Nos sorprendemos de que existan
grandes agrupaciones de individuos que se nieguen a aceptar aspectos básicos de
la covid19 o de las posibles soluciones que se han aplicado o que se estén
previendo aplicar. He preferido hablar de agrupaciones de individuos porque a
veces no son grupos, sino una mezcolanza de intereses y razonamientos que se
unen frente a un enemigo común, aunque por diversos motivos y con diferentes
horizontes. Por ejemplo, me he salido de un grupo de padres que, en principio,
estaban por una vuelta segura al colegio. Con el tiempo, compruebo que hay de
todo. La mayoría, padres responsables y preocupados por la falta de claridad en
las medidas. A estos se unen quienes prefieren por diferentes razones la
enseñanza online. Por ejemplo, los
que han conseguido mejores resultados (vamos a pensar que honestamente). Otro
grupo muy activo son los contrarios a la institución escolar, los que prefieren
la enseñanza en casa porque temen que en los centros manipulen a sus niños.
Como ya sabemos, el lobby gay
organiza el curso con fiestas del orgullo LGTBI todas las semanas, incita a la
masturbación a niños de 6 años y está a favor de la pederastia como todos los progres que son los enseñantes. De la
mano de estos llegan, en tropel, las distintas facciones de negacionistas. Unos
padres no quieren mascarilla porque es una brutalidad tener a niños de 8 años 5
o 6 horas al día con ella puesta. Es lógico que congenien con los que piensan
que los políticos/el gobierno/ el poder / Soros y Gates están subyugando a los
rebaños de ciudadanos obedientes.
La razón, o
mejor, las razones han de ser examinadas con calma y detalle. Teóricos de los
rumores (para ampliar el tema aquí)
insisten en el desprestigio de la ciencia. Este es el tiempo de las brujas y de
las tribus. Se puede culpar al pensamiento posmoderno y su descrédito de las
Grandes Verdades. Y es cierto. Se puede culpar a la regresión de la cultura,
científica y humanística, por culpa del desastre de las leyes de educación, la
influencia de la televisión y los medios o lo que sea. Se puede también
responsabilizar al funcionamiento de las redes sociales de la expresión de
cualquier barbaridad que logran crear grupos de individuos cada vez más
radicalizados en sus ideas, por más paranoicas que puedan ser. Son burbujas
inmunes a la respuesta exterior. Su modo de operar invierte la obligatoriedad
de la prueba. Las redes permiten que se unan unos pocos individuos de un lugar
con otros de otro país llegando a números considerables de corpúsculos que
serían indetectables si no fueran por su actividad en redes y foros. Sospechan
de todo y que la información que les pudiera dar la razón no exista es una
prueba definitiva para su verdad. No quieren que se sepa, dicen. Además, lo concluyen
con una mirada por encima del hombro hacia los pobres crédulos. Prefieren
atender los requerimientos de una doctora reloca
en cualquier otro asunto siempre que redunde en su posición en este del covid.
Y es cierto.
Las conspiranoias funcionan así.
Por ejemplo,
los antivacunas se aferran al famoso estudio, totalmente descartado, que unía
la vacunación con el autismo. El aumento de diagnósticos de este trastorno no
tendría que ver con una mejora en el sistema de salud que los detecta cuando
antes eran invisibles, sino por la vacunación masiva. El problema es que sí que
es verdad que se han probado vacunas que no han resultado seguras. Fue en el
pasado, es verdad, y se corrigieron. En otros casos, como el de la polio en
España, se retrasó la vacunación masiva por decisiones político-económicas. El
Estado no siempre ha resultado un buen garante de la salud de sus ciudadanos.
En el delirio
de la sospecha hacia las farmacéuticas se las acusa de buscar solo beneficios.
Y lo dicen como si fuera un pecado, cuando toda la demás actividad económica se
basa en la búsqueda de beneficio, o al menos, eso se supone que hacen. Sería un
delirio total si no supiéramos de casos, como el de la talidomida, en los que
grandes empresas farmacéuticas presionaron para ocultar los desastrosos efectos
secundarios en los fetos. En otras ocasiones han saltado a los tribunales la
promoción de medicamentos que no eran más efectivos, pero sí más caros. Incluso
la “creación” de síndromes o enfermedades para los que se descubre una cura.
La ciencia es
el gran garante de la humanidad. No tenemos nada mejor que el recurso a la
ciencia. Sería una temeridad dudar de ella, si no tuviéramos la experiencia de
que los estudios están sesgados. Se sospechaba de la relación del tabaco con el
cáncer desde hace muchísimo, pero las empresas tabaqueras procuraban desviar la
atención, presentar estudios alternativos, desacreditar a los científicos…
¿Quién nos dice que no sucede con las grasas, el azúcar o con cualquier
producto o medicamento? No es una sospecha filosófica mal entendida, son años y
años de pequeñas y grandes decepciones. La ciencia se basa en la autocorrección
continua. La comunidad científica, al menos idealmente, debe comprobar los
experimentos y las pruebas aportadas con rigor y honestidad. Desgraciadamente
no siempre ha sido así. Es inconcebible que miles de científicos del mundo
estén comprados, cuando obedecen a distintos países enfrentados entre sí. Y es
más probable que unos pocos negacionistas estén más influidos por motivaciones
extracientíficas que el resto de la comunidad académica. Pero una vez sembrada
la duda, quien quiera agarrarse a ella, lo hará.
No sería la
primera vez que los gobiernos aprovechan situaciones extraordinarias para
limitar la libertad de los ciudadanos. El estado de guerra permanente que
describía Orwell en 1984 no está tan lejos de la realidad. El trabajo de la
periodista Naomi Klein en lo que ella denominó Capitalismo del desastre (La doctrina del shock) ha puesto de manifiesto
multitud de presiones para controlar de manera brutal a poblaciones enteras. Dictaduras
de todo signo han preferido sacrificar a su población en su beneficio personal.
Tantos años promocionando la rebeldía contra el consumismo, la vida acomodada y
convencional acaban sirviendo para patrocinar descabelladas protestas.
Así que no es
solo la falta de comprensión lector del personal que confunde que la OMS “no
recomienda la mascarilla” en espacios públicos con que la OMS “recomienda que
no se use la mascarilla”. En el primer caso es opcional el uso, en el segundo
es imperativa la prohibición. Es el cúmulo de sospechas fundadas las que
permite que los delirios vayan encontrando medias verdades y sumando adeptos.
Unos defenderán que no existe el virus, otros que fue inventado por un
laboratorio (añádase el país). Ambos irán de la mano aunque sean incompatibles.
Pero se sumarán los que estén incómodos con la mascarilla más los que tengan
arruinado su negocio por las restricciones. En la misma concentración estarán
los que tengan prevención ante una vacuna concreta que se pruebe sin estar
demostrada su eficacia y su seguridad; junto a los antivacunas por sistema y los
que teman el chip de Gates. Cada uno tiene una versión diferente, y en gran
medida, incompatible. Solo están demostrando un malestar y buscan
racionalizarlo. Lo malo es que se les han dado motivos para desconfiar.
Si de verdad
queremos solventar la pandemia y la crisis que tenemos encima no nos valen estas
razones, hay que buscar entre todos y, si fuera posible, fuera del debate
partidista, unos consensos sobre qué es lo verdadero y cómo podemos
controlarlo, qué es lo recomendable y aceptar que siempre pueden existir fallos.
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