Lo primero que tengo que decir es
que he disfrutado muchísimo con el libro, porque, además de que está atravesado
con un gran sentido del humor, entre lo absurdo y lo extremadamente lógico, hay
mucho de sabiduría y de profundidad entre sus páginas. Una apuesta por la
poesía –incluso la lírica– y la metalingüística, lo metafísico y la
comunicación, lo que significan las palabras y lo que pueden significar. Si
atendemos a los escasísimos datos biográficos de Salo Mochon, sabremos que
nació en Ciudad de México en 1988 y donde sigue residiendo. Se formó en el estudio
del Talmud, pero abandonó la carrera de rabino para dedicarse al psicoanálisis
(“aborto de rabino”, en sus propias palabras).
Compagina sus tareas de analista con la escritura, y obtuvo por este poemario
una mención honorífica en el VII Certamen Internacional de Literatura Sor Juana
Inés de la Cruz.
Tanto el
estudio talmúdico como el psicoanálisis se basan en la exégesis de los
discursos, separar la intención verdadera de los espejismos creados por las
palabras. Ese quizás sea el tema que subsiste en todo el poemario. Un escardillo, además de una azada pequeña,
es el reflejo del sol producido por cuerpos brillantes sobre cosas o personas
en la sombra con el que muchos niños se divierten. Con la apariencia de juego,
explora la (in)capacidad del lenguaje como conocimiento y como comunicación.
El libro se
articula en partes que se distinguen tipográficamente. Podríamos decir que es
como una tesis y luego su conclusión, casi una moraleja extraña, que puede
volcarse en inglés, que amablemente traduce a pie de página. Además las
distintas secciones a modo de capítulos. Incluso es interesante leer el índice
como un poema, como un mensaje oculto.
Escardillo incluye textos enloquecidos (Bereshit), poemas visuales, juegos de
palabras, en ocasiones, recuerda a las estrategias de José María Cumbreño en su
Cuaderno de vacaciones; divertimentos
con los idiomas (Untitled); juegos
como Cortázar (Proyecto para un poema
o Ejercicios para el invierno). Es
evidente que se disfruta más desde dentro, onociendo los códigos y las
referencias (Curso de Lingüística General).
Salo Mochon reivindica
las vanguardias para repensar el lenguaje, no simplemente para epatar le bourgeoisie. Poemas claramente
surrealistas (Epifanía) y otros
asumiendo los presupuestos dadá. Se reconcentra en lo naïve para que surta efecto la medicina, así, asistimos a cuentos
como el que Darwin habla de un niño en su primer encuentro con un pato, Cuac,
para luego desarrollar la teoría de la onomatopeya.
El humor,
especialmente en las primeras páginas es básico: “Los esquimales se burlan de
versos / que hablan de algo blanco como la nieve. / Nanuk me explicó que no les
importa lo cursi / pero resienten las descripciones pobres”. Se contienen ciertos
indudables a la hora de sacar una sonrisa (Transcripción).
El poemario
puede leerse como un manual de deconstrucción sistemática, un desencantamiento
de las palabras como fiel reflejo del mundo. Desde el nivel fónico (el citado Transcripción) hasta la magia: “Como si
no fingieran demencia cuando pregunto: / ¿por qué cuando escribo agua / el papel no se moja? / o ¿cómo
sería mi vida / si mi nombre hubiera sido Jonathan?” (Con ciencia). O la metafísica: “las palabras de mi madre / cuando
le dije que entendía / que papá hubiera muerto / pero no por qué ya no venía a
cenar”.
Me gustaría
celebrar el acierto de una de las sentencias de Autoayuda: “D. Las palabras son abstractas como un cerillo, / una
sábana que oculta al fantasma y lo vuelve visible”. El oxímoron es tanto más
expresivo cuanto más nos acerca a la verdadera comprensión del fenómeno, en
este caso, por ejemplo, el secreto del lenguaje, esa vieja hembra engañadora.
Otras veces, son las paradojas las que dan lucidez a las imágenes: “En la lucha
que Dios llevó a cabo contra mí, tuve a Dios de mi lado”.
Siguiendo esta
guía seremos conscientes de que nos entendemos de milagro, incluso con nosotros
mismos. Las palabras confieren realidad a las cosas, y las coloca en un plano
de igualdad que asumimos como cierto pero que no deja de sorprender en su
aparente irracionalidad: “Ahora veo que si doy una manzana / puede, incluso,
que reciba algo más valioso. / Una bala, por ejemplo, que es de acero” (Karma).
El autor anda
buscando lo misterioso que se esconde en lo cotidiano: “Cuando ríe un policía,
/ cuando las monjas se tocan la ingle / y se huelen los dedos, / cuando el
tráfico avanza” (Apuntes sobre lo bello);
“Lo que dice un venado a unos pantalones / cuando nadie los mira // el
ideograma de la mosca / parado en mis cuerdas vocales // el concubinato de unas
agujetas / y una engrapadora ninfómana // que es en un sistema de escritura
silábica / el signo para sol sea
gutural / pero no amarillo”. Pero no se deja atrapar en la automatización de
los recursos poéticos. Salta de un idioma a otro (“Soul is a hammer in your
cornflakes”) y pasa de lo cómico a lo serio: “¿De qué color –me preguntó el
profeta / mientras me palpaba el rostro– / son los pezones de la Virgen de
Guadalupe, / y por qué, si sabes que no te veo, / me das el pedazo más grande
de tu pan” (Theraphon).
Vamos paseando
de la lingüística del principio a la mística y el psicoanálisis, hacia el
supuesto poder curativo de las palabras: “Estaba convencido de que el mal es
inexactitud. / Así, murieron más tranquilos”; “Según descubrimientos recientes
–publicados en The American Psychologist–, al 74% de los individuos con
personalidad de tipo A solo se le ocurren mentir para soportar la vida”.
La identidad
judía aparece en el siguiente núcleo temático, en la parte llamada “Liars?”: (Dachau Blues): “Cuando tuve edad suficiente me dijeron que los
Nazis / nos habían masacrado y que habíamos recibido / muchos más premios Nobel
que los goyim. / Me sentí orgulloso
de haber participado / en el genocidio más importante de la historia”. La
incesante búsqueda de un dios que no responde, quizás porque ha muerto, aunque,
como Zaratustra, no lo sepamos todavía y necesitemos un loco o un niño que nos
lo anuncie: “Temía que fuera Rivkah, su nieta; / temía que la hija trajera la
noticia / de que el cadáver de Dios había aparecido” (El rabino y la lección).
La religión,
al margen de la fe, es una ritualización de las costumbres, no solo de los
preceptos o las ceremonias: “Un hombre de fe sabe orinar / en la boca
ensangrentada del infiel / sin remordimiento de conciencia. / Un hombre santo
sabe rociar al infiel / con gasolina y mandarle a su infierno / sin tener que
forzar una sonrisa” (Cómo distinguir a un
santo). Salo Mochon lo sabe y retuerce las palabras y las desmenuza en la
jerga más básica del lenguaje para desmontar lo solemne: “Juan 1:1 / En el
principio estaba el Verbo. / Después dijeron que eso era un hipérbaton: en el
principio tendría que estar el Sujeto” (Versiculeros).
El epílogo es un cuento de lógica que no
tiene una solución sencilla. Los tiempos de la inteligencia, entendida como un
dios, también han pasado.
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