Adelaida Porras Medrano es una madrileña afincada en Sevilla, profesora
de filología francesa en la Universidad de Sevilla. Ha publicado un libro de
relatos (Perlas australianas y otros
relatos, Alfar, 2009), novela corta (Otra
vez esta noche, Alfar, 2011) y cuentos infantiles (Polvo de estrellas, Alfar, 2016). Este es, por ahora, su última
incursión en la poesía.
Lo
que nos vamos a encontrar aquí son poemas en los que se rastrea la elegancia y
el gusto por la factura clásica que anuncia el uso del latín para el título. Se
divide en dos grandes bloques, Claridad y Tiniebla. El primer poema, Al alba, está pensado para servir de
fondo griego: “La aurora diluye el manto de tiniebla, / sosiega la inquietud, /
disuelve los temores / y, en su reflejo de cristales, / devuelve al mundo la
sonrisa” (Al alba).
El gusto por
autores consagrados por el canon, de Bécquer a Juan Ramón y Miguel Hernández,
se aprecia en no pocos poemas: “Es sorpresa contenida en una sílaba, / arrebato
prisionero de una nota, / remolino que fluye a borbotón de furia / … / Tú voz
es despertar, risa, llanto, / suspiro, gemido, fino, / ronco, sueño,
entrecortado reposo, / luciérnaga diurna que inunda de sol la nada / y afirma
que estás ahí / y quieres hacerte reír”” (Presencia).
Y, de un mismo
modo, el registro pivota en torno a temas clásicos, como el paso del tiempo, el
amor y algunos de llegada más contemporánea como el cuestionamiento de la
identidad, que se entremezclan otorgando a los poemas una novedad sin
estridencias: “Mucho tiempo tardé en comprender / que no éramos una única
persona. / Te sentí mi cuerpo, mi conciencia, mi otro yo. / Eras mi réplica” (Juan); “Tú, pequeño boxeador de combates
diarios, / tú, como yo, como todos, / eres, desgraciadamente, mortal” (Newton).
La primera
parte apunta un optimismo y un disfrute de la vida más claro: “No temas al
futuro. / Romperás la crisálida que te envuelve, / vencerás la incertidumbre y
/ florecerás mañana en la batalla” (Amazona
herida). Pueden tomar la forma de unas nanas (Nocturno) o pueden presentarse como un oxímoron delicado: “Has
ganado la batalla. / Mi derrota es dulce. / Nunca pensé que llegaría a quererte
tanto” (Exorcismo)
Claramente de
inspiración clásica son el soneto de Canto
Ibero, dedicado a su padre: “Escucha, Ibera, al hombre austero / que aún
hoy, con su voz temblorosa, / te brinda un canto guerrero” o las redondillas:
“Por recuperar el ayer / no volverá la alegría. / Dos veces nadie podría / en
la misma fuente beber”. Terminan la sección una serie de sonetos de elogio,
tanto por las jubilaciones de cercanos como de homenaje a los emigrantes.
Tiniebla, como no podía ser de otra
forma, lo conforman poemas más sombríos, pero quizás, donde se encuentre la
sustancia poética de manera más honda. No queremos decir que se conviertan en
poemas donde la épica de la desgracia o del perdedor confiera solemnidad a los
poemas, más bien, que Adelaida Porras consigue transmitir al lector la
sensación poética de una manera más inmediata. Por ejemplo, Rapaz nocturna asume el drama y su
transformación (“anidó, / porque te arrancaron la inocencia / y decidiste ser
su esclavo”), Cíclope asume de manera inconsciente su naturaleza (“El cíclope
ignora que lo es, / porque siempre lo fue”, Cíclope).
Una primera
persona se alza entre estos versos dolidos: “Mi alma como ala sin plumas” (Sombras); “Me entrego al abismo
protector, / tinieblas que me cubren. / buceo entre restos putrefactos / que se
adhieren a mis párpados. / Sumergida por siempre, / silencio que interpela, /
eco inaudible de mi propia sombra” (Sombras).
El yo poético se sumerge en la estética del romanticismo como el pasajero ante
el mar de niebla: “No me des la mano. / Déjame caer. / Quiero gozar del vértigo
/ hasta el abismo / y, al llegar a la sima, / bucear en la turbiedad del fondo”
(Descenso). El descenso hacia lo más
profundo del yo ofrece unas perspectivas poéticas y emocionales que se
convierten en una introspección casi onírica:
“Sumergido en el lodo silencioso, / deseas hacer tuyo lo inaudible, /
pero aún percibes un eco sostenido / en el pulso enlentecido de tus sienes” (Ciénaga).
Las
profundidades, el lodo, el abismo, las algas enredadas… no es el abismo abierto
de lo sublime que acongojaba a los escritores del XIX, es el momento de la
culpa y del pasado que embarra un presente y lo arrastra. La poeta se ve
abocada a lidiar con la viscosidad de un peso que lastra el presente: “Brazada
a brazada avanza en el légamo / apartando restos del pasado sumergido, /
presencia viscosa que entorpece / como algas enredadas en tus dedos” (El nadador);
con la culpa; “La culpa te empuja / y caes, inevitablemente, / como las piedras
que arrastras en tu caída” (Gravedad).
Entre el perro hundido en el barro de Goya y los destellos de la luz y el vapor
de Turner se mueven estos poemas: “En el reflejo del charco ennegrecido /
adivinas la silueta de tu alma, / pobre recuerdo de tenue brillo / al que
asfixia tu presencia. / Y decides alejarte, / sin volver la vista atrás, /
envuelto en tu manto de tinieblas” (Vapor
de agua). Son, precisamente, las pinturas negras del aragonés las que mejor
definen el espacio poético con el que se cierra el volumen: “Formas parte del
círculo simiente, / Eres su centro” (Pesadilla);
“Danzad, danzad, malditos, / al ritmo de nuestros impíos corazones” (Aquelarre).
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