personas cobra una
prestación indebidamente, mientras que entre tres o cuatro de cada diez, no lo
percibe aunque le pertenezca.
Me preocupa,
en este sentido, todas las precauciones que se anuncian para evitar el fraude.
Sinceramente, me gustaría que toda esa vigilancia se hubiera aplicado a
dotaciones más generosas, como la ayuda a los bancos durante la crisis
anterior, las que se llevó el proyecto de El Castor, los rescates de
autopistas, las subvenciones que se ha llevado Nissan… Es evidente que una gran
corporación puede camuflar cualquier irregularidad con mayor facilidad y,
además, tiene una posición de fuerza para negociar. En cambio, el grueso de
ciudadanos con derecho a percibir la renta básica son muchos más y exigen una
mayor dedicación de inspección.
Me indigna la
preocupación del sector empresarial expresada en el portavoz de la CEOE. Teme
que los que perciban la ayuda dejen de buscar empleo o que recurran a la
economía sumergida. Cuando CEOE insiste en que el Ingreso Mínimo Vital tiene
que estar asociado con la obligación de aceptar cualquier puesto de trabajo que
se ofrezca, se parte de dos supuestos. El primero es la innata vagancia de las
clases más desfavorecidas. El paro y la miseria son los incentivos para esta
clase de personas que, de otra forma, caerían en la indolencia. Otra forma de
verlo es que pocos, en situaciones normales y en su sano juicio, aceptarían
según qué trabajos y según qué condiciones laborales.
La utilidad
social de la pobreza es un argumento antiguo. Y se ha dado en formulaciones
mucho más inhumanas, como la de Robert Malthus, primer economista de Cambridge,
que abogaba por que los pobres no recibieran caridad ninguna, pues, si podían
subsistir con esa caridad, no harían nada para salir de la pobreza. Ahora
algunos temen que aparezca una bolsa de aprovechados de los servicios sociales
y que se conviertan en dependientes del Estado. Una especie de parásito o de
pícaro capaz de vivir sin trabajar en el más puro sentir español de todas las
épocas. No sé por qué van a existir pícaros solo entre los que dependen de
Asuntos Sociales y no entre los que van de emprendedores sembrando proyectos
para cobrar ayudas y subvenciones y luego dejan a medias largándose con lo que han saqueado mientras se daban
comilonas con las autoridades porque “iban a crear empleo y riquezas”. Mucho
más dinero se ha desperdiciado con estos últimos. Y me estoy refiriendo solo a
los que lo hacen ilegalmente, no a cuestionar la cultura del emprendedor que
santifica a quien da trabajo, sean las condiciones que sean con las bendiciones
de la administración.
La idea es que
la naturaleza humana tiende al fraude y a la vagancia. Y, de eso se
aprovecharían los partidos políticos en un acto de populismo clientelar. Así se
aseguran los votos. Es verdaderamente contraproducente, digo yo, que las
personas voten a favor de sus intereses en una democracia. Es como si los
grandes empresarios votaran a partidos que defienden la bajada de impuestos a
las empresas y el fin del impuesto de sucesiones. Y mira que si se reducen los
impuestos, las consecuencias las sufrimos todos, bajada de inversiones en
fomento, en sanidad, educación, cultura… Nos hemos acostumbrado a dar
incentivos a los que tienen algo (y muchos más a los que más tienen) mientras
que desconfiamos de los “premios” a los que no tienen nada. Esteban Hernández en un reciente artículo lo
resumía mucho mejor: "Sería conveniente acercarse con mucha cautela a las
ayudas públicas a las empresas que ha concedido el Gobierno: podrían generar
"trampas de riqueza", ya que al acudir el Estado a su rescate, se
desincentivaría a los propietarios y directivos de las empresas para que las
gestionasen bien, las hicieran rentables y guardasen para los malos
tiempos."
Pero no, a los
pobres no hay que mirarlos en su miseria actual. Hay que pensar en políticas de
empleo, en crear empleo para ellos. ¿En el sector público, en el privado? ¿Es
que no se estaba haciendo? Me indigna que se cuestione la renta básica como una
solución que probablemente falle, mientras que la política liberal de educar al
pobre con el infierno de su pobreza esté fallando ostensiblemente. Porque, en
el fondo, tratan a los pobres puerilmente, como si fueran inconscientes, o
indolentes que no tienen voluntad y hay que tratarlos con mano dura. Nadie sabe
lo que pasa en la casa de nadie. Nadie sabe de las depresiones que se ceban en
muchos que ni siquiera van a la cola del paro. Nadie repara en que las redes
familiares pueden aliviar esos síntomas y que no trascienda la tragedia.
Mientras que
llegan esas políticas –¿por qué no han llegado después de la crisis de 2008?–,
¿qué hacemos con los que necesitan comer todos los días? ¿Son preferibles las
colas delante de Cáritas o de una ONG, o de las donaciones de los grandes
empresarios, deportistas o artistas, a las de los servicios sociales? Por lo
visto depender de la caridad es menos sangrante y produce menos sumisión que de
los servicios sociales que intenten llevar justicia y no limosna.
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