Pedro Sánchez Sanz tiene una sólida trayectoria poética, en su haber se cuentan libros de poemas Ciudadela sitiada (1998), Nocturno en Amarante (1999), Las huellas en la nieve (2003), Memoria del amor deshabitado (2011), Las piedras nocturnas (2011), La templanza y otros georemas (2013), Un relámpago atrapado en un puño (2014), Abisales (2018), Ruta de las islas (2017), Refugio en el vuelo (2019); y relatos: Huidas imposibles (2011). Álvaro Hernando escribe el espléndido prólogo y describe el libro como “un tránsito por la vida: infancia, adolescencia y, con el tiempo, recorrer el resto del camino de la mano de sutiles declives” (p. 16). Se inicia el relato con Un tiempo y un espacio, donde se despliega el planteamiento: “La añoranza también es un hogar / en ruinas y en ella esperas / los hijos inauditos de los sociales /…/ Hoy os escribo desde ese lugar” (Lugar).
La infancia se describe desde el más temprano origen: “Sobre la cama, una joven muy pálida / quizás rezara antes del grito, / y por aquella grieta en carne viva / rezumé, pieza informe, / sangre, / fluidos, / meos, / latí lo que aún no había visto luz / ni conocía palabra” (Grietas). El mecanismo para ir anudando las escenas es el título, el hilo negro: “El juego se llamaba Hilo negro. /…/ Hay días en que un leve hilo negro / prende de mi ropa. Tirar de él / es como detener un explosivo / en la memoria, retomar al nervio / tenso, al sentido alerta del juego” (Hilo negro). El principio es todavía el tiempo de la esperanza: “Hay un momento, / breve y convulso, / en que crees que puedes / cambiar el mundo /…/ Solo podemos escupirle a la cara, / con el desprecio de la inocencia rota. /…/ El mundo es un dragón que duerme / sobre un lecho de aguas inciertas”. Y, sobre todo, del inicio del verso: “Palabras, palabras, palabras. Todo / comenzó con el verbo, ese hallazgo” (Viaje iniciático).
La segunda parte vital y del poemario cambia de localización física: “Salgo de la ciudad hacia un nuevo destino. /…/ El mundo pasa a nuestro lado raudo y veloz” (Mudanza). Y llega con las nuevas sensaciones (“Observa cómo el sol / tu piel recorría con la avidez / del amante impaciente, / la levedad de tus párpados / era de una belleza insoportable. / Lloré. Era ternura”, Síndrome de Stendhal), aunque sigan estando presentes los fantasmas de la infancia: “Convendrás conmigo en que es / cuando menos curioso / que la ausencia final / sea presencia constante en la vida” (Curioso). Lidiar con estas ausencias es uno de los puntos esenciales sobre los que pivota este relato: “El silencio es aforismo en el muro / que nos enseña a colocar la pérdida / en el rincón que tiene destinado / como un viejo jarrón que albergara las magnolia de plástico marchito /…/ El silencio es el poso que nos queda / cuando se aleja lo poco que importa” (Flores del silencio); “En los ochenta, él / también tuvo algún momento de gloria. / Mira hacia el suelo y un escarabajo / se sube a su pie izquierdo” (Gran Hotel). Incluso vitalmente tiene repercusión literaria: “Quisiera escribir versos, / llenos de esperanza y convencimiento, / para poder dejar como epitafio” (Dique seco).
En la tercera parte se mira hacia atrás: “Yo era un niño temeroso que miraba / con el pudor pequeño de los pájaros, / el mar en la ventana como un cuadro / sin fin, como un deseo lejano /…/ Comprendí que no había entendido nada. / Escribí versículos que consagré al fuego” (Deconstrucción). Se reconstruyen los recuerdos cuando las ausencias son más dolorosas: “El dolor es solo para los vivos, / a los muertos ya les llegó su tregua” (De raíz); “La vida es entonces una mentira / mágica, como aquella fantasía / inofensiva, por irrefutable, / que se susurra al oído de un niño / para que deje de lloriquear / y olvide su dolor” (La mitad). La vida consciente se convierte en un rosario que entrelaza la vida en el instante con todas esas vidas pasadas que dejan su sombra: “Cenamos cualquier cosa, / con inquietud y desgana / masticando el nombre de los nuevos / enemigos: oligopolio / y coronavirus” (Presa fácil). Son las nuevas situaciones las que se viven a la luz y a la sombra de lo que somos: “El silencio inaudito / es el eco del pozo” (Pan de silencio); “Es el asombro víscera de luz / que sustenta la voz de nuestros sueños” (Umbrales). Pedro Sánchez Sanz elabora una reconstrucción personal en este poemario, un ajuste de cuentas intenso, doloroso, vital: “Y yo, transfigurado / en un despertar cíclico: / creer, ignorar, dudar, concebir, / hasta acallar el grito en el silencio / para despertar la gracia de la luz” (Lázaro).
“Quedaron en el tiempo un ramo de letras a fuego para marcar su lecho y su marcha temprana. Erosión de la memoria, grietas que esconden un hálito detenido, despedida sin fin arañada en la piedra” (Estela)
A modo de epitafio cierra el volumen mirando hacia afuera, pero, a la vez, sintiendo el peso del Mundo oculto: “El denso manto blando / y la copa del ciruelo te bastan, / y el vencejo en el aire es suficiente / para creer que existe / un orden secreto en todas las cosas”.
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