Son tiempos inciertos y ávidos de
novedades. Y de polémicas. Por eso se van sucediendo rápidamente sin que
tengamos casi la oportunidad de pensar sobre ello detenidamente y tener una
conclusión más allá de lo primero que se nos viene a la cabeza. Normalmente (y
digo bien, porque parece una norma), soltamos una opinión de “sentido común”,
como se decía antiguamente, pero que ahora se rotula rápidamente de “cuñao”. Es
decir, de un sentido común que más bien es sentido propio, porque apela a los
prejuicios y a los intereses más personales. Curiosamente, justo después,
surgen las contraopiniones. Un segundo nivel de análisis que parece más
profundo, más crítico. El caso es que acaba siendo la postura contraria pero
igualmente sujeta a la normalidad. Unos a favor, otros en contra, pero ambos
con un argumentario calcado de dos fuentes. Nada de pensamiento original. Se
podría decir que es un rebelde oficial.
Pongamos por
caso un cantante romántico que confiesa en las redes sociales su
homosexualidad. Primera reacción, la favorable: qué valiente, así se dan
referentes para que otros también puedan salir y no tenerse que ocultar…
Segunda parte, la rebeldía oficial: ese lo ha hecho para darse publicidad, no
tiene tanto mérito hacerlo así, ¿y qué pasa con los futbolistas? No sé si queda
claro que la confrontación está servida para que los platós de televisión y las
redes sociales se puedan enzarzar en matices profundamente superficiales. Muchos
más matices que no dan para un comentario en Twitter o cinco minutos de
tertulia.
Otra polémica
muy curiosa ha sido la relacionada con los disturbios a partir de la muerte por
ahogamiento de George Floyd. Los movimientos sociales y la política
norteamericana son especialistas en plasmar en gestos, condensar en una imagen
(no necesariamente simple) los mensajes. Pueden ser tremendamente efectivos.
Así tenemos la imagen de Floyd en el suelo, las de los disturbios con la quema de comisarías, asaltos a tiendas
de lujo… y también la de los policías de Florida hincando la rodilla en señal
de confraternización con los manifestantes. Y la ola de empatía en países de Europa
occidental con manifestaciones, disturbios y ataques a las estatuas.
La iconoclasia
es el reverso de la adoración a las imágenes. Si decidimos que alguien o algo
merecen un lugar público es porque compartimos, al menos en parte, el mensaje,
la importancia o la relevancia de ese alguien o algo. Si decidimos erigir un
monumento a la paz, la constitución o teñir de arcoiris una fachada estamos
procurando mostrar nuestro acuerdo con la paz, la constitución y la lucha
LGTBI. Si levantamos una estatua de Maquiavelo o de la diosa Venus, de alguna
manera estamos implicados en defender de alguna manera al malentendido pensador
florentino o somos partidarios de las bondades del amor más carnal. Supongo que los valores pueden ir
cambiando con las sociedades y el tiempo[1].
Y en esas
tenemos a los responsables del esclavismo, por ejemplo. El caso del rey
Leopoldo de Bélgica es directamente sangrante por el genocidio que cometió en
el Congo cuando era de su propiedad. Otros hicieron fortuna con el tráfico de
esclavos, como el marqués de Comillas. No me extraña que haya quienes decidan
retirar a un personaje como éste. A mi juicio, las estatuas pueden tener dos
razones para ocupar un espacio público, una es la relevancia del personaje
dados los tiempos en los que hacemos el homenaje, y otra es la cualidad
artística de la obra en sí. No se me ocurriría retirar la estatua del Ángel
Caído del Retiro porque encarne el Mal.
Los motivos y
las sensibilidades están sujetos a discusión, no hay normas claras. Parece
lógico que se derriben las estatuas de dictadores en el momento de su destitución,
como las de Sadam. También cuando las heridas sigan abiertas y no hayan tenido
un reconocimiento, que estén todavía recientes. El caso de la memoria histórica
puede ser un ejemplo. Lo reciente es un tema que se puede estirar, pero que
puede permitir que se mantenga una estatua a un rey del siglo XVI aunque sus
políticas disten mucho de ser del agrado de la ciudadanía actual. No creo que
se pueda ser tajante en este punto, al contrario, debería discutirse.
La polémica con
Colón no es nueva. Uno, que tiene ya sus años, todavía recuerda los debates en torno
al Descubrimiento con el V Centenario, Expo de Sevilla por medio. Podríamos
discutir si Colón, quien tropezó con América buscando un camino a Asia, era un
esclavista o hacerlo responsable de las atrocidades. No creo que su intención
fuera muy distinta de los llamados conquistadores. La rapiña y el botín, la
guerra como método de enriquecer los Estados eran moneda común en épocas no tan
lejanas. Todavía hay quienes defienden el pacto de las Azores. Quizás no se le
pueda atribuir la responsabilidad de todo lo que vino después.
Que en Estados
Unidos se confunda con conquistadores a cualquiera que esté vestido como
europeo de los siglos XV, XVI o XVII no debería sorprendernos. Aquí, sin ir más
lejos, a todos los musulmanes se les tilda de moros, si hay suerte. Si no la
hay, de islamistas radicalizados y terroristas. No hay más que ver cómo han
cambiado los negocios de las ciudades como Córdoba, que antes llevaban tan
orgullosos los nombres de Al-Ándalus. Si no somos capaces de distinguir el
comunismo de lo que fue Stalin, ¿vamos a pretender que se distinga a Cervantes o
a fray Junípero de un conquistador?
De todas
formas, me sigue pareciendo muy llamativo que muchos de los que comparten
indignados el sacrilegio contra la estatua de Cervantes o tachen de energúmenos
a los que tiran abajo las estatuas de Colón, no sientan esa necesidad de
criticar los excesos policiales contra la población afrodescendiente. Me pongo
en el lugar de estos indignados y puedo pensar que consideren que no se trata
de un racismo institucional, que es una mala práctica, una desgraciada mala
práctica. O quizás piensen que es un país distinto, con costumbres y padecimientos
diferentes. Pero el caso es que no me convencen estos argumentos, porque se
podrían aplicar a la iconoclasia. Manchar de pintura una estatua de Cervantes
es un hecho aislado (no creo que se hayan perpetrado más ataques cervantinos,
ni siquiera en Turquía, que acaso tendrían más rencor). Los referentes en los
Estados Unidos son distintos, y están radicalizados hacia lo que no es del
ámbito anglosajón. Probablemente es un error y una incultura.
Más error me
parece no indignarse con el racismo y no tener la sensibilidad de
escandalizarse con el número de personas muertas a manos de la policía. Aunque
no hayan escrito pasajes tan emocionantes como el discurso de Sancho a la
muerte de don Quijote.
[1] Y si no
nos parecía extraño que en nuestras plazas aparecieran señales del franquismo,
ahora sí que pueden resultar algo contradictorias. En mi pueblo, por ejemplo,
hace mucho tiempo, las calles que desembocaban en la Plaza de España eran
Portugal, 18 de Julio, Italia y Alemania. Antes de la Transición se sustituyó
la calle Alemania por Gómez Ulla, y después de la muerte de Franco, la calle 18
de Julio se transformó en la Calle de la Constitución. Podemos ir descubriendo
nuevos nombres a los que honrar que no habíamos caído, no habíamos valorado lo
suficiente.
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